January 17, 2021
De parte de Nodo50
343 puntos de vista

La libertad de expresión, como tantos otros principios del liberalismo político, tiene antecedentes que remontan a los griegos o los romanos.

Pero tal como la conocemos, en el contexto de las llamadas democracias constitucionales, tiene esencialmente tres referentes: Declaración de Derechos de Inglaterra (1689); Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa (1789); y Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada en 1948, y materializada en el famoso Artículo 19. Por cierto, tal es el origen de la célebre ONG británica –Artículo 19–, y cuyo objetivo es defender la libertad de expresión e información en los países en los que tiene presencia. Cabe hacer notar que, a tono con las doctrinas, épocas e idearios que fundamentan la operatividad de tal organización, las recomendaciones que de ella emanan acostumbran reflejar las contradicciones, atavismos e insuficiencia de las herencias sobre las que descansa su actuación. El propósito de esta reflexión es reparar acerca de los límites y alcances de la libertad de expresión, y contribuir a la resignificación/actualización de este principio, máxime en la época que transitamos, caracterizada por revoluciones en el ramo tecnológico-comunicacional. Sin duda este es uno de los debates cruciales de nuestra generación.

Ahora
bien, el concepto de libertad de expresión que a menudo rige en las
repúblicas liberales contemporáneas floreció/maduró en un
contexto histórico específico: la ruptura de la unidad religiosa en
Europa. Tal fragmentación de la unidad nordeuropea produjo guerras y
escenarios de alta conflictividad. Y los pueblos de aquella región
del mundo intentaron restaurar la convivencia pacífica –relativa e
inestable– enarbolando el principio de la tolerancia: es decir, la
capacidad de aceptar a otra persona o grupo social que profesa ideas
contrarias o diferentes a las propias. En este sentido, y recordando
al viejo Marx, la sociedad occidental no superó la religión:
estableció la libertad para ejercerla privadamente, apoyada en el
principio de la tolerancia, y apenas como antídoto para
neutralizar/atenuar el conflicto religioso. Lo mismo ocurrió en
otros ámbitos sociales potencialmente conflictivos. Y justamente
alrededor del principio de la tolerancia –aceptación del “otro”–
surgieron las libertades de la modernidad: libertad de prensa, de
asociación, de culto, de expresión etc.

Así
nació el liberalismo político, a partir de la formulación de la
pregunta: ¿cómo es posible que exista por tiempo prolongado una
sociedad estable cuyos ciudadanos se encuentran divididos por
doctrinas irreconciliables? (dixit
John Rawls). Y la respuesta fue: la libertad de expresión o la
libertad de un individuo de articular sus opiniones e ideas sin temor
a represalias e interferencias. Y tal “revelación” sembró otra
pregunta: ¿qué actores podrían reprimir la libre manifestación de
las ideas? En el siglo XVIII, la respuesta apuntó al Estado, que era
la autoridad o institución dominante.

¿Qué
es lo que no registraron nuestros neoconservadores, falsariamente
autonombrados nuevos liberales (neoliberales)? Básicamente, el
deslizamiento del centro de autoridad –que descansaba en los
dominios del Estado y el gobierno– hacia los dominios del Mercado y
las corporaciones. Los neoliberales –que no son nuevos ni
liberales– nunca actualizaron la teoría liberal, y siguieron
caracterizando al Estado y al gobierno como los principales verdugos
o censores de la libertad de expresión. Ciertamente, las
instituciones del Estado coartan libertades y coadyuvan en la
abolición de derechos. Pero no es posible ignorar que, en materia de
libertad de la palabra, se trata principalmente de actores privados
los que constriñen, censuran, inhiben y reprimen esa libertad. Y no
es una elucubración del orden ideológico: prácticamente la
totalidad de los “media outlets” o agencias de comunicación,
incluidas las redes digitales, están en manos de particulares.
Cumple preguntar: ¿qué actores disponen de facultades materiales
para interferir en la divulgación de opiniones, informaciones e
ideas? Principalmente las empresas privadas de medios. Y por ello el
expresidente de Ecuador, Rafael Correa insiste: “Es incompatible
que negocios privados con fines de lucro provean un bien público
como lo es el derecho a la información y la libertad de palabra”.

El
caso Assange

El
caso Assange se puede interpretar como un ejemplar clásico o
convencional de censura y ataque a la libertad de expresión, tal
como lo explica e interpreta el liberalismo clásico: es decir como
un atentado a la libertad de un individuo de articular sus opiniones
o ideas sin temor a represalias e interferencias,
o
de “buscar, recibir y difundir información e ideas a través de
cualquier medio de comunicación e independientemente de las
fronteras” (DUDH), y que involucra a agencias gubernamentales. A
propósito del caso en cuestión, se trata no tan solo de uno, sino
de un puñado de Estados cuyos secretos más confidenciales se
convirtieron en materia de dominio público. Y ello comporta una
complejidad inusual. Lo cierto es que el caso Assange cobró una
dimensión particularmente crítica porque visibilizó el lado oscuro
de las naciones que acostumbran presentarse ante el mundo como
vanguardia de la civilización, la democracia y los derechos humanos.
Sobre todo, Estados Unidos.

Ahora
bien, esto no significa que los actores privados –máxime aquellos
que acaparan la faz del internet– no hayan ensayado un papel censor
en el caso Assange. Está documentado que existieron tales tentativas
de censura. En todo caso, el papel ambivalente de los dueños de la
digitalidad en la “trama WikiLeaks” responde a un hecho
incontrovertible: se trata de actores políticos que ensayan
estrategias de comunicación/legitimación con el público.
Calculadamente fabricaron la fantasía acerca de sí mismos como
“libertadores” de la palabra y moderadores imparciales del debate
público.

Zuckerberg
y la Cibercracia

Mark
Zuckerberg y el resto de los dueños de las plataformas tales como
Facebook, Twitter, YouTube, Google, Spotify etc., no decidieron
suspender las cuentas del presidente constitucional de Estados Unidos
(sí, políticamente impresentable) por apego a la democracia y/o
repudio al odio sembrado por el magnate. Cerraron las cuentas porque
son actores políticos, que toman decisiones políticas en función
de intereses políticos creados. De hecho, cómo olvidar que
Facebook, Twitter y la multinacional Fox News fueron los principales
aliados comunicacionales del gobierno de Donald Trump. Durante las
legítimas protestas de Black Lives Matter, todas las plataformas
difundieron, con escasa o nula restricción, los mensajes de
incitación a la violencia del presidente (por cierto, la represión
que ordenó Trump dejó un saldo de 19 muertos y 14 mil arrestos).
Por lo tanto –y sin ignorar los arrebatos impúdicos del señor
Trump– no parece muy razonable que ciertas franjas de la opinión
pública aplaudan desaforadamente a Zuckerberg y consortes por
“bragarse” y excomulgar de las redes a su excompañero de
fórmula. Y menos cuando tal acción concertada se registró apenas
unos días antes de que abandone el cargo. ¿De verdad vamos a
contribuir a alimentar la fantasía “autorregulatoria” de los
dueños de la digitalidad, que son prácticamente los dueños del
mundo?

Sencillo:
el mensaje que Silicon Valley lanzó tras el cierre de cuentas de
Trump fue el siguiente: “El rey ha muerto; viva el rey”.

AMLO
y la neo-santa inquisición

Coincido
con los analistas que alertan sobre la urgencia de legislar la
meta-constitucionalidad de la Cibercracia. Y ciertamente esta
iniciativa de regulación debe provenir de las instituciones de
gobierno. No obstante, entre los liberales, la idea de regulación no
es exactamente afín a tal doctrina. Y tal vez ello explica la
réplica del Presidente AMLO: “Empresas particulares deciden
silenciar, censurar. Eso va en contra de la libertad. No se vaya a
estar creando un gobierno mundial con el poder de control de las
redes sociales, además un tribunal de censura, como la Santa
Inquisición, pero para el manejo de la opinión pública […] No
debemos confiarnos, ya padecimos durante mucho tiempo el control de
los medios de comunicación convencionales, ahora aparecen las redes
sociales, y todos lo celebramos; yo sigo sosteniendo que son benditas
las redes sociales, pero estos últimos acontecimientos sí deben de
preocuparnos y de ocuparnos […] Hay que estar pensando en opciones,
en alternativas, porque creo que fue un antes y un después en el
caso de redes sociales lo que sucedió hace unos días”.

En
este sentido, y considerando las coordenadas político-ideológicas
en las que descansa el programa obradorista (liberal clásico),
difícilmente podemos esperar una política de regulación, semejante
a la ley de medios que impulsó el gobierno de Argentina en 2009, y
que repartió el espectro comunicacional en tres partes: 33% a medios
privados con fines de lucro; 33% a medios públicos gubernamentales;
y 33% a medios comunitarios.

Sí,
en cambio, es posible que desde el gobierno surja alguna iniciativa
que no desconsidere lo que a juicio del liberalismo es innegociable:
libertad (abstracta) y competencia.

Bajo
esta “visión y misión” (sin duda debatible), AMLO solicitó al
Conacyt que elaborara un plan para crear una plataforma o red social
que garantice la libertad de comunicación en México. Vale decir: un
medio de comunicación público.

La
noticia es buena. Y México será la sede de un debate crucial de
nuestra generación.

Twitter:
@arsinoeorihuela




Fuente: Rebelion.org