III
Si bien el carácter público, de último recurso y pacífico, así como el compromiso ético-político con la democracia son rasgos que hacen efectivamente civil a la desobediencia, parece exagerado, en cambio, pedir más en cuanto a su justificación, como hacen no pocos teóricos académicos y la mayoría de los medios de comunicación cuando juzgan los movimientos de desobediencia civil en la actualidad. Puede concretarse un poco más: son exageradas, en mi opinión, las exigencias, sin más consideraciones, de aceptación de la sanción (tal cual se deriva de la legislación penal vigente) por parte del desobediente, de autolimitación en cuanto al respeto a la totalidad del sistema democrático realmente existente (que sigue siendo imperfecto, limitado, demediado) y de renuncia explícita y apriorista a toda forma de violencia.
El hecho de que el desobediente acepte civilmente que su resistencia o su insumisión a tal ley puede llevarle a la cárcel no tiene por qué implicar la renuncia a denunciar otras leyes concomitantes que, aplicadas en su caso o en el de su colectivo, conducirían a la injusticia comparativa, como se ha puesto de manifiesto, en España, en el caso de la desobediencia civil al gasto militar o a la prestación social sustitutoria.
El hecho de que el desobediente acepte civilmente limitar su acción a tal ley o legislación concreta que considera injusta, y lo haga con voluntad pacífica, no implica que tenga que renunciar a criticar el sistema sociopolítico en su conjunto y a actuar en favor de una sociedad mejor (más justa, más igualitaria, más armónica que las democracias representativas realmente existentes), pues precisamente la civilidad de la actuación como ciudadanos puede obligar a ir más allá de la limitación de la protesta a un solo asunto, tanto más en una situación que la generalidad acepta definir como de globalización. Como sabía bien Aristóteles, democracias hay varias (y otras posibles), de manera que, desde una perspectiva ético-política, la lealtad a la democracia (así, en singular) es una cuestión sobre la que habrá que deliberar, no un asunto resuelto de una vez por todas.
Por último, el hecho de que el desobediente o el colectivo que propugna la desobediencia civil se declare, en principio, pacífico y ejerza la desobediencia pacíficamente no tiene por qué implicar la renuncia explícita a toda forma de violencia defensiva y para siempre. No hay Estado moralmente justificado para exigir eso a sus ciudadanos mientras haya desigualdad e injusticia en el mundo y mientras éstas tengan que ver con las actuaciones concretas de los Estados o del imperio. Éste es el aspecto de la desobediencia civil más controvertido en la actualidad.
No hará falta aceptar la idea de que la violencia es la comadrona de la historia, ni insistir particularmente en la observación de que, por lo general, los derechos no se otorgan sino que se conquistan (frente a la violencia de quienes no quieren ceder sus privilegios a los que dan forma de ley), ni siquiera aceptar la idea, tan extendida, de que entre derechos iguales decide la violencia, para ponerse de acuerdo en que existen circunstancias en las cuales la resistencia al mal social y a la injusticia obliga al desobediente a ejercer ciertas formas de violencia defensiva. Sólo que hay violencia y violencia. Hasta el “cordero de dios” lo tuvo en cuenta. Por eso, no son pocos los defensores de la desobediencia civil que actualmente admiten al menos cierta forma de violencia en el ejercicio de la misma.
Al llegar ahí, y tratar de concretar, hay que precisar más, obviamente, de qué violencia se está hablando, pues el lenguaje cotidiano no siempre distingue entre un concepto amplio de violencia (que incluye la violencia “estructural”, la violencia psicológica o moral, el denominado acoso moral, la violencia “simbólica” o la violación de una norma generalmente aceptada) y un concepto restringido de violencia que la identifica con el uso de la fuerza física sobre las personas o las cosas.
Una segunda precisión, que tiene en cuenta el carácter colectivo de la desobediencia civil y su intención ético-política, consistiría en admitir, de acuerdo con la psicología de masas, que cuando la desobediencia civil se presenta vinculada explícitamente a una práctica social emancipadora o liberadora es difícil excluir totalmente el uso de alguna forma “calculada” de la violencia incluso en su acepción restringida. Para seguir dando toda su fuerza al término “civil”, tiene que entenderse aquí la palabra “calculada” no en el sentido de una instrumentalización o manipulación del medio, sino en el sentido de la relación medios-fines, es decir, como previsión que no descarta el uso legítimo de alguna violencia (incluso física) y que por ello se autocontiene y mantiene la violencia propia dentro de ciertos límites. Habermas, en su defensa moderada de la desobediencia civil como piedra de toque de la sociedad democrática, prefiere hablar de violencia “simbólica”, entendiendo por tal la implicación según la cual el desobediente viola la norma generalmente aceptada como medio de apelación a la mayoría para que ésta rectifique, aunque siempre recurriendo, en la expresión de la protesta, a los mismos principios constitucionales a los que la mayoría recurre para legitimarse.
De todas formas, más allá de las discrepancias que puedan darse (y que se dan) sobre si la no-violencia ha de ser o no sustancialmente constitutiva de la desobediencia civil, parece razonable aceptar el argumento de Juan Ignacio Ugartemendia cuando dice que no se podrá considerar “civil” el acto de desobediencia más allá de cierto límite y que este límite sería la presencia en la conducta del desobediente de una violencia entendida como estrategia premeditada que desprecia los derechos fundamentales y la libre formación de la voluntad democrática.
Es cierto que los defensores históricos de la práctica de la desobediencia civil criticaron en términos generales la violencia física y se manifestaron en favor de la no-violencia. Esa es, en lo sustancial, la enseñanza de Thoreau, de Tolstoi, de Gandhi, de Luther King y de tantos otros. Pero también lo es que el objeto central de su crítica fue la forma extrema de violencia social o colectiva (la guerra) y señaladamente la violencia ejercida por los Estados, que es la que genera mayormente otras formas de violencia social, colectiva. Esto no quiere decir que a ellos no les preocupara la violencia que los individuos singulares ejercen (o pueden ejercer) en la sociedad civil, en las relaciones interpersonales. Gandhi afirmó de manera muy taxativa que el hombre sincero que busca la verdad no puede ser violento durante mucho tiempo, que en la búsqueda de la verdad este hombre no tiene necesidad de ser violento y que pronto descubrirá que mientras quede en él el menor vestigio de violencia no conseguirá encontrar la verdad que anda buscando. Einstein, que tuvo a Gandhi por la personalidad más notable del siglo, se consideraba a sí mismo no sólo un pacifista, sino “militanter pazifist”.
Pero este oxímoron einsteiniano, el ser un pacificista “que milita”, nos pone en la pista de la dificultad. La dificultad brota no sólo de la observación, tantas veces subrayada, de que Einstein tuviera que dejar de ser pacifista (al menos en ese sentido radical en que realmente lo era en los años veinte) cuando se impuso el nacional-socialismo y durante la Segunda Guerra Mundial, sino también de la afirmación del propio Gandhi, quien, en el mismo contexto en que hacía aseveración tan taxativa, no dejó de observar que “ser honesto es todavía más importante que ser pacífico”, lo cual plantea sin lugar a dudas el espinoso problema ético-político de si se puede seguir siendo ético-políticamente honesto defendiendo al mismo tiempo la desobediencia civil y la no-violencia (en sentido estricto) en condiciones históricas tales como las que representaron el hitlerismo y el estalinismo.
A poco que se piense sobre esta dificultad, que pronto se convierte en dilema práctico, ético-político, se llegará a la conclusión, creo, de que en este ámbito, habrá que discutir en concreto, y racionalmente, sobre las distintas formas y grados de la violencia (desde la violencia individual, que ejerce una persona sobre otra, hasta ese grado extremo de violencia que es la guerra pasando por la violencia estatal) y sobre cuándo y en qué circunstancias puede considerarse moralmente justificada la violencia defensiva de una colectividad como último recurso frente a la violencia del Estado. La mayoría de los teóricos partidarios de la desobediencia civil han aludido a situaciones concretas así y, después de rechazar el recurso a la guerra, la violencia gratuita, el terror individual y el terrorismo organizado, han defendido la fuerza, el coraje, la resistencia activa y otras formas de violencia de intensidad más baja a la habitualmente ejercida por los Estados (desde la insumisión y el sabotaje a determinadas instalaciones hasta el boicot, la huelga y otras formas de resistencia masiva alternativas a los ejércitos y a la violencia institucional).
Es interesante hacer observar cómo, con el cambio de circunstancias, los ejemplos se vengan, pues la duda que razonablemente cabe acerca de si se puede seguir siendo honesto defendiendo la no-violencia estricta en condiciones como las del nacional-socialismo o el estalinismo se está manipulando ahora, en este cambio de siglo y de milenio, tanto para justificar la violencia estatal (y del imperio) como para justificar cualquier tipo de violencia defensiva (o sea, incluso la que desprecia los derechos fundamentales y la libre formación de la voluntad democrática). Bastará con sugerir a la opinión pública que el desobediente o el disidente es un Hitler o un Stalin en potencia (como se ha dicho sucesivamente de Sadam Hussein, de Milosevic, de Osama Bin Laden, etcétera) para captar emotivamente voluntades en favor de la guerra o de la violencia estatal que se llama preventiva. Casi simétricamente, basta sugerir que los servidores del Estado o el Estado mismo, llámense Garzón o “Estado español”, son “fascistas”, para suscitar emociones identitarias que en última instancia se resuelven excusando, por comparación con lo que fue el fascismo histórico, un tipo de violencia moralmente inexcusable. Pier Paolo Pasolini captó muy bien, hace ya decenios, el efecto perverso de ese doble proceso manipulatorio en sus orígenes, pero hay que reconocer que desde la guerra del Golfo Pérsico tal efecto se ha multiplicado en el mundo y en el interior de los Estados.
Ya Freud advirtió, precisamente en respuesta a una aguda y preocupada pregunta del entonces “pacifista militante” Albert Einstein, que cuando se trata de la violencia social (no de la violencia individual) “se comete un error de cálculo si no se tiene en cuenta que el derecho fue originalmente violencia bruta y que el derecho sigue sin poder renunciar al apoyo de la violencia”. Esto es verdad en general, o sea, como descripción de lo que ha sido la génesis histórica del estado de derecho. Pero lo es también casi siempre en particular: como descripción plausible de lo que ha sido el origen y la evolución de la mayoría de las constituciones vigentes en nuestros Estados democráticos. Vale, por ejemplo, para la constitución italiana que funda la república al término de la resistencia antifascista y de la segunda guerra mundial; y vale, mutatis mutandi, para la constitución española de 1978. Que la una (republicana) haya sido consecuencia de la violencia que una parte del “soberano” hubo de ejercer para acabar con el fascismo musoliniano y la otra (monárquica), consecuencia de un pacto político al que contribuyó decisivamente la “violencia pasiva” (la vigilancia atenta o la coerción más que simbólica) de un ejército que aceptaba a regañadientes el Estado democrático (con la condición inequívoca de que éste fuera unitario), son detalles, sin duda importantes, que hablan de diferencias históricas en la génesis del Estado democrático de derecho, pero que confirman la observación freudiana. Pues a partir de ahí, de estos actos de violencia de mayor o menor intensidad, suele pasarse demasiado fácilmente a la consideración de que aquel acto fundacional da ya al Estado el derecho al monopolio exclusivo de la violencia social, sin atender al hecho de si hubo o no consenso explícito o implícito al respecto, en qué términos y circunstancias fue consultado el “soberano”, etcétera.
Los críticos y desobedientes suelen referirse a esta situación de hecho (y a determinadas leyes que el estado de derecho hace derivar de la Carta Magna sobre la propiedad, la organización territorial, la financiación de las comunidades, las relaciones laborales o el estatus de ciudadanía) como “violencia estructural” y, a pesar de la vaguedad de la expresión cuando se está hablando o discutiendo de violencia, ésta tiene un sentido: alude a un rasgo de la constitución de hecho, a la constitución material, esto es, a las constricciones no escritas (pero a veces escritas) que el estado impone para que no pueda ni hablarse ya, en serio, de asuntos directamente relacionados con la justicia social: colectivización de medios de producción, autogestión en la producción, independencia de tales o cuales comunidades respecto del Estado existente, confederación, ocupación de viviendas deshabitadas protegidas por el derecho de propiedad, forma de Estado o reforma de la constitución vigente.
“Violencia estructural” no equivale, ciertamente, a “poder desnudo”, al nepotismo o cesarismo que prohíbe de manera explícita, y despóticamente, hablar de esas cosas a los ciudadanos. Es otro grado de violencia social, más sutil, íntimamente relacionado con la imposición de lo que ahora se llama “lo políticamente correcto”, que por lo general se ejerce contra los más débiles de la sociedad: un tipo de violencia al que el habla popular alude, con razón, cuando se dice que han sido violentados mis (nuestros) derechos, no que se me (nos) haya hecho violencia física directa, sino que se me (nos) ha acosado moralmente, y hasta acogotado, al repetirme y repetirnos, en nombre del Estado y del derecho, que tales cosas (la reivindicación de la colectivización, de la autogestión, de la independencia, o incluso la reforma de la constitución) dichas, escritas o realizadas, pueden ser objeto de criminalización (o lo están siendo ya).
También la “violencia estructural” (el resto de la violencia originaria que existe en el derecho) del Estado democrático representativo genera objeción de conciencia y, dependiendo del número de los individuos que sienten violentados sus derechos, desobediencia civil. Antes o después, ésta, la desobediencia civil, tiene que hacer frente a la discusión en concreto de los actos de violencia defensiva y de sus grados, y tiene que enfrentarse con ello no porque el desobediente se haya manifestado previamente a favor de la violencia en abstracto (que no suele hacerlo), sino porque la violencia estructural del Estado tiende a convertirse en violencia explícita, incluso en las democracias representativas, cuando el número de los desobedientes que expresan su clamor en la calle alcanza una dimensión o una fuerza que sin poder ser identificada aún con el “soberano” empieza a ser mayoritaria en sectores sociales importantes o en partes del territorio del Estado.
Quiero decir con esto que el rechazo moral de la violencia o la afirmación por principio de la no-violencia como respuesta a la violencia existente no agota la cuestión, de la misma manera que mi predisposición por principio a poner la otra mejilla en caso de agresión individual no agota la reflexión acerca de qué debo hacer en el caso de que me vea involucrado en una agresión a otro y yo mismo tenga que intervenir en el conflicto para tratar de evitar la violencia que se ejerce sobre otra persona más débil. A partir de ahí siempre cabrá la discusión sobre si, en consonancia con mi principio moral, lo civil, en ese caso, es que me limite a llamar a la policía (que tal vez tardará en llegar) o si es más civil unir mi fuerza ahora mismo, en el momento en que se produce el acto, a la del más débil para repeler la agresión. La duda que pueda haber a este respecto es igualmente predicable de situaciones en las que intervienen, de un lado, colectivos de desobedientes y, de otro, el Estado. Existe un acuerdo muy generalizado en que esta duda debe resolverse de manera positiva aceptando que hay situaciones en que el uso de la violencia defensiva está moralmente justificado. Entre esas situaciones, se incluyen, sin polémica apenas, la resistencia organizada en Francia, Italia, Alemania, España, Portugal y Grecia frente a las distintas variedades del fascismo.
Podría decirse que si, en general, la ley áurea de la violencia es la réplica infinita, la mímesis, en el caso de los enfrentamientos particulares entre los colectivos desobedientes y el Estado se produce una tendencia psico-social que aparece también en las democracias representativas. Se trata de una reiterada dinámica que lleva, primero, de la violencia mínima que supone, por ejemplo, el huevo lanzado a la solapa del representante del “soberano” a la represión policial de colectivos enteros que en principio se consideran más bien no-violentos; luego, desde el estupor que esto último produce en las filas de los desobedientes, al enfrentamiento abierto (no siempre deseado); y, finalmente, desde el enfrentamiento abierto en la calle a la afirmación del poder en el sentido de que la violencia represiva no sólo está justificada porque se hace en nombre del “soberano”, sino también porque lo quiere el derecho (legítimamente ejercido por la autoridad). Una muestra reciente de esta dinámica es lo que está ocurriendo con el actual movimiento alterglobalizador que defiende la desobediencia civil.
Desde ahí y a sabiendas de que tal dinámica (espiral o círculo vicioso) viene a ser históricamente una tendencia candidata a convertirse en cuasi ley, el ejecutivo (e importa poco el color político) del Estado democrático representativo pretende imponer unilateralmente el monopolio de la violencia social, lo cual produce una asimetría relevante a la hora de abordar la necesaria discusión, concreta y práctica, sobre las distintas formas y grados de la violencia y sobre cuándo y en qué circunstancias puede considerarse ésta todavía moralmente justificada. La asimetría consiste en exigir al movimiento social correspondiente que condene de entrada toda violencia en general y expulse de sus filas a la parte minoritaria que la ejerce en los enfrentamientos y, al mismo tiempo, en exculpar a los cuerpos represivos del Estado de toda responsabilidad en el ejercicio de la violencia, aunque ésta haya sido casi siempre mayor que la ejercida por la minoría de la otra parte.
Por lo general, esta asimetría produce confusión y división en las filas de los desobedientes, los cuales, cuando lo son de verdad, suelen temer más la incoherencia ético-política de las propias acciones que la represión propiamente dicha y esta confusión suele tener como consecuencia la desarticulación o el hundimiento del movimiento mismo, salvo en un supuesto: que la justicia (o sea, sus representantes en carne y hueso, ciudadanos también) no sea tan ciega como el propio Estado y entre por su cuenta en el debate, concreto y práctico, sobre violencia y estado de derecho. Por eso, en el fondo, la separación de poderes y la independencia judicial, siendo como son ideales a los que en el mejor de los casos nos aproximamos, tienen un papel fundamental en la construcción del otro ideal —la democracia— y por eso en la situación actual de los Estados representativos el talante democrático de los jueces, magistrados y juristas es un fac-tor decisivo a la hora de juzgar moral y políticamente la civilidad real de la desobediencia.
Es en tal circunstancia, y a través de tal mediación, en la que cobra todo su sentido una defensa a ultranza de la no-violencia como la que hizo Martín Luther King, en 1963, durante la campaña contra la segregación racial existente en Birmingham. Luther King distinguía entonces cuatro fases básicas de la no-violencia: determinación de la existencia de leyes injustas, negociación, autopurificación y acción directa. Pero esta última, la acción directa, se diferencia drásticamente de la acción directa anarquista o revolucionaria (en el sentido habitual de la palabra): incluye el boicot, las manifestaciones, concentraciones de masas y sentadas y se caracteriza como creación de un estado de tensión social en el que los “tábanos” desobedientes se comprometen, de forma unilateral, a que la misma sea mantenida en los límites de la no-violencia incluso en los casos, previsibles, en que sea respondida con violencia o sea acusada ella misma de generar violencia.
Para restringir la desobediencia civil a la acción directa no-violenta, constructiva, Luther King tuvo que hacer frente a dos corrientes igualmente fuertes: a la tendencia de una parte de la minoría negra a responder violentamente a la violencia de los segregadores, y a la tendencia de una parte de la sociedad blanca a considerar violencia incluso la acción directa de los desobedientes que crea tensión social. Para que pudiera mantenerse entonces el equilibrio entre medios y fines y pudiera ser aceptado en el seno del movimiento en favor de los derechos civiles el principio moral de la no-violencia activa, constructiva (no resignada) hizo falta la presencia de un tertium, de un tercero, que es el elemento que da a los más la confianza necesaria para conservar el principio moral de partida: las resoluciones del Tribunal Supremo y de otros magistrados reconociendo la razón de los desobedientes frente a la segregación de los negros existente en Birmingham (y en otras ciudades estadounidenses) y desautorizando, consiguientemente, a las autoridades del Estado. Este tertium es, por lo general, el elemento decisivo que, en situaciones de crisis, permite mantener la desobediencia civil en los límites de la no-violencia.
“Desobediencia civil”
Francisco Fernández Buey
Ediciones Bajo Cero
Getafe (Madrid), julio 2005.
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Fuente: Grupotortuga.com