December 2, 2021
De parte de Grup Antimilitarista Tortuga
307 puntos de vista

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El Informe ve la luz en un contexto en el  que cada vez hay más reivindicaciones políticas de seguridad climática como respuesta al empeoramiento de los impactos de la desestabilización del clima, pero sin embargo, hay muy poco análisis crítico sobre qué tipo de seguridad se ofrece y a quiénes.

Esta guía elaborada por Nick Buxton, desmitifica el debate y destaca el papel de las fuerzas armadas en provocar la crisis climática, los peligros de que ahora sean ellas quienes brinden soluciones a los impactos climáticos, los intereses de las empresas que lucran con ello, los efectos en las personas más vulnerables y las propuestas de alternativas para una «seguridad» basada en la justicia.

9. ¿Qué rol cumplen las fuerzas armadas en la creación de la crisis climática?​

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En lugar de recurrir al sector militar como una solución para la crisis climática, es más importante examinar cómo contribuye a la crisis climática con sus altos niveles de emisiones de GEI y su rol fundamental en el mantenimiento de la economía de los combustibles fósiles.

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Un informe del Congreso de Estados Unidos indica que el Pentágono es el mayor consumidor institucional de petróleo del mundo, pero según la normativa vigente, no está obligado a tomar ninguna medida drástica de reducción de sus emisiones en consonancia con el conocimiento científico. Un estudio de 2019 calculó que las emisiones del Pentágono ascendían a 59 millones de toneladas de GEI, más que el total de emisiones conjuntas de Dinamarca, Finlandia y Suecia en 2017. La organización británica Scientists for Global Responsibility calcula que el sector militar del Reino Unido emitió 11 millones de toneladas de GEI, equivalentes a 6 millones de automóviles, y que la UE emitió 24,8 millones de toneladas, siendo la contribución de Francia un tercio del total. Estos estudios presentan estimaciones conservadoras debido a la falta de transparencia de los datos. También se supo que cinco empresas de venta de armas con sede en los estados miembros de la UE (Airbus, Leonardo, PGZ, Rheinmetall y Thales) emitieron, como mínimo, 1,02 millones de toneladas de GEI en conjunto.

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El alto nivel de las emisiones de GEI de las fuerzas armadas se debe a su extensa infraestructura (la institución suele ser la mayor propietaria de la tierra en la mayoría de los países), su alcance mundial –especialmente las de Estados Unidos, que mantienen más de 800 bases militares en el planeta, muchas de las cuales participan de operaciones de contrainsurgencia que dependen del combustible– y el alto consumo de combustibles fósiles de la mayoría de los sistemas de transporte militar. Un avión de combate F-15, por ejemplo, utiliza 342 barriles (54 510 litros) de petróleo por hora, y es casi imposible de reemplazar con alternativas de energía renovable. Aviones y barcos militares tienen ciclos de vida prolongados, lo que asegura emisiones de carbono durante muchos años.

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Sin embargo, el mayor impacto en las emisiones radica en el propósito dominante de las fuerzas armadas, que es asegurar el acceso de su país a los recursos estratégicos, y el funcionamiento sin tropiezos del capital, así como la gestión de la inestabilidad y las desigualdades que provoca. Esto resultó en la militarización de regiones ricas en recursos (como Oriente Medio y los Estados del Golfo y las rutas marítimas alrededor de China) y también convirtió a las fuerzas armadas en el pilar coercitivo de esta economía construida sobre el consumo de combustibles fósiles y comprometida con el crecimiento económico ilimitado.

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Finalmente, el sector afecta el cambio climático a través del costo de oportunidad de invertir en las fuerzas armadas y no en la prevención del colapso climático. Los presupuestos militares casi se duplicaron desde el final de la Guerra Fría, aunque no ofrecen soluciones a las mayores crisis de la actualidad, como el cambio climático, las pandemias, la desigualdad y la pobreza. Ahora que el planeta necesita la mayor inversión posible en la transición económica para mitigar el cambio climático, se le suele decir al público que no hay recursos para hacer lo que exige la ciencia climática. En Canadá, por ejemplo, el primer ministro Justin Trudeau se jacta de sus compromisos climáticos, pero en 2020 su Gobierno destinó 27.000 millones de dólares al Departamento de Defensa Nacional, y solo 1.900 millones de dólares al Departamento de Ambiente y Cambio Climático. Hace 20 años, Canadá gastó 9.600 millones de dólares en su defensa y solo 730 millones de dólares en el ambiente y cambio climático. Así, en las últimas dos décadas, mientras la crisis climática se agrava, los países gastan más en las fuerzas armadas y sus armas que en tomar medidas que protejan al planeta de un cambio climático catastrófico.

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10. Los militares, los conflictos y su vínculo con el petróleo y la economía de extracción​

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Históricamente, la guerra suele surgir de la lucha entre las élites por el control del acceso a fuentes de energía estratégicas. Esto es especialmente cierto en el caso de la economía del petróleo y los combustibles fósiles, que provoca guerras internacionales, guerras civiles, el surgimiento de grupos paramilitares y terroristas, conflictos por el transporte marítimo y óleo/gasoductos, y una intensa rivalidad geopolítica en regiones clave, desde Oriente Medio al océano Ártico (a medida que el hielo se derrite permite el acceso a yacimientos de gas y rutas de transporte nuevos).

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Un estudio indica que entre 25 % y 50 % de las guerras interestatales desde el comienzo en 1973 de la denominada era moderna del petróleo estaban relacionadas con el petróleo, siendo la invasión de Irak liderada por Estados Unidos en 2003 un ejemplo notorio. El petróleo también lubrica, literal y metafóricamente, la industria de las armas, proporcionando tanto los recursos como el motivo para que muchos Estados se embarquen en el gasto armamentista. De hecho, hay pruebas de que los países utilizan la venta de armas para asegurar y mantener el acceso al petróleo. El mayor acuerdo de armas en la historia del Reino Unido (conocido como ‘Al-Yamamah’) se firmó en 1985 y pactó la exportación de armas a Arabia Saudita (para nada respetuosa de los derechos humanos) por muchos años, a cambio de 600.000 barriles de petróleo diarios. La empresa BAE Systems ganó decenas de miles de millones de dólares con la venta, lo que ayuda a subsidiar las compras de armas del propio Reino Unido.

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En todo el planeta, la creciente demanda de productos básicos expandió la economía de extracción a regiones y territorios nuevos. Esto amenaza la propia existencia y soberanía de las comunidades locales y, por lo tanto, provoca resistencia y conflictos. La respuesta suele manifestarse en una brutal represión policial y violencia paramilitar, que en muchos países colaboran de forma estrecha con las empresas locales y transnacionales. En Perú, por ejemplo, Earth Rights International (ERI) sacó a la luz 138 acuerdos firmados entre empresas dedicadas a la extracción y la policía en el período 1995-2018, que “permiten a la policía brindar servicios de seguridad privada dentro de las instalaciones y otras áreas… de proyectos de extracción a cambio de una ganancia”. El asesinato de la activista indígena hondureña Berta Cáceres en 2016, perpetrado por paramilitares vinculados al Estado que trabajan con la empresa de represas Desa, es uno de numerosos casos en el planeta donde el nexo entre la demanda capitalista internacional, las industrias de extracción y la violencia política generan un entorno letal para el activismo y los miembros de la comunidad que se atreven a resistir. Global Witness ha documentado la creciente ola de violencia en el mundo: en 2020 registró el récord de 227 asesinatos de defensores de la tierra y el ambiente, con un promedio de más de cuatro por semana.

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Militarismo y petróleo en Nigeria

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Quizás en ningún lugar sea tan evidente la conexión entre el petróleo, el militarismo y la represión que en Nigeria. Los regímenes coloniales y los sucesivos gobiernos posteriores a la independencia utilizaron la fuerza para asegurar el flujo de petróleo y de riqueza a una pequeña élite. En 1895, una fuerza naval británica incendió la ciudad de Brass para asegurar que la Royal Niger Company retuviera el monopolio del comercio de aceite de palma por el río Níger. Se estima que 2.000 personas perdieron la vida en el incendio. Más recientemente, en 1994, el Gobierno nigeriano estableció el Grupo de Trabajo de Seguridad Interna del estado de Rivers para reprimir las protestas pacíficas en Ogoniland contra las actividades contaminantes de la empresa Shell Petroleum Development Company (SPDC). La brutal acción en Ogoniland provocó la muerte de más de 2.000 personas, y la violación y flagelación de muchas más, entre otras violaciones de derechos humanos.

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El petróleo fomentó la violencia en Nigeria, en primer lugar al brindar recursos para que los regímenes militares y autoritarios tomaran el poder con la complicidad de las empresas petroleras transnacionales. Según un conocido comentario de un ejecutivo nigeriano de la Shell, “para una empresa comercial que intenta realizar inversiones, necesitas un entorno estable… Las dictaduras pueden dártelo”. Se trata de una relación simbiótica: las empresas escapan al escrutinio democrático y los militares se envalentonan y enriquecen al brindar seguridad. En segundo lugar, la distribución de los ingresos petroleros sienta las bases para el conflicto, así como la oposición a la devastación ambiental que provocan las compañías petroleras. Esto condujo a resistencias y conflictos armados en Ogoniland, que tuvieron una respuesta militar feroz y brutal.

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Aunque está vigente una paz frágil desde 2009, cuando el Gobierno nigeriano acordó pagar estipendios mensuales a los exguerrilleros, persisten las condiciones para que el conflicto resurja, algo que ya es una realidad en otras regiones de Nigeria.

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11. ¿Qué impacto ambiental tienen el militarismo y la guerra?

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Por su naturaleza, el militarismo y la guerra priorizan los objetivos de seguridad nacional y excluyen todo lo demás. Además se caracterizan por una forma de excepcionalismo, lo que significa que, con frecuencia, al sector militar se le da libertad de acción para ignorar incluso las normas y restricciones que protegen de forma limitada al ambiente. En consecuencia, tanto las fuerzas militares como las guerras dejaron una herencia ambiental en gran medida devastadora. Los militares utilizan grandes cantidades de combustibles fósiles, despliegan armas y artillería profundamente tóxicas y contaminantes, atacan la infraestructura (industria del petróleo, servicios de alcantarillado, etc.), dejando a su paso daños ambientales persistentes y paisajes llenos de municiones y armas tóxicas, explotadas y sin detonar.

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Los países afectados por guerras y conflictos también sufren impactos a largo plazo debido a la ausencia de gobernanza que debilita la normativa ambiental, obliga a las personas a destruir sus propios entornos para sobrevivir y fomenta el surgimiento de grupos paramilitares que, con frecuencia, extraen recursos (petróleo, minerales, etc.) mediante prácticas ambientales sumamente destructivas y que violan los derechos humanos. No es de extrañar que en ocasiones a la guerra se la describa como ‘desarrollo sostenible a la inversa’.

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12. ¿Los militares no son necesarios para las respuestas humanitarias?

Una justificación importante para invertir en las fuerzas armadas en esta época de crisis climática es que son necesarias para actuar ante las catástrofes relacionadas con el clima, y muchos países ya recurren a sus militares en este sentido. Tras el paso del tifón Haiyan, que causó estragos en Filipinas en noviembre de 2013, las fuerzas armadas de Estados Unidos llegaron a desplegar 66 aviones militares, 12 embarcaciones navales y casi 1.000 militares para despejar carreteras, trasladar trabajadores humanitarios, distribuir suministros de socorro y evacuar personas. Durante las inundaciones de Alemania en julio de 2021, el ejército alemán [Bundeswehr] ayudó a reforzar las defensas contra el agua, rescatar personas y a limpiar cuando el agua retrocedió. En muchos países, sobre todo de renta baja y media, las fuerzas armadas quizá sean la única institución con la capacidad, el personal y la tecnología necesaria para actuar ante eventos catastróficos.

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Que el sector militar desempeñe funciones humanitarias no significa que sea la mejor institución para la tarea. Hay jerarcas militares contrarios a que las fuerzas armadas participen en tareas humanitarias porque consideran que estas distraen de los preparativos para la guerra. Aunque acepten esa función, existen muchos peligros de que los militares entren a desarrollar actividades humanitarias, especialmente en situaciones de conflicto o cuando la intervención humanitaria coincide con los objetivos estratégicos militares. Como admite abiertamente Erik Battenberg, experto en política exterior de Estados Unidos, en la revista del Congreso estadounidense, The Hill, “la ayuda en casos de desastre dirigida por militares no solo es una urgencia humanitaria, sino que también puede servir para una urgencia estratégica más amplia, como parte de la política exterior estadounidense”.

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Eso significa que la ayuda humanitaria viene acompañada de intenciones ocultas: en su mínima expresión proyecta un poder blando, pero a menudo busca influir activamente en regiones y países para que sirvan a los intereses de un país poderoso, incluso a costa de la democracia y los derechos humanos. Estados Unidos tiene una extensa historia de uso de la ayuda como parte de la contrainsurgencia en varias ‘guerras sucias’ de América Latina, África y Asia antes, durante y después de la Guerra Fría. En las últimas dos décadas, las fuerzas militares de Estados Unidos y la OTAN intervinieron frecuentemente en operaciones militares y civiles en Afganistán e Irak con el despliegue de fuerzas y armas, además de las tareas de ayuda y reconstrucción. En general, esto las llevó a hacer lo contrario al trabajo humanitario. En Irak, la intervención generó abusos militares, como las violaciones generalizadas de derechos humanos de los detenidos en la base militar de Bagram. Incluso en Estados Unidos, las tropas enviadas a Nueva Orleans dispararon contra los habitantes desesperados, llevadas por el racismo y el miedo.

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La intervención militar también puede socavar la independencia, neutralidad y seguridad de los trabajadores civiles de ayuda humanitaria, haciéndolos más propensos a los ataques de grupos militares insurgentes. La ayuda militar con frecuencia termina siendo más cara que las operaciones de ayuda civil, al desviar los limitados recursos estatales hacia las fuerzas armadas. La tendencia generó la profunda preocupación de organizaciones como la Cruz Roja/Media Luna Roja y Médicos sin Fronteras.

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No hay duda de que los países necesitarán equipos eficaces de respuesta ante las catástrofes, así como la solidaridad internacional. Pero eso no tiene por qué estar vinculado a las fuerzas armadas, sino que podría recurrirse a una fuerza civil nueva o reforzada con un propósito humanitario exclusivo que no incluya objetivos contradictorios. Cuba, por ejemplo, con recursos limitados y en condiciones de bloqueo, desarrolló una estructura de Defensa Civil altamente eficaz e incorporada a cada comunidad que, combinada con comunicaciones estatales efectivas y asesoramiento meteorológico experto, le ayudó a sobrevivir a muchos huracanes con una cantidad de heridos y muertos menor que países vecinos más ricos. Cuando el huracán Sandy pasó por Cuba y Estados Unidos en 2012, solo 11 personas murieron en la isla caribeña, frente a 157 muertos en territorio estadounidense. Alemania también tiene una estructura civil (Technisches Hilfswerk/THW, la Agencia Federal de Socorro Técnico), en su mayoría integrada por voluntarios, que generalmente se utiliza para la respuesta ante catástrofes.

13. ¿Cómo buscan las empresas de armas y seguridad lucrar con la crisis climática?

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“Creo que [el cambio climático] es una oportunidad real para la industria [aeroespacial y de defensa]”, afirmó en 1999 Paul Drayson, entonces ministro de Ciencia e Innovación y ministro para la Reforma de Adquisiciones de Defensa Estratégica del Reino Unido. Y tenía razón. La industria de las armas y la seguridad experimentó un auge en las últimas décadas. Las ventas acumuladas de la industria de armas, por ejemplo, se duplicaron entre 2002 y 2018, de 202.000 millones de dólares a 420.000 millones de dólares, y muchas grandes empresas, como Lockheed Martin y Airbus, ampliaron su ramo de negocio a todos los ámbitos de la seguridad desde la gestión de fronteras hasta la vigilancia nacional. Y la industria prevé que el cambio climático y la inseguridad que traerá aparejada impulsarán más esas ventas. En un informe de mayo de 2021, Marketandmarkets pronosticó que el sector de la seguridad nacional tendrá pingües ganancias debido a “condiciones climáticas dinámicas, el aumento de las calamidades naturales, el énfasis del Gobierno en las políticas de seguridad”. Se calcula que el ramo de la seguridad fronteriza tendrá un crecimiento anual del 7 % y que el sector de la seguridad interior en general crecerá un 6 % anual.

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La industria se beneficia de diferentes formas. Primero, busca sacar provecho de los intentos de las principales fuerzas militares de desarrollar tecnologías que no dependan de los combustibles fósiles y sean resilientes a los impactos del cambio climático. Por ejemplo, en 2010, Boeing obtuvo un contrato por 89 millones de dólares con el Pentágono para desarrollar el avión no tripulado SolarEagle (QinetiQ y el Centro de Conducción Eléctrica Avanzada de la británica Universidad de Newcastle se encargarán del armado), que tiene la ventaja de considerarse una tecnología ‘verde’ y también la capacidad de permanecer en el aire más tiempo, al no tener que reabastecerse de combustible. La estadounidense Lockheed Martin trabaja con Ocean Aero para fabricar submarinos con energía solar. Como la mayoría de las transnacionales, las empresas de armamento también tienen interés en promover sus esfuerzos de reducción del impacto ambiental, al menos según sus informes anuales. Dada la devastación ambiental que provocan los conflictos armados, ese lavado verde se vuelve surrealista en ocasiones. Un ejemplo se dio en 2013 cuando el Pentágono invirtió 5 millones de dólares para desarrollar balas sin plomo que, según las declaraciones de un portavoz del ejército de Estados Unidos, “pueden matarte o dispararle a un objetivo sin peligro para el ambiente”.

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En segundo lugar, prevé más contratos debido a que los gobiernos refuerzan sus presupuestos en preparación para la inseguridad que provocará la crisis climática en el futuro. Esto impulsó la venta de armas, equipos de vigilancia y fronterizos, productos policiales y de seguridad nacional. La segunda conferencia sobre Energía, ambiente, defensa y seguridad (E2DS), celebrada en 2011 en Washington DC, se mostró exultante sobre la posible oportunidad comercial que ofrece la expansión del sector de la defensa a los mercados ambientales, afirmando que estos superaban ocho veces el tamaño del mercado de la defensa, y que “el sector aeroespacial, de defensa y de seguridad se prepara para abordar lo que parecería convertirse en su mercado adyacente más importante desde el fuerte surgimiento del negocio de la seguridad civil/interior hace casi una década”. Lockheed Martin, en su informe de sostenibilidad de 2018 anuncia esas oportunidades, y señala que “el sector privado también tiene un papel en la respuesta ante la inestabilidad geopolítica y los eventos que pueden amenazar las economías y las sociedades”.

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Véase también: Castillo, J.M. (2016) Los negocios del cambio climático. Virus

14. ¿Cómo impactan las narrativas de la seguridad climática en el plano interno y la policía?

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Las perspectivas de seguridad nacional no tienen que ver exclusivamente con las amenazas externas, sino también con las internas, incluidas aquellas que amenazan los intereses económicos esenciales. Por ejemplo, la ley británica del Servicio de Seguridad (1989) encomienda expresamente al servicio de seguridad la función de “salvaguardar el bienestar económico” del país; la ley de Educación de Seguridad Nacional de Estados Unidos (1991) estipula de manera similar vínculos directos entre la seguridad nacional y el “bienestar económico de Estados Unidos”. Este proceso se aceleró tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando se consideró que la policía era la primera línea de la defensa de la patria.

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Se ha interpretado que esto significa gestionar el descontento civil y la preparación para toda inestabilidad, marco en el cual el cambio climático es visto como un factor nuevo que impulsa una mayor financiación para los servicios de seguridad como la policía, las cárceles y los guardias fronterizos. Esto se engloba bajo el nuevo mantra de ‘gestión de crisis’ e ‘interoperabilidad’, que pretende una mejor integración de los organismos estatales dedicados a asuntos de seguridad –como orden público y ‘descontento social’ (la policía), ‘conciencia situacional’ (recopilación de información), resiliencia/preparación (planificación civil) y respuestas de emergencia (que incluye a las cuadrillas de emergencia y el antiterrorismo; la defensa química, biológica, radiológica y nuclear; la protección de infraestructura crítica, la planificación militar, etc.) – en estructuras nuevas de ‘mando y control’.

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La militarización se evidencia en las intervenciones policiales. Las redadas policiales en Estados Unidos por unidades de élite tipo SWAT pasaron de 3.000 al año en la década de 1980 a 80.000 solo en 2015, en su mayoría por registros de drogas y en forma desproporcionada contra minorías étnicas. En todo el mundo, como se analizó anteriormente, la policía y las empresas de seguridad privada suelen participar en la represión y el asesinato de activistas ambientales. Que la militarización apunte cada vez más a los activistas climáticos y ambientales, dedicados a frenar el cambio climático, subraya cómo las soluciones de seguridad no solo no abordan las causas subyacentes, sino que pueden profundizar la crisis climática.

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Esta militarización también se filtra en las respuestas de emergencia. La financiación que el Departamento de Seguridad Interior destinó a la ‘preparación contra el terrorismo’ en 2020 permite que esos mismos fondos se utilicen para “una mejor preparación contra otros peligros no relacionados con actos de terrorismo”. El Programa Europeo para la Protección de Infraestructuras Críticas (EPCIP) también incluye su estrategia de protección de la infraestructura ante los impactos del cambio climático en un marco de ‘lucha contra el terrorismo’. Desde principios de la década de 2000, muchos países de renta alta adoptaron leyes con poderes de emergencia que podrían aplicarse en caso de catástrofes climáticas y que son de amplio alcance y con un control democrático limitado. La ley británica de Contingencias Civiles (2004), por ejemplo, define una “emergencia” como cualquier “evento o situación” que “amenaza con dañar gravemente al bienestar humano” o el “ambiente” de “un lugar en el Reino Unido”. La norma faculta a los ministros a presentar “disposiciones de emergencia” de alcance prácticamente ilimitado sin recurrir al Parlamento, lo que incluye autorizar al Estado la prohibición de reuniones, viajes y “otras actividades específicas”.

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15. ¿Cómo afecta la agenda de la seguridad climática a otros ámbitos, como los alimentos y el agua?

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El lenguaje y el marco de la seguridad se han infiltrado en todos los ámbitos de la vida política, económica y social, en particular en relación con la gobernanza de recursos naturales clave, como el agua, los alimentos y la energía. Como sucede con la seguridad climática, el lenguaje de la seguridad de los recursos se emplea con distintos sentidos, pero tiene escollos similares. Lo impulsa la sensación de que el cambio climático aumentará la vulnerabilidad del acceso a estos recursos esenciales y que, por lo tanto, es primordial brindar ‘seguridad’.

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No cabe duda de la existencia de pruebas sólidas que advierten que el cambio climático afectará el acceso a los alimentos y el agua. El informe especial del IPCC, El cambio climático y la tierra (2019), pronostica un crecimiento de hasta 183 millones de personas adicionales en riesgo de padecer hambre para 2050 como consecuencia del cambio climático. El Global Water Institute vaticina que la intensa escasez de agua podría desplazar a 700 millones de personas en el planeta para 2030. En gran medida esto sucederá en los países tropicales de renta baja, los más afectados por el cambio climático.

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Sin embargo, cabe señalar que muchos actores destacados que advierten sobre la ‘inseguridad’ de los alimentos, el agua o la energía expresan lógicas nacionalistas, militaristas y corporativas similares a las que dominan los debates sobre la seguridad climática. Los defensores de la seguridad dan por supuesta la escasez y advierten de los peligros de la escasez nacional, con frecuencia promueven soluciones corporativas de mercado y, en ocasiones, defienden el uso de las fuerzas armadas para garantizar la seguridad. Sus soluciones para la inseguridad siguen una receta estándar, centrada en la maximización de la oferta: ampliar la producción, fomentar la inversión privada y utilizar tecnologías nuevas para superar los obstáculos. En el área de los alimentos, por ejemplo, esto condujo al surgimiento de la agricultura climáticamente inteligente dedicada a aumentar el rendimiento de los cultivos en un contexto de temperaturas cambiantes, siendo introducida por alianzas como AGRA, cuyas protagonistas son las grandes corporaciones agroindustriales. Con respecto al agua, impulsó la financiarización y privatización del agua, con la convicción de que el mercado está en mejor posición para gestionar la escasez y las alteraciones.

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En el proceso, se ignoran las injusticias existentes en los sistemas de energía, alimentos y agua, en vez de aprender de ellas. La deficiencia actual en el acceso a los alimentos y el agua no responde tanto a la escasez sino a la forma en que estos sistemas, dominados por las empresas, priorizan las ganancias sobre el acceso. Esta situación permite el consumo excesivo, sistemas ecológicamente dañinos y cadenas de suministro mundial derrochadoras controladas por un pequeño puñado de empresas que atienden las necesidades de unos pocos y niegan el acceso a la mayoría. En estos tiempos de crisis climática, esta injusticia estructural no se resolverá con el aumento de la oferta, ya que eso solo agravará la injusticia. Solo cuatro empresas –ADM, Bunge, Cargill y Louis Dreyfus– controlan entre 75 % y 90 % del comercio mundial de cereales. Sin embargo, este sistema alimentario liderado por las empresas no solo no acabó con el hambre que afecta a 680 millones de personas, sino que es uno de los mayores contribuyentes a los GEI, responsable de entre 21 % y 37 % del total de las emisiones.

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Los fracasos del concepto de seguridad que promueven las empresas hicieron que muchos movimientos ciudadanos reclamaran alimentos, agua y soberanía, democracia y justicia para abordar directamente los problemas de equidad que deben resolverse para garantizar la igualdad en el acceso a los recursos esenciales, particularmente en esta época de inestabilidad climática. Los movimientos por la soberanía alimentaria, por ejemplo, exigen el derecho de los pueblos a producir, distribuir y consumir alimentos inocuos, saludables y culturalmente apropiados de manera sostenible, dentro y cerca de su territorio; todas cuestiones que el término ‘seguridad alimentaria’ ignora y que en gran medida son la antítesis del afán de lucro de la agroindustria internacional.

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Véase también:

16.¿Podemos rescatar la palabra ‘seguridad’?

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Por supuesto, muchas personas exigirán seguridad ya que refleja el deseo universal de cuidar y proteger las cosas que importan. Para la mayoría, seguridad significa tener un trabajo digno, un lugar para vivir, acceso a la atención médica y la educación, y sentirse a salvo. Por lo tanto, es fácil entender por qué los movimientos sociales se muestran reacios a dejar de lado la palabra ‘seguridad’, y en cambio buscan ampliar la definición para que incluya y priorice las amenazas reales del bienestar humano y ecológico. También es comprensible que, en este momento en el que casi no hay políticos que reaccionen ante la crisis climática con la seriedad que se merece, que los ambientalistas busquen otros marcos y aliados para conseguir las acciones necesarias. Sería indudablemente un gran avance si pudiéramos reemplazar la interpretación militarizada de la seguridad por un concepto de seguridad humana centrada en las personas.

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Hay organizaciones que intentan hacerlo, como la iniciativa británica Rethinking Security y la Fundación Rosa Luxemburgo y su trabajo sobre perspectivas de una seguridad de izquierda. TNI también ha trabajado el tema, articulando una estrategia alternativa a la guerra contra el terrorismo. Sin embargo, es un terreno difícil dado el contexto de fuertes desequilibrios de poder imperante en el planeta. Por lo tanto, la confusión de significados en torno a la seguridad suele servirle a los intereses de los poderosos, y así la interpretación militarista y corporativa centrada en el Estado prevalece sobre otras, como la seguridad humana y ecológica. Como lo expresa el profesor de relaciones internacionales, Ole Waever, “al denominar un hecho determinado como un problema de seguridad, el ‘Estado’ puede adjudicarse un derecho especial, uno que, en última instancia, siempre será definido por el Estado y sus élites”.

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O, como sostiene el académico contrario a la seguridad Mark Neocleous, “darle un tratamiento de seguridad a asuntos del poder social y político ejerce un efecto debilitador al permitir que el Estado absorba la acción genuinamente política en relación con los asuntos en cuestión, consolidando el poder de las formas existentes de dominación social y justificando el cortocircuito incluso de los más mínimos procedimientos democráticos liberales. En lugar de tratar los problemas como asuntos de seguridad, entonces, deberíamos buscar formas de politizarlos de maneras no referidas a la seguridad. Vale la pena recordar que uno de los sentidos de estar ‘seguro’ es ‘no poder escapar’: debemos evitar pensar en el poder del Estado y la propiedad privada mediante categorías que no nos permitan escapar de ellos”. En otras palabras, existe un fuerte argumento a favor de dejar los marcos de seguridad en el pasado y de adoptar estrategias que brinden soluciones justas y duraderas a la crisis climática.

Véase también: Neocleous, M. y Rigakos, G.S. eds., 2011. Anti-security. Red Quill Books.

17.¿Cuáles son las alternativas a la seguridad climática?

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Queda claro que, de no haber cambios, los impactos del cambio climático serán determinados por la misma dinámica que provocó la crisis climática en primer lugar: poder empresarial concentrado y su impunidad, fuerzas armadas excesivas, un Estado de seguridad cada vez más represivo, pobreza y desigualdad crecientes, formas debilitadas de la democracia e ideologías políticas que premian la codicia, el individualismo y el consumismo. Si continúan dominando la política, los impactos del cambio climático serán igualmente poco equitativos e injustos. Para brindar seguridad a todos en la actual crisis climática, y especialmente a los más vulnerables, sería prudente enfrentar esas fuerzas y no fortalecerlas. Es por eso que muchos movimientos sociales se refieren a la justicia climática y no a la seguridad climática, porque lo que se requiere es una transformación sistémica y no solo asegurar una realidad injusta para continuar en el futuro.

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Sobre todo, la justicia exigiría un programa urgente e integral de reducción de emisiones de los países más ricos y contaminantes, similar al Nuevo Pacto Verde o al Pacto Ecosocial, que reconozca la deuda climática que tienen con los países y comunidades del Sur Global. Exigiría una importante redistribución de la riqueza en el plano nacional e internacional y la priorización de los más vulnerables ante los impactos del cambio climático. La miserable financiación climática que las naciones más ricas prometieron (y que aún no cumplieron) a los países de ingresos bajos y medios es completamente insuficiente para la tarea. Un primer buen paso hacia una respuesta más solidaria ante los impactos del cambio climático sería desviar parte de los 1,981 billones de dólares que el mundo gasta actualmente en las fuerzas armadas. De manera similar, un impuesto a las ganancias corporativas extraterritoriales recaudaría entre 200.000 millones y 600.000 millones de dólares al año para apoyar a las comunidades vulnerables más afectadas por el cambio climático.

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Más allá de la redistribución, fundamentalmente tenemos que comenzar a atacar los puntos débiles del orden económico mundial que podrían vulnerar aun más a las comunidades durante el recrudecimiento de la inestabilidad climática. Michael Lewis y Pat Conaty sugieren siete características esenciales que hacen que una comunidad sea resiliente: diversidad, capital social, ecosistemas saludables, innovación, colaboración, sistemas estables de comunicación y modularidad (esto último significa un sistema donde si algo se rompe, el resto no sufre consecuencias). Otras investigaciones demuestran que las sociedades más equitativas también son mucho más resilientes en una crisis. Todo esto apunta a la necesidad de buscar transformaciones fundamentales de la actual economía globalizada.

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La justicia climática requiere poner a quienes se ven más afectados por la inestabilidad climática en primera línea y en liderazgo de las soluciones. No se trata solo de lograr que las soluciones funcionen para ellos, dado que muchas comunidades marginadas ya tienen respuestas propias para la crisis que todos enfrentamos. Los movimientos campesinos, por ejemplo, con sus métodos agroecológicos, no solo están poniendo en práctica sistemas de producción de alimentos que revelaron ser más resistentes al cambio climático que la agroindustria, sino que también almacenan más carbono en el suelo y construyen las comunidades que pueden resistir en tiempos difíciles.

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Esto exigirá la democratización de la toma de decisiones y el surgimiento de formas de soberanía nuevas que requerirán la reducción del poder y el control de las fuerzas armadas y las empresas, así como el aumento del poder y la rendición de cuentas de los ciudadanos y las comunidades.

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Finalmente, la justicia climática exige una estrategia de resolución de conflictos mediante formas pacíficas y no violentas. Los planes de seguridad climática se nutren con los relatos de miedo y de un mundo de suma cero donde solo un determinado grupo puede sobrevivir. Dan por supuesto el conflicto. La justicia climática busca, en cambio, soluciones que nos permitan prosperar colectivamente, donde los conflictos se resuelvan de manera no violenta y los más vulnerables reciban protección.

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Podemos contar con la esperanza de que, a lo largo de la historia, las catástrofes suelen demostrar lo mejor de las personas, creando minisociedades utópicas y efímeras, construidas precisamente sobre la solidaridad, la democracia y la rendición de cuentas que el neoliberalismo y el autoritarismo han despojado de los sistemas políticos contemporáneos. Así lo registró Rebecca Solnit en Paradise in Hell, donde examinó en profundidad cinco catástrofes de magnitud, desde el terremoto de San Francisco de 1906 hasta la inundación de Nueva Orleans de 2005. Solnit señala que, si bien estos eventos nunca son buenos en sí mismos, pueden “revelar de qué otra manera podría ser el mundo, revelan la fuerza de esa esperanza, esa generosidad y esa solidaridad. Revelan la ayuda mutua como un principio operativo por defecto y a la sociedad civil como algo que espera entre bastidores cuando está ausente del escenario”.

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Vease tambien:

Comunidades en la primea línea de lucha contra el cambio climático exigen soluciones de justicia climática.

Agradecimientos: Quisiéramos agradecer a Simon Dalby, Tamara Lorincz, Josephine Valeske, Niamh Ní Bhriain, Wendela de Vries, Nuria del Viso, Deborah Eade y Ben Hayes.

El contenido de este informe se puede citar o reproducir con fines no comerciales y siempre que se mencione debidamente la fuente de información. El TNI agradecería recibir una copia o un enlace del texto en que se utilice o se cite este documento. 




Fuente: Grupotortuga.com