November 30, 2020
De parte de Arrezafe
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LA
PESTE.org
– 16/11/2020

Gobernar por el miedo
en tiempos de crisis

La catástrofe no solo es
la promesa de desgracia hecha por la civilización industrial, es ya
nuestro presente inmediato. Lo confirma el alarmismo de los expertos
ante la posibilidad anunciada a los cuatro vientos de un colapso del
sistema sanitario. Al decretar el fin del estado de alarma anterior,
los gobernantes intentaban evitar la agudización de la crisis
económica. Sin embargo, la precipitación por sacar la economía del
confinamiento ha conducido a lo contrario: los rebrotes del virus no
han tardado en venir, o al menos es lo que dicen las estadísticas de
interesados estudios científicos. Según dejan entrever los medios
de desinformación, la gestión efectiva de la pandemia no pudo ser
más desastrosa, pues si bien una sociedad de consumo no es capaz de
sobrevivir con una economía semiparalizada, tampoco puede dejar de
lado a los consumidores. Su grado de disponibilidad para el trabajo y
el dispendio, o sea, lo que suele llamarse salud, ha de ser
satisfactorio. Más claro: por no dar un salto hacia delante en el
control social de envergadura suficiente, los dirigentes se han visto
forzados a dar un paso atrás, proclamando un nuevo estado de alarma
con el fin de acogerse a disposiciones disciplinarias anteriores,
preparadas con restricciones inútiles en «actividades no
esenciales», toques de queda y confinamientos a la carta. No es
seguro que estemos ante una “segunda ola”, pero lo cierto es que
estamos ante un verdadero golpe de Estado. Por la vía de la
excepción se abre un segundo capítulo en la implantación de una
dictadura sanitaria destinada a perdurar. El pájaro desarrollista
con la ayuda del virus mediático incuba el huevo de la tiranía.

En verdad, las
condiciones de vida en la sociedad del crecimiento infinito
constituyen una seria amenaza para la salud del vecindario, pero los
dirigentes y sus asesores no plantean soluciones técnicas que no
discurran en el sentido de los intereses dominantes. El problema es
que estos son contradictorios. Hay conflicto de potencias y conflicto
dentro de ellas. Las estructuras de poder se están reconfigurando a
escala mundial ante las crisis venideras que el choque de intereses
está planteando. Se articulan de nuevo los Estados, el capitalismo y
la tecnociencia –la megamáquina– con previsibles malas consecuencias
para la población, de la cual una parte cada vez mayor ya resulta
inútil para el sistema. Se trata de gestionar excedentes,
técnicamente, bien por guerras, bien mediante enfermedades
infecciosas. Si lo que se persigue es la obediencia incondicional, el
miedo, y en casos graves, el terror, es la herramienta necesaria de
gobierno. En el caso concreto de la pandemia, todo consistiría en
encajar la salud con la economía convirtiendo aquella en una
oportunidad de tecnificación y desarrollo. La costosa sanidad
pública se dejaría tal como está, es decir, semidesmantelada. Los
medicamentos caros y las vacunas milagreras serían el primer
objetivo de la industria farmacéutica, la más corrupta, y por
supuesto, de los gobiernos. Acompañadas por medidas profilácticas
como el lavado de manos, el saludo con codo, el pago con tarjeta, la
mascarilla, la distancia, la ventilación, el silencio y pronto el
carnet de inmunidad, abrirán paso al control general. Pero para que
la población obedezca los consejos que brinda la farmacopea del
espectáculo, urge una sumisión servil, y ahí está el problema:
nadie cambia alegremente sus hábitos sociales por el aislamiento sin
sentido por más que lo ordenen las autoridades. Situaciones
supuestamente alarmantes requieren dosis superiores de catastrofismo
y gran despliegue policial. La dominación ha de recurrir primero al
miedo y luego, si eso no funciona con todos, a la fuerza.
Políticamente, eso significa la supresión de las apariencias
democráticas del parlamentarismo en pro del autoritarismo típico de
las dictaduras, cuya eficacia ahora depende de un control digital
absoluto. En efecto, la supresión de las libertades formales (de
circulación, de reunión, de manifestación, de residencia, de
prescripción médica, etc.) que garantizan las constituciones, el
«rastreo», las multas y el fomento de la delación, tienen muy poco
que ver con el derecho a la salud y mucho con la remodernización del
poder a la que no es ajena la pérdida de confianza de los
gobernados, que, ante la duplicidad, la ineptitud y la
irresponsabilidad de los gobernantes, incurren con desenvoltura en la
desobediencia. Y puesto que la soberanía llamada popular allá donde
reina la mundialización no reside realmente en el pueblo,
considerado un ser irracional que debe ser neutralizado, sino en el
Estado, fiel ejecutor de los designios de las altas finanzas, el
despotismo es la respuesta natural del poder a la pérdida de
legitimidad. Al separar la gobernanza del derecho mediante decretos
ad hoc de legalidad cuestionable, el Estado cobra a la población el
peaje de una pretendida crisis que confiesa no haber sabido conjurar,
pero de la que culpa al “comportamiento incívico” de
determinados sectores, principalmente juveniles. Si no hubiera
resistencia a tanto abuso, la vida social acabaría recluida en el
espacio virtual y lo único democrático que permanecería en pie
sería el contagio.

El último libro de
Vaneigem empieza así: «Desde los días sombríos que iluminaban la
noche de los tiempos, solamente era cosa de morir. De ahora en
adelante se trata de vivir. Vivir en fin, es reconstruir el mundo».
Literalmente, la situación empuja a una reacción colectiva contra
la privatización, la artificialización y la burocratización en
defensa de la vida, estrechamente ligada a la defensa de la libertad.
Lo que mata a la una (el Estado, el Capital), mata a la otra, por lo
que tal defensa empieza por la desobediencia civil a los dictados de
ambos. Ellos son el verdadero peligro, y no el virus. La reacción
desobediente contra todas las imposiciones constituye en estos
momentos el eje de la lucha social, pero desobedecer no es
suficiente: frente a la confusión fomentada por el poder, hay que
reivindicar la verdad. Conviene evitar a toda costa que la protesta
sea desacreditada por las alucinaciones del complotismo y el
negacionismo. Las fisuras que se están produciendo en el consenso
científico pueden contribuir a ello. Respecto a la pandemia, la
primera norma de la autodefensa aconseja guardar distancias
higiénicas con el Estado e ir a la autogestión de la sanidad. El
coronavirus, arma del Estado, también podría usarse en su contra.
No interesa una sanidad pública porque depende del Estado y sus
filiales autonómicas, sino un sistema de salud en manos de
colectivos compuestos por personal sanitario, usuarios y enfermos. La
cuestión consiste menos en crear clínicas alternativas en la órbita
de la economía social –opción tampoco descartable–, que en
arrebatar al Estado la gestión de una medicina que se quiere a
escala humana, es decir, descentralizada y próxima. Nada será
posible sin sostenidos estallidos de cólera que pongan en movimiento
a masas insumisas hartas de sufrir la torpe manipulación de las
autoridades y sus estúpidos confinamientos. Mejor afrontar las
consecuencias de su insubordinación que vivir bajo la férula de
ejecutivos ignorantes y tecnócratas embusteros. En un mundo
determinado por el trabajo muerto y devorado por una psicosis
inducida desde los medios, que sean cada vez más los cuerdos que
tomen partido por la naturaleza, libertad, la verdad y la vida.

¡La bolsa o la vida! O
el caos económico y sanitario, o el fin de la dominación. O las
engañosas comodidades cada vez mas constreñidas de una economía
mortífera, o la aventura de una existencia soberana, esa es la
cuestión. Las protestas conscientes de la vida cotidiana han de
tener como horizonte un mundo antidesarrollista, no patriarcal, sin
polución, sin alimentos industriales, sin ocio de fábrica, sin
basura, desglobalizado y desestatizado. Si nos detenemos de nuevo en
la salud, recordemos que para propagarse, los virus requieren una
población numerosa, densa y en perpetuo movimiento. En cambio, los
agrupamientos pequeños y tranquilos no padecen enfermedades
epidémicas. El hacinamiento y la hiperactividad promueven la
transmisión -condiciones que se dan óptimamente en las metrópolis-,
así como también los desplazamientos masivos debido a las
hambrunas, las guerras y el turismo. Razones de más para que el
mundo a reconstruir sea un agregado de pacíficas comunas
autosuficientes mayormente rural, desmotorizado, desurbanizado y
desmilitarizado.




Fuente: Arrezafe.blogspot.com