November 26, 2020
De parte de Colectivo Bruxista
144 puntos de vista

Las cosas se han desmadrado tanto que a veces me cuesta creerlo”.

Dog Soldiers, Robert Stone (Malas Tierras, 2019)

Los sesenta han perdido brillo.

Tras la publicación de libros como La conquista de lo cool, de Thomas Frank y, especialmente, Los sesenta, de Jenny Diski, parece haberse puesto de moda cuestionar la contracultura, ver en ella un antecedente del neoliberalismo individualista de los ochenta en lugar de un movimiento emancipador. No es que esta sea una crítica totalmente nueva, pues fueron algunas de sus principales figuras las que más la criticaron en los setenta, la década en que la contracultura se desmitificó a sí misma.

Los setenta han quedado fijados en el imaginario colectivo occidental (es decir, Hollywood) como una década oscura, llena de mugre, heroína, hippies dementes y veteranos de la guerra de Vietnam en silla de ruedas. Una visión deprimente de los sueños frustrados de la década anterior que tuvo una de sus primeras manifestaciones literarias en la estupenda Dog Soldiers, de Robert Stone, publicada en 1974 y recuperada recientemente por la editorial Malas Tierras.

Stone[1] conocía muy bien aquellos sueños, pues había estado en todos los sitios que más tarde definirían los sesenta como lugar común: alternó con hippies y beatniks, conoció a Ken Kesey, experimentó con todo el rango de drogas que va del LSD a la heroína y fue a Vietnam como corresponsal. Sería precisamente su experiencia en Vietnam lo que le proporcionaría la materia prima para escribir la novela, una mezcla de género negro y road-trip delirante (“una novela-accidente automovilístico”, dice Rodrigo Fresán en un prólogo genial) en el que no faltan mugre ni heroína ni hippies ni veteranos de Vietnam.

Vietnam. Siempre Vietnam. Si hubo algo que uniera las dos décadas, como un engrudo verde y pringoso, fue Vietnam. Esa insaciable devoradora de cuerpos y almas, un virus que infectaba a los jóvenes que iban a combatir, y que luego estos llevaban de vuelta a un país que no reconocían: “dijo que aquello era todo muy raro. Que la gente iba con corbatas anchas y de colores”, pese a que cada vez se parecía más a un campo de batalla.


En Estados nerviosos (2019, Sexto piso), el sociólogo Williams Davies sostiene que una de las principales razones que explican la importancia de las emociones en las sociedades occidentales contemporáneas, a las que define como sociedades histéricas, es la superación de la tradicional distinción entre la guerra y la paz que fue uno de los pilares de los estados modernos desde su nacimiento en el siglo XVII. Ciberataques, terrorismo, guerra de información, guerra contra las drogas y guerra contra el coronavirus; no se declara la guerra, tampoco la paz. El lenguaje bélico domina cada vez más la vida pública. La consecuencia es que el estrés postraumático, que fue identificado como una consecuencia psicológica del combate, se ha convertido en un rasgo fundamental de la vida contemporánea.

Y todo empezó con Vietnam.

Y Dog Soldiers va de eso, de la llegada de Vietnam a los Estados Unidos, de la muerte de la contracultura con la aguja en el brazo, de estrés postraumático, de vacío.

John Converse es un periodista de segunda fila que va a Vietnam a buscar algo de sentido y sentir algo real. Una vez allí decide subir la apuesta y hacerse traficante de heroína. Para lograrlo cuenta con la ayuda de su amigo Ray Hicks —un soldado de Vietnam amante de Nietzsche que, a diferencia de Converse, sí tiene un código moral al que ser fiel— y de Marge, su mujer, que solo parece estar esperando una razón para lanzarlo todo por la borda.

Como es de esperar, las cosas se tuercen. Hicks y Marge se hacen amantes. Los traicionan y se ven obligados a huir, perseguidos por dos hippies siniestros a las órdenes de un policía federal corrupto. Los malos secuestran y torturan a Converse. Los malos los siguen. Comienza entonces un viaje por el filo de la navaja que separa Vietnam de los Estados Unidos, los sesenta de los setenta. Una huida en la que no faltan los chutes de heroína, los delirios anfetamínicos ni los asesinatos. Decisiones absurdas que se toman por nada, salvo por un deseo impostergable de sentir algo, de huir del vacío:

Si pudiera rezar ―explicó sonriendo―, le pediría a Dios que dejara caer la bomba encima de todos nosotros, de nosotros y de nuestros hijos, y nos aniquilara por completo. Así dejaríamos de necesitar esto y de necesitar lo otro. De necesitar droga y de necesitar amor y de necesitar gilipolleces de los demás y sus putos rollos, joder. Esa es la respuesta ―añadió con placidez―. La solución final”[2].

Durante el viaje, se encontrarán con personajes extraños. Fantasmas de la década anterior, como el viejo hippie con aires de buda de provincias que les recibe en el retiro donde se refugian Marge y Hicks; y antecedentes del mundo que está por llegar, como el conseguidor de Hollywood al que piden ayuda para mover la droga. Hallarán el dolor, el vacío y escasas certezas. Una de ellas es el convencimiento de que toda la supuesta radicalidad de la contracultura fue, bajo su apariencia revolucionaria, un capricho de niños malcriados: “Los tíos más jodidamente ricos del país más rico del mundo… ¿Vas a decirles que uno de esos chavales de un agujero de Sudamérica puede tener algo que ellos no? Y una mierda. Si el chaval del agujero puede ser revolucionario, ellos también”. Otra es el valor de cierta resignación ante el destino, amor fati, sombra de sentido.

Dog Soldiers es una novela violenta y divertida, escrita con un estilo sobrio, seco y sin concesiones que se clava a la piel y despoja de su superficie al sueño psicodélico de la contracultura, dejando a la vista los contornos de su pesadilla. Un mundo al revés en el que los hippies llevan pistola y los policías son delincuentes. Una pesadilla que desde entonces ha perseguido a los Estados Unidos, y cuyos ecos se siguen sintiendo todavía.

En una escena de la parte central del libro, el siniestro policía federal que trata de hacerse con la droga tiene una conversación-interrogatorio con John Converse. Hablan de los motivos que le llevaron a cargarla, de su pasado, “creo que eres el típico mamón listillo que pone a parir al Cuerpo de Marines y luego da media vuelta y trafica con heroína”. En esa conversación, los dos descubren que ―oh, sorpresa― no hay motivo alguno:

“―He aquí vuestra contracultura ―dijo. Nadie se mostró en desacuerdo con él”.


[1] Que por cierto tiene un libro muy recomendable sobre la década prodigiosa, Recordando los sesenta, publicada por la desaparecida Libros del Silencio, editorial que también contaba con Dog Soldiers en su catálogo.

[2] Traducción de Mariano Antolín Rato e  Inga Pellisa.




Fuente: Colectivobruxista.es