No hay duda de que el vivir rodeados del ruido[1] se ha convertido en algo cotidiano, en una situación muy habitual en las aglomeraciones urbanas. Pero parece que no todo el mundo se acostumbra igual de rápido a estas nuevas condiciones estruendosas, pues algo debe quedarnos de salud cuando, a pesar de ellas, algunas gentes aún siguen preguntándose: ¿a qué viene tanto ruido alrededor? ¿Quién lo ha pedido? ¿Tanta falta nos hacía disponer de tantos altavoces por doquier y tantas voces chillonas desde el televisor para llenar nuestros espacios?
Es sin más evidente que el que haya tantos aparatos que reproducen sonidos y ruidos, tanto en el ámbito público como en el privado, se debe, en primer lugar, al hecho de su producción en masa. Y por ello, como todo lo que se produce, estos aparatos tienen que ser vendidos independientemente de si su producción responde a algún tipo de necesidad o petición más o menos expresa de la gente. Esta es una condición fundamental. Pero no me quiero centrar ahora en ella, sino mirar en dirección que apunta a otro aspecto. Y es que aunque estos ruidos parezcan estar rellenando el espacio que nos rodea, haciendo que este se nos presente más cargado de cosas y voces, me atrevería a sugerir que en cierto sentido están rellenando también el propio tiempo. Me refiero al tiempo vacío que es, en el fondo, nuestra peor condena: este tiempo medido, planificado y que apunta hacia el futuro de cada uno o de las naciones o empresas enteras, repartido en correspondientes horas, jornadas de trabajo y de ocio, meses y años de calendario que uno ha de rellenar de metas futuras y sus correspondientes intentos de realización[2]. Se ha convertido en algo muy habitual acompañar cualquier actividad con un sonido de fondo que nos distraiga: ¿quién no conoce a alguien que, estando solo en su casa, haciendo cualquier cosa o no haciendo nada, enciende el televisor solo para que haga ruido, aunque no le preste demasiada atención? ¿Acaso solo es una trivial e inocente consecuencia de los progresos de nuestros aparatos, y, por tanto, lo mismo da si hay o no estos ruidos? ¿O es que, por el contrario, merece la pena que detengamos nuestra mirada sobre ello, pues, tal vez, su secreto esté en que estos sonidos de fondo, voces, incluso música, convertida en una industria del ocio, en forma de entretenimiento de las masas, ayudan a pasar el rato, a matar el tiempo? ¿Es posible encontrar un punto de ligazón entre esta expansión de ruidos de fondo y el tiempo vacío, dentro del cual transcurren nuestras actividades cotidianas?
Aunque la respuesta nunca puede aplicarse a la totalidad de los casos, simplemente porque nunca hay esa totalidad, sí creo que cabe sospechar que, por ejemplo, el reproductor de música que pone a todo volumen un muchacho que conduce una moto-taxi por las calles de Lima le ayuda a que el tiempo pase más desapercibido (y, por ende, posiblemente le crea la sensación de que se está disminuyendo su peso y su carga sobre él) y pasar un día más de trabajo sin demasiado sufrimiento, es decir, sin estar pensando mucho en lo que se está haciendo. El ritmo del reguetón le ayuda a no pensar, a no darse cuenta del aburrimiento brutal en que está sumergido. La actividad misma parece no poder rellenar el tiempo de forma perfecta para que el conductor de una moto-taxi pase sus largas horas de trabajo lo suficientemente entretenido. Y seguramente esa falta de disimulo del tiempo vacío en el que se basa la actividad provoca esa necesidad de entretener la mente con algún ruido de fondo, una necesidad de actividades auxiliares que diviertan y entretengan en los momentos en que el aburrimiento y la eliminación de la vida que se halla detrás del tiempo de trabajo amenacen con hacerse demasiado notorios.
Hay numerosos ejemplos que parecen corroborar esta hipótesis. Como bien se sabe, y aunque se sepa muy en el fondo y no seamos muy conscientes de ello, pocas actividades hay más inútiles, vacías, pero a la vez tan entretenidas, que la de estar haciendo compras en un centro comercial. Y no en vano a los compradores de estos centros comerciales, que van por allí y por allá mirando las mercancías expuestas, se les pone la música de distintos géneros para acompañarlos en sus largos paseos entre las coloridas estanterías. Y es que precisamente esa música de fondo ayuda a “cargar el ambiente”, por decirlo de alguna manera, es decir, a distraer a los clientes, incluyendo a todo aquel despistado o poco interesado en lo que ven sus ojos que por algún motivo pudiera pararse a pensar sobre qué está haciendo allí. Es más, dentro de los gigantescos centros comerciales limeños, en muchos restaurantes y otros establecimientos por el estilo los clientes consumen la comida que se han pedido no solo escuchando la música de la radio o viendo los videos musicales en una pantalla de televisor, sino muchas veces atendiendo programas tan poco dadas a la buena digestión como los noticieros. Parece ser que venir a un establecimiento como esos y sentarse a comer o incluso hablar con alguien mientras se come es poco suficiente para rellenar el rato: se necesita más carga ambiental para distraer nuestra atención de la siempre amenazante posibilidad de darse cuenta de que literalmente solo se está allí para de alguna manera matar un rato más, para hacer algo con el montón del tiempo vacío del que se dispone[3]. Visto así, tampoco nos ha de extrañar que incluso en su propia casa uno se siente a comer delante del televisor. Todo ello ayuda a matar el tiempo, mientras que el solo mirar a la sopa que comes a desgana te puede traer pensamientos que no te esperabas.
Otra imagen muy reveladora al respecto la encontramos en el transporte público limeño, por ejemplo: en él tanto los miles de usuarios, que han de hacer duros trayectos para llegar a sus puestos de trabajo, como los conductores que los llevan por el camino del Señor, no pocas veces están acompañados en su viaje por los ruidos de la radio; otros tantos parecen preferir las canciones que escuchan a través de los auriculares conectados a sus teléfonos móviles. Lo mismo da. Este trayecto, y esto es lo importante, este espacio de tiempo que separa el momento en que están ahora estos usuarios de los buses de la meta a la que tienen que llegar es literalmente un espacio de tiempo vacío y no puede menos que sentirse como tal. Hoy en día, por poner otro ejemplo que, eso sí, excede los límites de lo meramente auditivo, en los autobuses que hacen largos viajes de una esquina a otra de Perú también suelen ofrecer a sus clientes unas pantallas donde uno puede ver una película y así entretenerse mientras dure este vacío al que está condenado. Este trayecto es muchas veces sentido como un tiempo en el que no se está haciendo nada ni se puede hacer nada, y es por ello que distraerse con la música o con los videos colgados en las redes sociales o Youtube o con las películas proyectadas desde las pantallas instaladas en estos buses puede ser de cierta ayuda para no sentir este peso vacío y muerto de forma tan clara y evidente. Por supuesto, entre el tiempo vacío del trayecto que recorre un pasajero de un bus para llegar a su trabajo y entre el tiempo vacío de los proyectos que realiza uno por culminar su desarrollo e interés personal solo hay diferencia de grado: el segundo implica mucha más abundancia del tiempo y de los esfuerzos por rellenarlo que el primero. Ambos, lógicamente, se fundan y se sostienen sobre el mismo vacío y sobre la muerte de la posibilidad de que a uno le pase algo que venga sin que nadie lo haya planificado o preestablecido de antemano.
Sé que son ejemplos de los que se puede ir sacando muchas más cosas tanto o más interesantes como la que me ocupa ahora. Es evidente, por ejemplo, que el televisor, aparte de servir para entretener, también sirve para formar al sujeto. Pero ya en otro momento hablábamos desde este panfleto del rol de los medios de comunicación en la masificación y la formación de la población estatal. Como se puede apreciar de estos pocos y sencillos ejemplos, la nocividad del ruido que nos rodea no consistiría meramente en la contaminación acústica producida por la marcha del progreso técnico. Habría algo más. Y lo que yo entiendo es que estos ruidos ayudan a disfrazar la vida de una plenitud que no la tiene, es decir, oculta de nuestros sentidos el hecho de que los caminos que estamos recorriendo están proyectados sobre el vacío, que no hay vida propiamente detrás de ellos, sino tiempo vacío, enormes montones de tiempo vacío que siempre han de aparecer ante nuestros ojos como montones llenos de cosas y actividades que encubran esa vaciedad. Y los ruidos de fondo bien podrían, en este sentido, ejercer de elementos auxiliares de las actividades principales que por sí solas no fueran suficientemente voluminosas y compactas.
En fin, el ruido puede cumplir una función evasora, o sea, puede permitir que uno se entretenga, por ejemplo, con un programa de radio o de televisión y no piense. Y es que, como bien se sabe, pensar es peligroso, y en primer lugar es peligroso para uno mismo, pues si uno se descuida y deja de entretenerse por unos instantes mientras rellena sus horas, semanas y años con distintos modos de matar la vida que le vende el Mercado, puede pasar de todo, incluso que se dé cuenta del vacío sobre el que está colgada toda su existencia. Pero tampoco hay que engañarse: el mismo efecto, es decir el de no pensar, suele suceder cuando, por ejemplo, en vez de poner un programa de pasatiempo uno enciende la radio o el televisor para escuchar atentamente un programa serio, respetable o enterarse de “lo que pasa en el mundo” (el mundo que nunca ha sido tan estrecho desde que se lo ha reducido a la pantalla del televisor, teléfono móvil u ordenador), pues la información que se le suministra suele constituir el núcleo duro de sus opiniones personales, no en vano muchos de nosotros tenemos nuestros programas favoritos, periódicos que dicen lo que nos gusta leer o personas de los medios a los que nos gusta escuchar. Uno solo se dedica a abrir bien los ojos y prestar los oídos ante la producción informativa, deseosa de ojos y oídos, aunque, claro está, uno suele engañarse pensando que es él mismo el que está deseoso de consumir esta información y que si ella está allí solo es porque él y otros como él la han pedido (y así los periodistas podrán siempre decir que meramente cumplen con el derecho de los ciudadanos a ser informados). Y mientras abre dócilmente sus ojos y presta mansamente sus oídos consigue pasar otro rato de su vida sin pensar demasiado en ella, ya de sobra tiene con tener que prestarse para satisfacer las numerosas y cambiantes apetencias del sistema productivo.
Con ello, evidentemente, no estoy exigiendo a los pobres ni a los explotados del mundo añadir a sus penurias y males por tratar de ganarse un miserable trozo de pan una tarea de reflexionar sobre todo ello: pues a estar alturas de Progreso este sometimiento al tiempo vacío y su relleno corresponde no solamente a los dominados y a los explotados, sino a todos en general, pues si de algo vive el Capital es de esa muerte de las posibilidades de vida de sus más o menos clientes que, a cambio, reciben montones de tiempo muerto que a él, al Capital, le hace vivir.
El ruido en las celebraciones familiares y fiestas
Pero, al mismo tiempo que aún sobrevive este desconcierto por la proliferación de ruidos, tanto nos estamos acostumbrando al ruido y a su compañía que hasta en nuestras casas no podemos evitar, mientras hacemos cualquier cosa, encender el televisor o la radio para que hagan ruido mientras tanto, aunque no les estemos prestando mucha atención. En ocasiones, encendemos la tele o la radio nada más levantarnos por la mañana o nada más llegar a nuestras casas. Ya es algo automático. Incluso en las reuniones o celebraciones familiares el televisor es un miembro-hablante más, que no se apaga en ningún momento, que está allí en el centro de la atención de todos, incluso a veces siendo el corazón de la reunión. No me olvido de cómo celebraban la Nochevieja en la post-soviética Bielorrusia: la familia, con cada uno sentado en su sitio en la mesa, comiendo algo mientras todos los ojos estaban puestos en la pantalla del televisor, donde aparecían las estrellas de la industria musical y cultural. El mirar a la pantalla del televisor y el escuchar los hitos de la década solo era un procedimiento para alargar la tortuosa bienvenida al Año Nuevo, pues así se conseguía estar una o un par de horas más celebrando su inevitable llegada. Esto, tal vez, explique hasta cierto punto por qué muchas de nuestras celebraciones familiares en vez de alegrar o contagiar de alegría nuestros corazones los entristece todavía más, pues se siente en ellas que durante tanto festejo, a pesar de las apariencias, no está sucediendo nada ni se siente realmente nada que pudiera oler a alegría, a sorpresa, a una vida que no discurra por el reloj (como los sucesivos años nuevos que no traen nada sustancialmente nuevo), sino que corra por las venas. Las fiestas, con sus celebraciones, ruidos e incluso desfiles militares, sobre todo las institucionalizadas y las que están marcadas en rojo en el calendario oficial, son rellenos, nos sirven de relleno: uno cuando celebra su cumpleaños o la llegada del nuevo año en el calendario está literalmente celebrando un paso más en el tránsito por el tiempo vacío sin darse apenas cuenta de ello. Ni qué decir tiene sobre fiestas tipo el Día de la Independencia o el Día de la Patria, que son una expresión clarísima de la proyección lineal del tiempo de la Historia.
Aunque en el caso de las fiestas esta cuestión, tal vez, sea un poco más ambigua que las anteriores: pues bien es cierto que nuestras fiestas o, por ejemplo, las celebraciones de los nuevos años del calendario o de los años que cumplimos se insertan en este tiempo vacío que aquí denunciamos y, por ello, no pueden sino venir a meramente distraer y rellenar el tiempo vacío. Otras celebraciones o fiestas, más populares y de carácter más comunitario y relacionadas con los ciclos y ritmos de la naturaleza, que al menos en apariencia estaban más ligadas con esa adaptación a los ciclos de la tierra y, tal vez, algo menos con este establecimiento del tiempo vacío, hoy en día han venido a parar en meros espectáculos de cultura y, por ello, en meros rellenos del tiempo vacío también. Con la destrucción del mundo campesino están fiestas se convierten en frías fantasmas del pasado, listas para ser convertidas en amortecidas mercancías folclóricas o ser recuperadas como triste patrimonio nacional o de la Humanidad entera para engordar la oferta de la industria turística y cultural. Las salidas de fiesta de los jóvenes, como por ejemplo, los festejos de Nochevieja en las discotecas, algo que es muy habitual en Euskadi, tampoco ofrecen muchas dudas al respecto: allí reina el tiempo vacío, pues no es más que una de las formas del ocio que ofrece el Capital a sus clientes. Lo mismo se aplica a la Semana Santa, a los grandes festivales de música u otro tipo de mercancía cultural y eventos por el estilo.
Sin embargo, eso tal vez no quite que podamos imaginar que la música y los bailes pudieran ser la expresión de todo lo contrario, no estar tan claramente sometidas de antemano a la ley del dinero, que pudieran ser ese pequeño o grande espacio por donde se asome la pasión por la vida o esa misma vida no sometida al tiempo vacío; y así, que aún estando estas danzas y bailes bajo la eterna amenaza de convertirse en fiestas culturales del calendario, pueda producirse alguna ruptura, un fallo, y uno de verdad pueda salirse aunque sea por un instante del tiempo vacío que lo constituye como individuo y que está configurando también la esencia de nuestras fiestas y celebraciones institucionalizadas. O también cabe la posibilidad de que esta sensación de ambigüedad, que por ahora no me abandona respecto a esta cuestión, se deba simplemente a la sospecha de que hay una mayor probabilidad de que se rompa este círculo del tiempo vacío mientras uno está danzando o bailando, sobre todo si uno no lo hace en una discoteca o en una fiesta cultural, y no yendo a trabajar en un autobús, divirtiéndose en una discoteca o tragando toda la noche cervezas en un bar donde la música solo sirve para que la noche pase más rápido y entretenida. Por ahora, me veo obligado a dejar esta cuestión allí en esa pequeña ambigüedad.
Por tanto, se sospecha aquí que esta condena al tiempo vacío no necesariamente habría de ser total e inevitable. De ninguna forma se están diciendo aquí cosas como que “la música solo sirve para rellenar el tiempo” o “en toda fiesta se mata la alegría”. Seguimos confiando, más bien, en la música, en la fiesta y en el baile, pues entendemos que mientras, por ejemplo, en la música, el nombre del músico, su imagen, todavía no se haya tragado la música propiamente, mientras su actividad artística no se haya convertido todavía en mero pretexto para el fin de realizar su carrera personal, quedan posibilidades de que la música sí pueda servir para cosas mejores que el relleno del tiempo. No hay que olvidar que el tocar un instrumento musical, de hecho, consiste en esa maravilla que conjuga de forma tan hermosa el automatismo, los movimientos que ya no pasan tanto por la consciencia, y la improvisación, lo imprevisto. La música, en este sentido, es un verdadero regalo de los dioses. Pero, claro, eso no nos debe cegar a la hora de volver la mirada sobre nuestra realidad. La música y los bailes en sus mismos gestos y ritmos, al menos, parecen llevar esa posibilidad de salirse del tiempo vacío de las actividades que solo se llevan a cabo para rellenarlo de alguna manera, pero, evidentemente, su sumisión a la industria del ocio o su conversión en eventos culturales reduce drásticamente tales posibilidades. Es decir, esas rupturas no quitan que la regla general sea la contraria, que también al menos la gran parte de nuestras fiestas se base en el mismo tiempo vacío que, por ejemplo, el mismo trabajo asalariado (y, por ello, sean otra forma de trabajar): aquí nosotros solo recurrimos a la táctica de la defensa de lo placentero, de la alegría de la vida y de la pasión por medio del ataque a aquello que los mata. Es ingenuo e inútil, a nuestro modo de ver, por un ataque de fe en la Humanidad u optimismo, defenderlos con mero empecinamiento en no querer ver que incluso la música, el festejo y el baile están también sometidos a la ley general de la sociedad y que, por ello, esa alegría o pasión que pueden brotar de ellos en muchas ocasiones mueran ya antes de haber podido nacer.
[1] Utilizo aquí la palabra ‘ruido’ en un sentido amplio, tal vez algo coloquial, cuando alguien se refiere con esta palabra a cualquier tipo de sonido estruendoso que causa molestia.
[2] Mientras demolía la ideología socialdemócrata, decía Walter Benjamin en sus Tesis sobre el concepto de historia que la idea de progreso mismo se basa en el recorrido de un tiempo vacío y homogéneo; y nosotros podemos con bastante seguridad afirmar que lo mismo que una nación o la Humanidad entera recorre este camino ya sabido y previsto, por lo cual solo se requiere ir en dirección correcta, esto es, al Desarrollo, un ejemplar individual de esta Humanidad camina al futuro, hacia su realización, por el tiempo vacío: como seguramente diría Agustín García Calvo, su vida se reduce al mero futuro, al tiempo en el que se trata de hacer lo que ya estaba hecho para llegar a realizarse y constituirse como ejemplar de esta sociedad. Tal vez la única diferencia estribe en que mientras el progreso de la Humanidad (abstracta) suele considerarse indefinido, la realización de un individuo necesariamente está determinada por su condición mortal.
[3] Todo ello deja entrever que, en esencia, el tiempo libre o el tiempo de ocio es igualmente vacío y necesitado de relleno adecuado que el tiempo de trabajo.
Fuente: Ovejanegrarevista.wordpress.com