ZAPATEANDO
– 30/09/2021
Hotel Abismo
A Héctor Colío Galindo,
in memoriam
Si podemos leer El
príncipe, de Nicolás Maquiavelo, con sumo provecho, apenas 500 años
después, podemos leer El 18 brumario de Luis Bonaparte como novedad
editorial, menos de 200 años después.
Es un libro fresco, un
análisis político “de coyuntura” que echa mano del periodismo,
la historia y sobre todo del conocimiento que ya estaba elaborando
Carlos Marx sobre el capital y sobre la lucha de clases.
Un 2 de diciembre, para
hacerlo coincidir con la fecha en que Napoleón Bonaparte fue
investido emperador, en uno de los capítulos de la revolución
francesa del siglo XVIII, Luis Bonaparte, quien ya era presidente
electo, dio un golpe de estado mediante el que se hizo dictador,
luego se nombró emperador, y todo en nombre del sufragio universal y
de los intereses del pueblo.
Su desempeño como tirano
fue descrito por Maurice Joly en el Diálogo en el infierno entre
Maquiavelo y Montesquieu, libro cuya autoría lo llevó a la
cárcel bajo la dictadura y que luego fue plagiado por antisemitas
para el libelo apócrifo llamado Los protocolos de los sabios de
Sión.
Es célebre la frase de
Marx de que si Hegel afirmó que la historia se realiza dos veces, la
primera es como tragedia y la segunda como farsa. Y es que Luis
Bonaparte era, a los ojos del autor de El Capital, no una
caricatura de Napoleón sino Napoleón en caricatura.
Marx se opone a otras
versiones sobre el periodo que va de 1848 a 1852, de autores como
Víctor Hugo y Pierre Joseph Proudhon, porque no analizan la lucha de
clases y ven el golpe de estado como un hecho intempestivo, con lo
cual, más que criticar a Luis Bonaparte, terminan haciéndolo
aparecer como un sujeto agigantado.
Carlos Marx no está de
acuerdo con conceptos como “cesarismo” para designar a los
tiranos que monopolizan el poder como dictadores o emperadores,
porque el contexto posterior a la revolución burguesa de 1789 es
completamente diferente a la antigüedad romana. Las clases sociales,
burgueses y proletarios, están bien definidas y su dinámica en la
lucha de clases es muy diferente a cualquier periodo anterior de la
historia europea.
En 1848 hubo en Francia
una nueva revolución, el pueblo francés derrocó a la monarquía de
Julio y estableció un gobierno provisional en una Asamblea
Constituyente. En un principio estuvieron ahí representadas todas
las clases sociales, y las tendencias más opuestas fueron la de la
alta burguesía y el proletariado, que quería una república social.
Mientras la Asamblea dio
a luz a una nueva Constitución, en las calles hubo estado de sitio y
el ejército reprimió, mató, encarceló y desterró obreros. Las
bayonetas fueron las parteras de una nueva Constitución que concedía
muchos derechos, pero todos los condicionaba remitiendo sus límites
a leyes que se harían después. Con esa derrota, el proletariado
quedó excluido de la Asamblea, pero se unió después a cada partido
que se opuso y sufrió la derrota con cada uno de ellos.
Marx vio esta nueva
revolución como una repetición en clave de farsa de la de 1789
porque en la primera revolución burguesa, cada nueva vanguardia que
desplazó a la anterior era más radical y profundizó los cambios
para abrir la sociedad a las condiciones de un mundo capitalista,
barriendo con los restos del régimen feudal. Por el contrario, en
esta revolución de 1848-1852 el grupo más conservador, el partido
del orden, formado por la burguesía propietaria de la tierra
(monarquistas legitimistas) y la financiera e industrial
(monarquistas orleanistas), fue derrotando, mediante la represión,
primero al proletariado socialista, luego a la alianza entre
republicanos y socialistas (la Montaña, primera aparición de la
socialdemocracia) y a las demás facciones republicanas, pero también
cerró el camino a la única forma de dominación burguesa, la
república, que permitió la unidad de esas dos facciones burguesas,
con intereses materiales incompatibles, velados bajo sus fidelidades
monárquicas.
Mientras tanto, Luis
Bonaparte pasó de ser un arribista que llegó con un pequeño grupo
a intentar un golpe de estado fallido a ser electo presidente con el
voto mayoritario del campesinado. Luego fue rivalizando con la alta
burguesía. Le cobró caro a la Asamblea legislativa desaparecer el
sufragio universal y, con el dinero que recibió, formó un grupo de
choque reclutando a individuos del lumpenproletariado y fue cerrando
filas para preparar el golpe de estado, ganando apoyo popular frente
a un partido del orden que tenía cada vez más enemigos, menos
simpatías, más temor a que su dictadura de clase quedara
descubierta, menos capacidad para generar concordia, menos capacidad
de permanecer unido, menos apoyo incluso de la burguesía y más
temor de enfrentar directamente a Luis Bonaparte.
El golpe de estado se fue
cocinando con declaraciones demagógicas, rumores y una masa de
militares y un grupo de choque lumpen (que el caudillo declaró “disuelto”, pero no disolvió), seducidos con salchichones
adobados en ajo, bebidas embriagantes, fiestas, con dinero público y
dinero obtenido en rifas fraudulentas de boletos para venir a
California a buscar oro.
El 18 brumario de Luis
Bonaparte se convirtió, ya para la época de Antonio Gramsci, en
un clásico. Su análisis dio origen al concepto de “bonapartismo”,
que desarrollaron Engels, Lenin, Trotsky y usó el propio Gramsci.
Cuando en la lucha de clases los distintos bandos se desgastan y
llegan a un empate negativo, una situación en la que ningún grupo o
partido tiene la fuerza para ejercer el dominio y la hegemonía, como
el poder político tiene “horror al vacío”, dijo Néstor Kohan,
un hombre providencial asume el mando despótico, dictatorial,
monárquico (no importa si se llama emperador, presidente, secretario
general o primer ministro) y hace prevalecer como interés general el
del capital, al menos ese fue el caso de Luis Bonaparte.
Dado que siempre
aprovechó el prestigio de Napoleón Bonaparte entre los campesinos,
se declaró emperador como Napoleón III, impulsó megaproyectos
modernizadores como el reordenamiento urbano gentrificador de París
(encargado a Georges-Eugène Haussmann), abrió el canal de Suez e
incluso soñó con un canal en el Istmo de Tehuantepec, pues
intervino en México apoyando a Maximiliano de Habsburgo. Al final de
su reinado aflojó o hizo parecer que aflojaba el rigor dictatorial.
En sus intervenciones en
Europa, Luis Bonaparte favoreció la unificación de Italia, el sueño
de Maquiavelo, pero en la guerra contra Prusia fue derrotado por el
ejército de Bismarck y hecho prisionero. El pueblo francés se
levantó e impuso la tercera república. Cumpliendo una profecía de
Marx, el pueblo derribó la estatua de Napoleón Bonaparte.
El bonapartismo es un
concepto que describe bien (como el de príncipe, de Maquiavelo,
Gramsci, Adolfo Gilly y Rhina Roux) el gobierno de los caudillos
mexicanos. Dictadores y presidentes, militares y civiles, liberales y
conservadores como Iturbide, Maximiliano, Juárez, Porfirio Díaz
(llegó al poder como Luis Bonaparte, apelando al derecho al
sufragio), Plutarco Elías Calles (el Maximato), Lázaro Cárdenas
(gobierno cuyo análisis ayudó a Trotsky a definir el bonapartismo),
los presidentes.
El bonapartismo es el
gobierno del poder ejecutivo sin contrapesos ni equilibrios, que
subordina y trata como empleados a los integrantes del poder
legislativo y del judicial, avasalla a toda la burocracia del estado
mexicano y a los gobernantes de entidades federativas y municipios,
tiene un ejército leal y un séquito de intelectuales que le
elaboran su narrativa.
Embebidos en una política
bonapartista y principesca, los mexicanos, como dice de los
brasileños Paulo Freiré en Educación como práctica de la
libertad, no pueden aprender en un día el ejercicio de ser
ciudadanos y no seguidores o vasallos, tienen que adquirir una
conciencia democrática que los haga comprender que sus gobernantes
son sus servidores, sus representantes y delegados, no sus amos.
Pocos mexicanos, como los
magonistas o los actuales zapatistas, pueden decir con toda verdad
que no están buscando cambiar de amo sino ser libres,
autogobernarse. Por ello, pueden expresar, como los zapatistas
chiapanecos, que cambiar de capataz no cambia el finquero. Porque la
oligarquía, como el dinosaurio de Monterroso, sigue ahí, y en
periodos convulsos, echará mano de un hombre providencial para sacar
adelante el interés general de la burguesía y el capital, en nombre
del pueblo, el nacionalismo y la patria, pero con proyectos
capitalistas que hoy en ningún rincón del planeta pueden ocultar su
faz ecocida, feminicida, genocida.
Tal vez es tiempo de que
vayan a tierra las efigies de todos los napoleones y de sus
caricaturas. Pero como escribió Simone Weil, las condiciones
subjetivas son objetivas: sin un pueblo libre que se asuma como
sujeto para provocar ese derribamiento, los napoleones en caricatura
tienen todavía lugar en los palacios.
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Fuente: Arrezafe.blogspot.com