Vicente
Gutiérrez
E.
*
La
importancia
de
los
manejos
comunales
del
conocimiento
y
de
la
abolición
de
la
escuela
en
la
era
del
colapso
energético.
Cada
vez
más
investigadores
parecen
coincidir
en
que
los
picos
de
fuentes
energéticas
no
renovables,
como
los
del
gas
natural,
el
uranio
o
el
carbón,
se
producirán
en
los
próximos
15
años,
lo
que
quiere
decir
que
estamos
entrando
en
una
nueva
etapa
que
se
va
a
caracterizar
por
una
escasez
de
recursos
energéticos
sin
precedentes.
Pensemos
en
el
fin
del
petróleo
barato,
fundamental
para
el
transporte
mundial,
humano
y
de
mercancías
o
en
la
escasez
de
fosfatos,
esencial
para
la
agricultura
intensiva
y,
por
tanto,
esencial
para
poder
alimentar
a
grandes
núcleos
de
población.
Podríamos
agregar
más
datos
aterradores
como
la
pérdida
de
biodiversidad,
el
cambio
climático,
la
extinción
de
especies,
la
acidificación
de
los
océanos
o
el
aumento
de
las
desigualdades
sociales
para
darnos
cuenta
de
que
nos
hallamos
ante
un
despeñadero.
Hay
indicios
suficientes
para
pensar,
por
tanto,
que
estamos
próximos
a
los
colapsos
de
las
sociedades
industriales
o,
si
se
prefiere
la
expresión,
a
un
colapso
civilizatorio.
Claro
que
elaborar
pronósticos
es
siempre
difícil.
El
vaivén
de
los
precios
del
petróleo,
por
ejemplo,
nos
ofrece
la
perspectiva
confusa
de
un
permanente
acercamiento
y
alejamiento
de
ese
horizonte
de
colapso.
Dicho
esto,
conviene
preguntarse
qué
es
lo
que
han
hecho
y
están
haciendo
al
respecto
las
Escuelas
y
Universidades
en
Occidente.
En
realidad,
la
Escuela
–privada,
estatal
o
concertada-
nunca
ha
conducido
a
cambios
reales
en
ese
sentido.
Es
habitual
encontrar
en
los
libros
de
texto
más
utilizados
información
distorsionada
y
errónea
sobre
las
llamadas
energías
renovables,
ignorando,
por
ejemplo,
entre
otras
cuestiones,
que
todas
ellas
son
subsidiarias
del
petróleo.
Además,
en
la
Escuela,
al
igual
que
en
los
medios
de
comunicación
masivos,
siempre
se
oculta
la
gran
vinculación
entre
las
tecnologías
verdes
y
las
tecnologías
industriales,
así
como
sus
requerimientos
energéticos.
Existen,
por
otra
parte,
numerosos
proyectos
de
aprendizaje-servicio
en
el
medio
ambiente
e
incluso
se
habla
de
desarrollar
un
«currículo
ecosocial».
Se
teje
así
toda
una
vasta
apariencia
de
preocupación
que
no
tiene
repercusión,
ni
siquiera
en
el
entorno
inmediato.
Un
breve
análisis
de
las
funciones
específicas
de
la
Escuela
(selección,
jerarquización,
sistematización
o
control
social)
bastan
para
plantearse
seriamente
su
abolición.
Así
pues,
sorprende
el
posicionamiento
de
la
izquierda
y
de
buena
parte
del
movimiento
libertario
-cosa
que
sorprende
aún
más-
ante
el
dispositivo
escolar;
tanto
unos
como
otros
critican
la
Escuela
para,
a
la
vez,
defenderla,
pues
les
basta
con
gestionarla
de
otro
modo,
modificando
o
implementando
ciertos
métodos
o
contenidos,
o
alterando
sencillamente
las
formas
de
examinar.
En
realidad,
los
aparatos
de
la
izquierda
siempre
han
evitado
abordar
la
crítica
radical
de
la
Escuela.
No
tienen
en
cuenta
su
vinculación
con
las
relaciones
de
dominación
capitalistas.
Por
ejemplo,
no
se
cuestionan
la
sociedad
del
trabajo
asalariado
sobre
la
que
la
Escuela
se
asienta.
Lo
cierto
es
que
nos
cuesta
imaginar
una
vida
sin
Escuela.
Aníbal
Ponce
lo
certificó
así:
«Estamos
tan
acostumbrados
a
identificar
a
la
Escuela
con
la
Educación
y
a
ésta
con
el
planteo
individualista
en
que
interviene
siempre
un
educador
y
un
educando,
que
nos
cuesta
no
poco
reconocer
que
la
educación,
en
la
comunidad
primitiva
era
una
función
espontánea
de
la
sociedad,
en
su
conjunto,
a
igual
título
que
el
lenguaje
o
la
moral»1.
Por
fortuna,
y
aunque
no
exista
un
amplio
movimiento
desescolarizador,
sí
que
hay
individualidades
dispersas,
procedentes
de
ámbitos
tan
dispares
como
el
libertario,
el
artístico,
el
literario
e
incluso
el
académico,
que
sí
que
lanzan
inesperadas
críticas
radicales
a
la
Escuela
de
forma
puntual,
o
dejan
la
puerta
abierta
a
otras
alternativas
desde
la
constatación
de
que
la
Escuela
es
un
dispositivo
funesto,
disfrace
como
se
la
disfrace.
Es
el
caso
de
Carlos
Taibo,
quien
con
gran
lucidez
y
bajo
la
perspectiva
de
un
colapso
civilizatorio
afirma
que:
«Habrá
que
contestar
abiertamente
lo
que
hoy
supone
la
educación
en
materia
de
formación
de
esclavos
de
la
sociedad
industrial,
legitimación
de
jerarquías
y
desigualdades,
estímulo
para
la
competición
más
descarnada,
generación
de
consumidores
acríticos
y
aprestamiento
de
personas
pasivas
y
dóciles»
y
que
a
pesar
de
proseguir
diciendo:
«A
falta
de
dinero
público,
cabe
suponer
que
la
mayoría
de
las
escuelas
serán
financiadas
por
las
comunidades
de
base
y
se
regirán
de
manera
autogestionaria»2
unas
páginas
más
adelante
añade:
«parece
urgente
que
el
sistema
educativo
–o
lo
que
fuere-
asuma
la
tarea
de
impartir
conocimientos
en
lo
que
se
refiere
a
agricultura
ecológica
y
materias
afines»3.
Me
gusta
ese
«lo
que
fuere».
Creo
que
la
izquierda
y
el
movimiento
libertario
debería
ahondar
en
ese
«lo
que
fuere»
y
eso
es
lo
que
voy
a
tratar
de
hacer
a
continuación.
A
partir
de
estas
constataciones
propongo
varias
vías
de
actuación
de
cara
a
poner
en
circulación
formas
educativas
no
escolares
que
ayuden
a
afrontar
los
problemas
ecológicos
y
sociales
que
se
nos
avecinan.
Podríamos
hablar,
por
un
lado,
de
un
primer
escenario
caracterizado
por
la
continuidad
alocada
del
desarrollismo
extractivista
y
la
destrucción
de
las
periferias
imperiales
mediante
guerras
de
cuarta
generación
y
procesos
militares
de
saqueo
y,
por
otro
lado,
de
un
segundo
escenario
de
implosión
imperial
caracterizado
por
un
aumento
de
la
conflictividad
social,
y
en
el
que
es
probable
además
que
las
élites
gobernantes
decidan
retornar
a
los
viejos
estados-nación
y,
con
el
fin
de
seguir
manteniendo
sus
privilegios,
implanten
regímenes
ecofascistas.
Lo
que
suceda
en
ese
segundo
escenario,
a
nivel
social
y
ecológico,
dependerá
en
gran
medida
de
la
respuesta
popular
y
de
cómo
se
autoorganicen
y
planten
cara
a
las
nuevas
élites.
La
mayoría
de
propuestas
que
lanzaré
se
enmarcan
dentro
de
ese
primer
escenario.
En
primer
lugar,
considero
que
debemos
iniciar
una
fase
autonomista
del
aprendizaje.
Ya
mismo.
Los
compromisos
revolucionarios
exigen
otra
educación.
Debemos
huir
de
la
Escuela,
urgentemente.
En
cierto
modo
es
algo
que
ya
está
sucediendo
–aunque
de
forma
minoritaria-
por
parte
de
muchas
familias
que
educan
a
sus
hijos
e
hijas
en
casa.
La
educación
en
casa
y
por
extensión,
en
el
barrio,
podría
ser
sin
duda
el
punto
de
partida
para
que
los
niños
y
niñas
inicien
sus
procesos
de
aprendizaje
con
total
libertad.
Esa
es
una
opción
muy
interesante
siempre
que
la
familia
no
convierta
esa
modalidad
de
educación
en
una
imitación
de
la
Escuela4.
Claro
que,
además
de
desarrollar
relaciones
más
fuertes
entre
familiares,
habría
que
reforzar
el
tejido
social
secundario,
con
amigos
y
vecinos,
y
favorecer
otros
modos
de
conducta
basados
en
la
ayuda
mutua
y
la
colaboración.
La
participación
en
los
movimientos
sociales
es
un
buen
camino.
Pero
el
vacío
dejado
por
las
escuelas
podría
llenarse
además
de
muchas
otras
maneras.
En
lo
que
sigue
propondré
algunos
modelos
no
reformistas
que
pueden
sustituir
al
escolar.
Centros
y
Periferias
de
Aprendizaje
Convivencial
Uno
de
los
rasgos
nocivos
de
la
Escuela
más
perniciosos
es,
sin
duda,
su
obligatoriedad
–en
Primaria
y
Secundaria
pero
no
en
Educación
Infantil-
que,
en
realidad,
es
una
obligatoriedad
doble,
si
tenemos
en
cuenta
por
un
lado
la
asistencia
física
y
por
otro
la
necesidad
de
tener
que
obtener
el
título
de
secundaria.
Si
eliminásemos
de
pronto
ese
carácter
asistencial
obligatorio,
la
mayoría
de
las
críticas
radicales
a
la
Escuela
perderían
su
sentido.
Me
explicaré.
Si
la
Escuela
dejase
de
ser
una
enseñanza
obligatoria,
imaginémoslo,
tal
vez
tendría
sentido
seguir
hablando
de
adoctrinamiento,
de
pedagogización,
de
implementación
de
una
ideología
o
de
sometimiento
a
exámenes
y
horarios,
pero
serían
imposiciones
«elegidas»
por
la
persona
que
ha
decidido
acudir
a
la
Escuela
voluntariamente.
He
entrecomillado
el
término
«elegidas»
pues
las
críticas
a
la
Escuela,
llegados
a
ese
caso,
tendrían
más
que
ver
entonces
con
una
cultura
del
esfuerzo
impuesta
desde
los
medios
masivos
de
comunicación
y
con
la
existencia
de
un
sistema
de
trabajo
asalariado
que
impone
en
el
estudiante
la
obligación
al
trabajo,
bajo
la
amenaza
de
quedarse
en
el
paro
o
acabar
en
la
marginalidad.
Esto
nos
lleva
a
la
segunda
de
las
obligaciones:
la
necesidad
de
obtención
del
título
para
poder
acceder
a
ese
trabajo.
Este
fenómeno
es
muy
visible
hoy
en
día
en
la
Educación
Terciaria
y
en
las
distintas
modalidades
de
educación
a
distancia,
aún
en
un
contexto
en
el
que
el
trabajo
asalariado
está
precarizándose
y
reduciéndose;
no
podemos
obviar
que
cada
vez
hay
más
población
de
la
que
la
producción
capitalista
puede
prescindir.
Por
otro
lado,
tengamos
en
cuenta
que
desde
lo
que
Santiago
López
Petit
denomina
poder
terapéutico
se
nos
insta
a
que
nuestra
vida
sea
trabajada,
es
decir,
sea
sometida
a
proyectos
de
vida
o
a
imposiciones
asociadas
al
crecimiento
y
desarrollo
personal,
y
de
ese
modo
el
malestar
social
sea
recuperado
y
reconducido
por
la
misma
dominación.
¿Qué
queda
de
la
Escuela
si
aboliésemos
sólo
su
obligatoriedad?
Pensemos
que
la
eliminación
de
ese
carácter
forzoso
de
la
Escuela
nos
abre
todo
un
mundo
de
posibilidades.
Quiero
decir
que,
por
un
lado,
de
entre
todas
esas
personas
no
«obligadas»
a
estudiar
-o
al
menos
a
estar
allí
físicamente-,
aquellos
y
aquellas
que
decidiesen
–bien
motu
proprio,
bien
por
recomendación
o
con
la
complicidad
de
sus
padres
y
madres-
no
acudir
a
clase,
ya
estarían
en
disposición
de
realizar
otras
actividades
mucho
más
interesantes
y
por
cierto
más
vinculadas
a
un
verdadero
aprendizaje,
a
estudiar
por
otros
medios
o
sencillamente
a
no
hacer
nada.
Pero
si
nos
centramos
en
aquellos
niños,
niñas
y
adolescentes
que
quieran
voluntariamente
ir
a
clase
para
cursar
Primaria
y
Secundaria,
no
sólo
sería
interesante
que
pudieran
hacerlo
en
los
actuales
colegios
e
institutos,
sino
que
pudieran
acudir
a
un
tipo
de
centros
educativos
que
muchas
veces
no
se
tiene
en
cuenta
cuando
se
habla
de
educación
alternativa:
los
Centros
de
Educación
para
Personas
Adultas.
Un
primer
paso
para
la
desescolarización
puede
ser,
entonces,
por
un
lado
la
utilización,
aún
bajo
las
repugnantes
garras
del
Estado,
de
esos
centros
para
que
los
niños
y
niñas
-acompañados
de
sus
padres
y
madres,
u
otros
familiares,
algo
que
el
Estado
hoy
en
día
no
permite-,
y
adolescentes
–acompañados
también
de
sus
padres,
madres
o
abuelos
si
lo
desean-,
sin
prisas
y
sin
plazos,
puedan
cursar
allí
tanto
la
FBI
(Formación
Inicial
Básica)
o
la
ESPA
(Educación
Secundaria
de
Personas
Adultas)
y
obtener
el
título
de
secundaria,
en
convivencia
con
alumnado
adulto.
Habrá
quien
argumente
que
se
deben
respetar
las
peculiaridades
de
cada
tramo
de
edad,
pero
creo
que
el
verdadero
aprendizaje
surge
de
la
diversidad,
en
la
convivencia
de
personas
de
diferentes
edades
y
procedencias.
Casi
una
década
trabajando
como
profesor
en
la
Educación
de
Adultos
me
ha
permitido
comprobar
las
grandes
ventajas
de
esa
mezcla.
Y
podrían
hacerlo,
además,
fuera
de
los
plazos
indicados
por
el
Estado
para
la
Primaria
y
Secundaria
-plazos
que
hoy
en
día
la
ley
establece
entre
los
6
y
16
años-
utilizando
todos
los
años
que
se
deseen.
En
mi
propia
experiencia
en
Centros
de
Adultos
he
dado
con
alumnos
y
alumnas
que
me
han
solicitado
voluntariamente
la
posibilidad
de
repetir
curso,
o
de
ser
reubicados
en
cursos
anteriores,
algo
muy
habitual
en
estos
centros.
Este
tipo
de
alumnado,
que
he
denominado
repetidor
voluntario
o
estudiante
reversible,
es
una
figura
maravillosa,
por
cuanto
atenta
contra
el
ritmo
acelerado,
propio
del
mundo
académico
–en
clara
relación
con
los
ritmos
productivos-,
contra
el
desprestigio
de
los
aprendices
rezagados
y,
en
general,
contra
el
carácter
lineal
de
la
educación
escolar
actual.
Por
otro
lado,
y
de
forma
inversa,
imaginemos
la
posibilidad
de
que
personas
adultas,
en
vez
de
acudir
a
estudiar
en
Centros
de
Educación
de
Personas
Adultas,
lo
hicieran
en
los
mismos
colegios
e
institutos
en
los
que
se
matriculan
los
niños,
niñas
y
adolescentes.
Las
ventajas
serían
abundantes.
Por
citar
sólo
una:
en
esos
nuevos
espacios
educativos
problemas
como
la
violencia
o
el
acoso
escolar
seguramente
serían
casi
inexistentes.
Pero
demos
un
paso
más.
En
este
tránsito
hacia
la
deseada
desestatalización,
se
pueden
generar
espacios
abiertos
de
aprendizaje,
que
podrían
denominarse
Centros
de
Aprendizaje
Convivencial
y
que
podrían
surgir
inicialmente
como
fruto
de
la
fusión
de
los
actuales
colegios,
institutos,
centros
de
adultos
y
aulas
de
la
tercera
edad.
Serían
lugares
similares
a
las
Escuelas
Populares
o
a
los
actuales
Centros
Cívicos
en
los
que
cada
persona
decida
libremente
cuándo
ir
o
cuándo
llevar
allí
a
sus
hijos
e
hijas.
Por
tanto,
la
unificación
de
estos
centros
educativos
es
algo
viable,
incluso
bajo
el
control
estatalista.
Por
supuesto
que
esos
centros
educativos
podrían
instalarse
también
en
lugares
expropiados
a
los
ayuntamientos:
edificios,
plazas,
bosques,
campos
o
solares
abandonados,
pudiendo
pasar
a
denominarse
Periferias
Convivenciales
de
Aprendizaje.
Dicho
esto,
sería
deseable
extraerse
a
todo
aparato
educativo
estatal
y
desarrollar
un
aprendizaje
basado
en
la
acción
autónoma.
El
siguiente
paso
consistiría,
entonces,
en
una
apropiación
de
las
instituciones
estatalizadas
por
parte
del
poder
popular.
El
órgano
responsable
de
la
gestión
de
estos
Centros
de
Aprendizaje
Convivencial
más
apropiado,
una
vez
desvinculadas
del
Estado,
sería
la
asamblea
barrial
-que
bien
podrían
conformarla
unas
300
personas-
y
podría
ser
similar
al
concejo
abierto
de
algunos
pueblos
peninsulares
surgidos
en
la
Alta
Edad
Media.
Para
ello
habría
que
dar
el
salto
cuanto
antes,
de
forma
coordinada,
desde
multitud
de
agrupaciones
vecinales
y
movimientos
sociales,
siempre
desde
la
anomalía,
la
imperfección
y
la
inhabilidad,
y
convertir
el
aprendizaje
mismo
en
un
ataque
al
Estado
y
al
sistema
capitalista.
Se
trata,
en
el
fondo,
de
ir
poniendo
ya
en
práctica
formas
postcapitalistas
y
autoorganizadas
de
educación.
Sabemos
que
la
destecnificación
y
la
crisis
energética
no
garantizan
la
desaparición
de
los
estados,
pues
conocemos
múltiples
casos
de
estados
no
modernos.
Es
más,
puede
que,
aunque
reducidos
sus
radios
de
acción,
esos
estados
se
constituyan
como
estructuras
más
rígidas.
Es
por
eso
que
no
sería
una
buena
estrategia
la
pasividad,
y
esperar
sin
más
la
supuesta
desaparición
de
todo
el
entramado
mafioso
que
tanto
el
Estado
-sus
aparatos
ideológicos-
como
el
capital
privado
han
tejido
en
todos
nuestros
instantes
y
momentos
de
la
vida.
Aquí
la
estrategia
dual
sólo
adquiere
sentido
si
se
toma
el
poder
institucional
para
desmantelarlo
desde
dentro.
Si
pensamos
en
una
fase
más
avanzada,
dentro
de
ese
primer
escenario
de
crisis
imperial,
y
ante
un
posible
-y
deseable-
debilitamiento
del
Estado,
el
movimiento
popular
debería
irse
infiltrando
en
las
instituciones
educativas
municipales
y
estatales
para
arrebatárselas,
creando
así
circuitos
propios
para
la
educación
comunitaria,
organizados
desde
abajo,
haciendo
presentes
múltiples
líneas
de
fuga,
de
salida
del
mando
capitalista.
La
ansiada
desaparición/destrucción
paulatina
del
Estado
iría
pareja
a
la
desaparición
de
la
educación
«reglada»
-que
es
la
que
está
sometida
a
currículos
oficiales-
y
al
sistema
de
expedición
de
títulos
homologados
asociado,
dejando
vía
libre
a
formas
de
educación
no
estatales.
Manuel
Casal
Lodeiro,
en
su
obra
La
izquierda
ante
el
colapso
de
la
civilización
industrial.
Apuntes
para
un
debate
urgente,
un
libro
que
ayuda
a
entender
los
distintos
posicionamientos
de
la
izquierda
ante
el
colapso,
los
llama
«Sistemas
de
enseñanza
público-comunitaria
no
estatales»5.
En
el
artículo
«Educación
libre
y
comunitaria»,
publicado
en
el
periódico
¡Rebelaos!…
y
germinemos
la
semilla
de
la
revolución
integral,
se
apunta
en
esa
dirección
cuando
se
habla
de
crear
«Oficinas
de
educación
y
espacios
de
aprendizaje
colectivo»
y
explican:
«El
aprendizaje
autónomo
y
autodidacta
se
enriquece
exponencialmente
si
se
da
en
un
marco
colectivo.
Por
ello
es
importante
facilitar
la
creación
de
estos
espacios
de
aprendizaje
colectivo,
abiertos
y
autogestionados,
donde
el
procomún
pueda
expandirse.
[…]
un
nuevo
modelo
de
autogestión
comunitaria,
donde
todo
el
entorno,
colabore
para
que
la
sostenibilidad
de
los
espacios
educativos
no
dependan
sólo
de
las
aportaciones
económicas
de
las
familias,
sino
del
compromiso
y
apoyo
mutuo
de
todos
los
vecinos»6.
En
realidad,
este
tipo
de
propuestas
no
tienen
nada
de
utópicas.
Son
muchos
los
grupos
de
autoaprendizaje
y
aprendizaje
mutuo
que
hoy
en
día
deciden
organizarse
con
total
independencia
respecto
de
instituciones
y
empresas,
decidiendo
qué
conocimientos
se
desean
adquirir
o
intercambiar.
Sirvan
de
ejemplo
los
talleres,
grupos
de
lectura,
de
apoyo
y
ayuda
mutua
existentes
hoy
en
día
en
numerosos
centros
sociales
okupados
y
librerías
asociativas.
Tampoco
es
utópico
que
en
estos
grupos
existan
varios
profesores
o
profesoras
(o
facilitadores,
el
nombre
es
lo
de
menos)
o
que
la
figura
del
profesor
vaya
rotando
entre
los
propios
participantes.
En
alguno
de
los
Centros
de
Adultos
en
los
que
he
trabajado,
por
poner
otro
ejemplo,
varios
alumnos
o
alumnas
de
determinados
talleres
han
terminado
impartiendo
ellos
mismos
un
taller,
en
calidad
de
profesor.
Lo
deseable
es
que
en
las
décadas
venideras
tales
prácticas
vayan
desplazando
y
acaben
sustituyendo
tanto
al
turismo
y
el
ocio
mercantilizados,
como
a
las
consabidas
terapias
ocupacionales
en
donde
la
gente
es
convertida
en
«enferma»
y
confinada
a
la
autoayuda
–en
soledad-
o
se
la
instiga
a
permanentemente
a
«realizarse».
Ahí
cabe
todo:
el
juego
colectivo,
el
anti-crecimiento
o
la
propia
deriva.
No
esconderé
mi
afinidad
con
las
propuestas
de
algunas
vanguardias
como
convertir
el
espacio
rural
o
urbano
en
un
espacio
para
el
deseo
y
la
vida
liberada,
como
plantearon
los
situacionistas
con
su
Urbanismo
Unitario.
Asimismo,
sería
muy
interesante
la
activación
de
un
periodismo
autogestionado
por
los
propios
vecinos
y
vecinas,
que
creen
sus
propias
agencias
y
medios
comunicación
desde
abajo,
produciendo
teletipos
con
información
vinculada
a
la
comunidad,
editando
fanzines
en
papel,
revistas
barriales
-configurando
sus
propias
redes
de
distribución-
o
impulsando
radios
locales.
Y
yendo
más
lejos
esas
prácticas
educativas
podrían
extenderse
más
allá
de
esos
emplazamientos
para
abarcar,
como
ya
propusiera
Ivan
Illich,
todos
los
rincones
del
entramado
social
mediante
una
inmersión
en
las
propias
dinámicas
sociocomunitarias.
La
educación
sólo
tiene
sentido
cuando
el
aprendizaje
se
embebe
en
todas
las
diferentes
actividades
de
la
comunidad.
Recientemente
Pedro
García
Olivo,
en
un
texto
con
el
que
presenta
su
nuevo
ensayo
La
Escuela
y
su
otro,
ha
escrito
lo
siguiente:
«Dentro
del
grupo
nómada,
los
niños
participaban
también
en
todas
las
tareas
relacionadas
con
la
subsistencia
colectiva,
desde
la
recolección
hasta
los
espectáculos,
desde
la
búsqueda
de
alimentos
o
el
cuido
de
los
caballos
hasta
las
formas
diversas
de
obtener
los
recursos
dinerarios
imprescindibles,
reparando
objetos,
bailando,
cantando,
etcétera.
Y
en
tales
momentos,
como
cuando
los
hijos
de
los
pastores
y
de
los
pequeños
campesinos
acompañaban
a
los
mayores
a
las
labores,
la
educación
comunitaria
alcanzaba
uno
de
sus
momentos
cenitales»7.
Partiendo
de
que
sería
imposible
trasladar
esta
educación
comunitaria
o
nómada
a
las
ciudades
y
pueblos
del
Occidente
actual,
sí
que
podría
servirnos
de
inspiración
para
ir
instituyendo
prácticas
que
fomenten
la
participación
y
la
implicación
de
todos
y
todas
en
todas
las
responsabilidades
comunitarias.
En
ese
sentido
a
través
de
grupos
vecinales
o
grupos
de
crianza
podrían
realizarse
periódicamente,
padres,
madres,
hijos
e
hijas
juntos,
visitas
a
fábricas,
talleres,
hospitales,
cárceles
o
geriátricos
–donde
se
les
«obligue»
por
ejemplo
a
realizar
tareas
de
cuidado
de
sólo
una
hora
a
la
semana-,
participar
en
asambleas
vecinales
y
recorrer
campos,
bosques
y
playas
en
interminables
derivas
colectivas.
De
ese
modo,
y
siguiendo
el
modelo
de
muchas
comunidades
indígenas
los
niños,
niñas
y
adolescentes,
en
vez
de
estar
encerrados
en
un
aula,
podrían
atravesar
todos
los
puestos
y
cargos
de
responsabilidad
de
su
comunidad
de
forma
cíclica,
así
como
los
lugares
destinados
para
el
juego
y
la
producción,
de
modo
que
no
se
sintiesen
meros
sujetos
pasivos.
Se
trata
de
liberar
a
niños,
niñas
y
adolescentes
del
infierno
escolar,
pero
también
liberar
al
ser
humano
de
ese
gueto
llamado
infancia,
y
que
estos
y
estas
aprendan
conocimientos
–si
es
que
lo
desean-,
hábitos,
modos
de
producción
e
incluso
problemáticas
relacionadas
con
su
comunidad
a
la
luz
de
la
vida
en
sociedad.
A
este
tipo
de
propuestas
de
Ivan
Illich
las
denominó
«tramas
educacionales».
Ahora
bien,
aquellas
actividades
destinadas
a
crear
y
compartir
conocimientos
que
afecten
colectivamente
a
todos
los
miembros
de
la
comunidad
y
a
sus
ecosistemas,
serían
acordados
o
priorizados
por
la
asamblea
barrial
y
tendrán
que
ver
de
forma
preferente
con
sus
necesidades
inmediatas,
relativas
a
la
subsistencia
del
grupo
y
a
la
sustentabilidad.
Si
pensamos
en
la
Escuela
actual
es
fácil
comprobar
que
los
contenidos
en
ella
abordados
no
tienen
nada
que
ver
con
las
necesidades
reales
del
alumnado.
El
conocimiento
escolar
depende
de
instancias
separadas
de
las
clases
medias
y
bajas
de
la
sociedad,
que
se
desentienden
por
completo
de
sus
verdaderos
problemas.
Así,
bajo
la
perspectiva
de
un
posible
colapso,
sería
más
provechoso
priorizar
los
conocimientos
de
proximidad
(acuíferos
cercanos,
tipo
de
vegetación
del
entorno,
plantas
silvestres
comestibles
y
medicinales,
elaborar
ropa,
edificar
casas,
reconocer
zonas
cultivables…)
y
los
conocimientos
relacionales,
que
aborden
entre
otros
asuntos
la
espinosa
cuestión
del
cuidado,
para
lo
cual
es
fundamental
desarrollar
una
percepción,
una
sensibilidad,
un
pensamiento
y
un
régimen
de
signos
compartido.
Por
otro
lado,
no
podemos
obviar
que
el
capitalismo
fosilista
ha
convertido
el
conocimiento
–y
muy
especialmente
el
conocimiento
tecnológico-
en
mercancía
y
como
toda
mercancía
su
precio
en
el
mercado
oscila
en
función
de
la
rentabilidad
y
los
beneficios
de
las
empresas.
Y
en
ese
proceso
de
mercantilización
de
los
conocimientos
la
Escuela
también
se
ve
afectada.
Por
eso
presenciamos
cómo
el
discurso
tecnolátrico
y
la
tecno-pedagogía
más
vil
–con
su
matraca
ideológica-
va
teniendo
cada
vez
más
presencia
en
los
centros
escolares.
Lo
ha
dicho
Corsino
Vela
de
forma
magistral:
«La
intervención
de
las
firmas
tecnológicas
en
los
centros
de
enseñanza
–mediante
los
acuerdos
universidad-empresa,
la
creación
de
aulas
especiales
y
los
planes
de
formación
directamente
impartidos
en
las
empresas-
muestra
esa
creciente
sumisión
del
conocimiento
(y
de
su
propia
producción)
a
los
imperativos
de
la
acumulación
de
capital»8.
Hace
falta,
entonces,
desmercantilizar
los
conocimientos.
Es
evidente
que
necesitamos
generar,
difundir
y
compartir
otro
tipo
de
conocimientos
que
no
dependan
de
esa
participación
de
los
saberes
en
la
acumulación
de
capital
sino
que
respondan
a
las
verdaderas
necesidades
de
todos
y
todas
los
miembros
de
la
comunidad.
Paralelamente,
ante
un
hipotético
y
progresivo
ocaso
de
tecnologías
como
Internet,
la
telefonía
móvil
o
la
radio,
sería
muy
recomendable
ir
ya
elaborando
y
experimentando
aprendizajes
sin
mediación
tecnológica
o
con
una
tecnología
más
básica,
de
la
que
todos
y
todas
tengamos
cierto
control.
No
olvidemos
que
la
tecnología
es
un
medio
que
no
ha
sido
diseñado
por
las
capas
más
bajas
de
la
pirámide
social
sino
por
el
complejo
industrial-militar
y
los
dueños
de
las
grandes
corporaciones.
Hacia
un
aprendizaje
ecotópico
Pero
también,
como
ya
propuso
James
W.
Botkin,
es
necesario
un
aprendizaje
de
anticipación
que
nos
permita
si
no
frenar,
al
menos
prepararnos
para
afrontar
el
ecocidio
al
que
nos
ha
conducido
la
Modernidad.
¿Pero
hay
posibilidades
de
elaborar
un
eco-aprendizaje
voluntario
y
horizontal
en
Occidente
que
frene
el
ecocidio?
¿Hay
tiempo
para
anticiparse
al
desastre?
¿Acaso
el
desastre
ecológico
es
ya,
desgraciadamente,
imparable
e
inminente?
Hablar
de
aprendizaje
de
anticipación
tal
vez
ya
no
sirva
para
nada.
Recurriendo
a
una
metáfora
muy
usada
por
Jorge
Riechamnn,
el
Titanic
ya
no
puede
evitar
el
golpe
con
el
iceberg.
Quizá
ese
aprendizaje
nos
pueda
servir,
siendo
optimistas,
para
girar
«un
poco»
el
timón
y
que
el
golpe
no
sea
frontal.
Lo
cierto
es
que
como
poco
debimos
habernos
anticipado
hace
30
años,
pero
de
nada
sirvieron
estudios
como
el
realizado
por
el
Club
de
Roma
titulado
Los
límites
del
crecimiento
–y
sus
sucesivas
reediciones-
acerca
de
la
escasez
de
algunos
recursos
y
el
ecocidio
que
se
nos
venía
encima,
ni
tampoco
los
cientos
de
grupos
ecologistas
y
ambientalistas
que
advirtieron
incansablemente
del
desastre.
Dicho
esto,
aunque
el
desarrollismo
ya
haya
hecho
mucho
daño,
un
daño
tal
vez
irreversible,
nuestra
actitud
no
debe
ser
otra
que
la
de
evitar
el
desánimo
y
frenar
el
destrozo;
salvar
lo
que
se
pueda
salvar,
por
poco
que
sea.
Durruti
ya
vaticinó
a
comienzos
de
siglo
que
la
burguesía
no
iba
a
dejar
más
que
ruinas
tras
de
sí,
y
aun
así
apeló
a
la
esperanza.
Si
lo
que
queremos
es
construir
«otro
mundo»
sobre
las
ruinas
del
anterior
habría
que
aprender
a
vivir
de
otra
manera,
en
condiciones
de
igualdad
y
de
justicia,
y
con
menos
esclavos
energéticos
a
nuestra
disposición.
Manuel
Casal
Lodeiro
señala
la
necesidad
de
realizar
«una
labor
de
pedagogía
social»9
para
concienciarnos
de
la
situación
de
colapso
en
que
nos
hallamos,
y
de
la
necesidad
de
un
cambio
en
nuestro
modo
de
vida.
Queramos
o
no,
los
esclavos
energéticos
por
persona
descenderán
–lo
más
probable
que
de
forma
desigual
y
a
diferentes
ritmos-
y
es
algo
a
lo
que
debemos
plantar
cara,
para
ir
diseñando
nuevos
modos
de
organización
social.
Es
por
eso
que,
en
ese
primer
escenario
de
cara
a
concienciarnos
en
ese
sentido,
estos
Centros
de
Aprendizaje
Convivencial,
bajo
la
forma
de
Institutos
de
Investigación
Especializados,
Centros
de
Formación,
Ateneos
Populares
o
Espacios
de
Debate
y
Reflexión,
podrían
funcionar
como
lugares
donde
intercambiar
información
sobre
cuestiones
relacionadas
con
el
medio
ambiente
pero
también
para
tomar
decisiones
que
sean
respetuosas
con
éste
y
con
las
comunidades
vecinas.
Serían,
en
general,
los
lugares
donde
fomentar
el
uso
público
de
la
razón,
bajo
todas
las
formas
imaginables:
reuniones
vecinales,
charlas
informativas,
debates
diversos,
talleres
de
alimentación
saludable,
clubes
de
intercambio
de
sueños,
grupos
de
lectura
y
escritura,
de
autosanación
y
ayuda
mutua,
de
autoconsumo
o
de
deserción
digital.
Pero
también
lugares
donde
ejercitar
un
pensamiento
mítico
que
elabore
otros
imaginarios
diferentes
de
los
de
la
publicidad
y
el
cine
de
las
élites.
De
ese
modo
podremos
descontaminarnos
de
la
propaganda
tecnolátrica
escolar
y
de
los
medios
de
comunicación
masivos,
e
ir
familiarizándonos
todos
y
todas
con
términos
como
«tasa
de
retorno
energético»,
«tecnosfera»,
«biomímesis»,
«esclavo
energético»
o
«límites
biofísicos»,
ladrillos
con
los
que
poder
construir
un
pensamiento
ecotópico,
y
desarrollar
procesos
de
análisis
rigurosos
–que
no
irían
reñidos
con
la
elaboración
colectiva
de
creencias
pragmáticas-
que
puedan
afrontar
los
problemas
tan
serios
que
se
nos
avecinan.
Por
supuesto
que
a
estos
espacios
podrán
asistir
y
participar
personas
que
«sepan»
más
que
otros;
una
educación
horizontal
no
va
reñida
con
la
existencia
de
personas
que
tengan
más
conocimientos
y
más
experiencia
que
otras.
Guiomar
Castaños
describe
muy
bien
el
papel
de
esas
personas
que
sencillamente
saben
más
de
algo,
al
referirse
a
las
célebres
propuestas
del
municipio
libre,
un
modelo
de
comunidad
que
«sitúa
la
decisión
última
sobre
las
infraestructuras
(caminos,
molinos,
fábricas)
en
la
asamblea
de
habitantes
del
pueblo,
dejando
a
los
técnicos
un
papel
de
asesoramiento
a
la
asamblea
y
realización
de
los
planteamientos,
pero
sometidos
a
la
decisión
de
las
asambleas
de
municipios
afectados»10.
Pero
eso
sí,
si
verdaderamente
queremos
construir
espacios
para
el
aprendizaje
horizontal
y
participativo
deberíamos
huir
de
la
tiranía
de
los
«expertos».
Los
«expertos»,
según
James
Petras,
no
son
más
que
los
ideólogos
del
sistema-mundo
y
como
tales
deberían
ser
excluidos
de
estos
procesos
populares.
Es
por
eso
que
si
pretendemos
construir
un
aprendizaje
autónomo
y
emancipador
sería
muy
recomendable
prohibir
su
acceso
a
esos
Centros
de
Aprendizaje
Convivencial,
así
como
el
de
aquellos
conferenciantes
o
ponentes
procedentes
del
lobby
financiero,
químico,
farmacéutico
o
energético,
pues
su
función
no
es
otra
que
la
de
constituir
verdades
institucionales
al
servicio
del
capital.
El
conocimiento
institucional
que
promueven,
con
el
apoyo
de
grandes
maquinarias
de
expresión
al
servicio
de
los
poderosos,
nos
homogeniza,
nos
moviliza
y
nos
captura
a
través
del
dispositivo
más
perverso:
la
opinión
pública
que
es
convertida
en
saber
público.
Es
por
eso
que
estos
Centros
de
Aprendizaje
Convivencial
no
servirán
solamente
para
difundir
conocimientos
relacionados
con
la
ecología
sino
para
contrarrestar
la
inmensa
propaganda
de
las
grandes
empresas
y
multinacionales,
como
por
ejemplo
aquellas
que
impulsan
las
tecnologías
supuestamente
alternativas.
Pero
no
deberíamos
confinar
esa
pedagogía
ecológica
en
esos
centros
pues
tales
aprendizajes
deberían
extenderse
a
la
propia
vida
cotidiana.
En
ese
sentido
apunta
Luis
González
Reyes
cuando
resalta
la
importancia
de
«articular
la
comunicación
desde
el
hacer
más
que
desde
el
decir.
Los
entornos
en
los
que
nos
movemos
construyen
nuestro
sistema
de
valores.
[…]
más
clave
que
los
discursos
que
articulamos
son
las
prácticas
que
promovemos.
Además,
relacionarnos
a
través
de
las
prácticas
y
no
de
los
discursos
diluye
las
barreras
que
nos
ponemos
ante
ideologías
ajenas»11.
Necesitamos
otros
conocimientos,
conocimientos
sólidos,
que
emerjan
entre
nosotros
y
nosotras,
en
la
vida
cotidiana,
durante
la
realización
misma
de
proyectos
colaborativos
y
cualquier
dinámica
solidaria,
fuera
incluso
de
las
instituciones
populares,
para
hacernos
salir
de
esa
movilización
global
e
hiperactiva
que
nos
impone
la
dominación.
Esos
otros
conocimientos,
que
podrían
calificarse
como
conocimientos
anómalos
–considerados
anómalos
por
los
poderosos-
son
vectores
de
vida
contra
esa
verdad
líquida
y
mutante
que
actualmente
nos
rodea.
Tengamos
en
cuenta
que
el
conocimiento
anómalo
es
siempre
problemático,
lo
que
nos
obliga
a
pensar
y
a
vivir.
Además,
todo
conocimiento
anómalo,
aun
en
contradicción
con
otro
conocimiento
anómalo,
aún
en
permanente
fricción
con
otro
conocimiento
anómalo,
atraviesa
y
rasga
los
discursos
programados.
Es,
por
eso,
un
conocimiento
orientado
a
la
lucha;
un
acto
de
sabotaje,
pues
escapa
a
la
norma
y
hace
posible
la
interrupción
del
discurso
del
poder.
Podrían
surgir,
por
tanto,
auténticas
guerrillas
de
autoaprendizaje,
que
se
formen
en
diferentes
ámbitos
para
rechazar
los
saberes
oficiales.
En
ese
sentido
Mathieu
Rigouste
habla
de
una
«contra-investigación
popular,
colectiva,
con
inteligencia
colectiva.
Y
creo
que
hay
que
continuar
a
desarrollar
cosas
así,
a
través
de
estas
redes
de
contra-investigación.
Es
así
como
se
construye
apoyo
mutuo,
bondad,
encuentro,
que
permiten
imaginar
y
construir
poco
a
poco
estructuras
de
autonomía
del
conocimiento,
que
sustituirán
esta
tragedia
llamada
Educación
Nacional»12.
Es,
con
todas
las
limitaciones
que
se
quiera,
la
única
forma
de
actuar
contra
las
mentiras
de
los
poderosos,
la
gran
ignorancia
ecológica
y
el
gran
desinterés
ante
el
ecocidio,
que
inundan
todos
los
rincones
de
la
sociedad.
Para
ello
es
fundamental
que
todas
y
todos
desarrollemos
conciencia
de
colapso,
afrontando
la
cruda
realidad
que
se
nos
avecina.
Recuperar
el
territorio
para
un
nuevo
aprendizaje
Otro
asunto
relevante
e
inexcusable
es
la
defensa
del
territorio.
La
violencia
puede
que
sea
el
último
recurso
que
nos
quede
para
frenar
el
ecocidio
desarrollista.
Tal
vez
no
nos
quede
más
remedio
que
desarrollar
desde
ahora
una
pedagogía
de
la
defensa
del
territorio,
a
escala
local,
basada
en
tácticas
variadas
de
sabotaje
y
de
acción
directa
contra
proyectos
energéticos
e
infraestructurales,
planes
urbanísticos
de
remodelación,
construcción
de
centrales
nucleares
y
su
consiguiente
dispersión
de
residuos,
nuevas
concesiones
mineras,
nuevas
prospecciones
del
fracking,
o
contra
la
expropiación
de
tierras
para
la
construcción
de
nuevos
complejos
turísticos
o
de
cualquier
proyecto
faraónico
que
dañe
aún
más
el
medio
ambiente.
Cualquier
forma
combativa
comunitaria
que
pongan
freno
al
ecocidio
y
al
terrorismo
medioambiental,
ilegal
o
violenta,
será
válida,
siempre
que
sea
apoyada
por
el
movimiento
popular.
Se
trata
de
un
aprendizaje
que
bien
sabemos
que
ya
se
ha
iniciado,
en
numerosos
frentes,
como
es
el
caso
del
movimiento
anti
TAV
en
el
Valle
de
Susa,
la
lucha
mapuche
cuyos
territorios
están
amenazados
por
la
industria
forestal,
las
comunidades
indígenas
de
Dakota
del
Norte
en
su
lucha
contra
la
construcción
de
oleoductos
o
la
lucha
de
los
pasiegos
contra
las
prospecciones
del
fracking.
Pero
si
queremos
construir
un
aprendizaje
vinculado
a
los
ecosistemas,
a
la
tierra
y
su
sostenibilidad
y
que
además
genere
y
difunda
conocimientos
relacionales,
será
necesario
no
sólo
defenderlo
sino
recuperarlo,
algo
que
hoy
por
hoy
se
nos
presenta
imposible,
dado
que
el
capital,
con
su
urbanismo
desarrollista
y
procesos
gentrificadores,
ha
colonizado
ya
todos
los
espacios.
Así
y
todo,
tarde
o
temprano
la
lucha
por
arrebatárselo
a
la
moribunda
maquinaria
capitalista
llegará.
Pensemos
en
un
hipotético
segundo
escenario
en
el
que
el
capitalismo
haya
empezado
a
implosionar,
el
saqueo
de
los
recursos
naturales
de
las
periferias
sea
ya
inviable
y
la
conflictividad
social
sea
insostenible.
Entonces
los
nuevos
excluidos
y
desertores
voluntarios
de
un
capitalismo
moribundo
deberían
aprovechar
ese
contexto
de
dominación
de
baja
energía
para
recuperar
el
poco
terreno
productivo,
cultivable
y
habitable,
configurando
las
nuevas
comunidades
postimperiales13.
Pero
recuperar
el
territorio,
en
ese
contexto
de
crisis
energética
y
ecológica
agudizada,
equivale
a
expropiar
y
ruralizar.
En
ese
sentido
habría
que
tomar
nota
de
procesos
como
las
revueltas
bagaudas
que
se
produjeron
en
la
Galia
y
en
parte
de
Hispania
desde
el
siglo
V
hasta
el
siglo
X
y
que
permitieron
la
expropiación
de
tierras
pertenecientes
al
Estado
romano
y
a
los
antiguos
terratenientes,
pero
que
también
favoreció
el
surgimiento
de
una
institución
popular
de
la
que
se
habla
muy
poco:
el
comunal,
un
concepto
que
también
se
ha
conocido
tradicionalmente
como
bienes
comunales
y
que
hace
referencia
tanto
a
territorios
cultivables,
ríos
y
costas
para
pescar,
como
a
cualquier
otro
bien
que
haya
sido
puesto
al
servicio
de
la
comunidad,
por
ejemplo
molinos
o
fraguas.
Nuria
Alonso
Leal
y
Yolanda
Sampedro
Ortega
lo
definen
así:
son
«bienes
ligados
habitualmente
a
recursos
naturales
cuyo
aprovechamiento
corresponde
al
común
de
los
vecinos.
Los
bienes
comunales
tradicionales
son,
fundamentalmente,
un
modelo
de
relación
de
las
comunidades
con
su
territorio
mediante
una
forma
propia
de
aprovechamiento»
y
aclaran
que
«En
los
comunales
tradicionales,
los
bienes
son
de
las
comunidades
que
gestionan,
pero
lo
son
desde
una
posición
muy
especial
en
cuanto
al
concepto
de
propiedad:
hablamos
de
una
propiedad
situada
en
un
espacio
que
no
es
ni
privada
ni
pública
al
uso»14.
Siguiendo
esta
idea
podríamos
definir
el
comunal
educativo
como
aquellos
espacios
–ni
privados,
ni
estatalizados-
y
relaciones
donde
se
generen,
compartan
y
difundan
conocimientos,
saberes,
creencias
pragmáticas,
mitos
colectivos,
quereres
y
habilidades
que
sirvan
para
satisfacer
las
necesidades
de
una
comunidad.
Es
importante
que
esos
procesos
comunitarios
de
aprendizaje
no
vengan
impuestos
ni
por
parte
de
ningún
Estado,
ni
por
parte
de
ninguna
empresa
transnacional.
Por
otro
lado,
construir
un
verdadero
comunal
educativo
exige
acabar
no
sólo
con
las
Escuelas
estatales,
privadas
o
concertadas
sino
además
con
todas
las
instituciones
educativas
del
capital,
como
por
ejemplo
con
las
universidades
privadas
de
élite
y
los
institutos
de
negocios
donde
los
hijos
e
hijas
de
los
dueños
de
las
grandes
empresas
y
de
los
políticos
se
preparan
para
formar
parte
de
la
élite
futura,
instituciones
inaccesibles
para
los
hijos
e
hijas
de
las
clases
bajas
y
excluidos.
Abolir
la
Escuela
es
abolir
también
esas
otras
instituciones.
No
es
mi
objetivo
adentrarme
en
el
análisis
de
cómo,
en
ese
segundo
posible
escenario,
una
educación
popular,
horizontal
y
autogestionada,
despojada
ya
de
la
injerencia
escolar
estatalista,
pueda
frenar
el
avance,
en
el
sur
de
Europa,
de
peligrosos
movimientos
reaccionarios
como
el
ecofascismo,
grupos
paramilitares
como
los
surgidos
por
toda
América
Latina
o
la
llegada
de
indeseables
regímenes
autoritarios
que
amparen
inimaginables
formas
de
esclavitud
humana.
Estimo
que
tales
prácticas
educativas
comunalizadas
puedan
hacer
surgir
una
nueva
conciencia
de
clase
que
permita
oponernos
tanto
a
modelos
de
explotación
esclavista,
como
a
la
lucha
colonial
por
los
recursos
escasos
y
alentar
la
esperanza
de
una
convivencia
sin
dominación.
Al
menos
servirá
para
señalar
a
los
verdaderos
culpables
del
ecocidio,
del
paulatino
deterioro
del
nivel
de
vida
y
del
aumento
de
las
desigualdades
sociales,
e
impedir
que
se
les
eche
la
culpa
a
los
habituales
cabezas
de
turco:
parados,
inmigrantes
y
nuevos
excluidos
de
la
economía
global.
Pero
eso
sería
objeto
de
otro
artículo
más
extenso.
[Tomado
de
https://culturayanarquismo.blogspot.com/2020/10/hacia-el-comunal-educativo.html.]
Fuente: Periodicoellibertario.blogspot.com