January 5, 2021
De parte de Arrezafe
1,936 puntos de vista

 


América
Latina en movimiento
– 17/12/2020

La
búsqueda de alternativas no es un lujo ni una manía de académicos
o inconformistas, sino que debería ser la tarea más urgente a
enfrentar por nuestras sociedades.

¿Queda
algo de lo salvaje en el siglo XXI? En las selvas y sierras ya casi
no hay sitios que sean realmente silvestres ni que estén libres de
alguna huella del capitalismo contemporáneo. Las bestias salvajes
apenas sobreviven en pocos sitios, y son más conocidas por los
documentales televisivos o detrás de las rejas en zoológicos.

El
rugido del puma se puede reproducir desde una aplicación en el
celular. El indígena ya no debería ser salvaje, y si lo fuera sigue
sin ser un elogio para muchos. Lo salvaje está atado al pasado de
grabados y fotos en blanco y negro, a una historia que quedó atrás.
La ecuación es menos salvajismo y más modernidad, menos selva y más
plástico.

¿Qué
significa ser salvaje hoy? En el vocabulario actual esa palabra tiene
otros usos. Algunos la usan para denunciar como salvajes a los que
hacen la guerra o a los mercenarios en las bandas de
narcotraficantes. Es lo que detestamos. Pero en sentido contrario,
salvaje también puede ser el slogan en la publicidad de un
desodorante o un perfume. Es una ancestralidad animal que algunos
añoran.

Sea
de un modo u otro, salvaje no es una palabra cualquiera. Mucho menos
es un término sin historia. Ha marcado el devenir del sur global
desde el primer día de la colonización. Se intentó aplacar el
temor fundacional imponiendo la civilización sobre lo salvaje, sea
sobre otros humanos o sobre la Naturaleza.

Con
el paso del tiempo fueron muchos los que festejaron que el sentido de
lo salvaje fuera reemplazado por ideas como progreso, desarrollo o
modernización. Pero no hay nada que celebrar. Cuando lo salvaje
perdió sus entrañas, el envoltorio que subsistió fue más fácil
de dominar y controlar. La obediencia se acepta, se la impone,
incluso se la desea.

Ante
las múltiples crisis que ahora enfrentamos, se vuelve inevitable
romper con ese acatamiento que nos deja cada vez más indefensos e
inmovilizados. Es tiempo de desobediencias, y para ello, necesitamos
volver a ser salvajes.

Reinventando
a los salvajes

Antes
de entrar al infierno estaba la selva, y ella era salvaje. Un espacio
oscuro, áspero y espeso, que despertaba el pavor, según lo dejaba
en claro Dante Alighieri en su Divina Comedia (1).

Ese
miedo, confesado casi dos siglos antes de la llegada a las Américas,
era la carga que portaban los colonizadores. Los primeros europeos
que pisaron las playas americanas aplicaron esas ideas convirtiendo a
casi todo lo que les rodeaba en salvaje.

No
inventaron nada, sino que ejecutaron un malabarismo transatlántico
que trasplantó los mitos europeos a las tierras americanas y sus
habitantes de las Américas (2). Fueron incapaces de hacerlo de otra
manera.

Es
que, en la Europa occidental de aquellos tiempos, salvaje era la
etiqueta que se aplicaba a los bosques, a las montañas o a cualquier
otro sitio remoto, a los animales silvestres, pero también a hombres
y mujeres que vivían en esos lugares, los incultos que estaban
desnudos o con ropas gastadas, recubiertos de vello desde los pies a
la cabeza, incapaces de hablar o que si lo hacían eran muy rudos
(3). Un imaginario de espacios sin cultivar, animales sin domesticar,
caos y desorden.

Pero
lo que no siempre se advierte es que la idea de salvaje es
íntimamente dependiente del miedo. Aquel pavor que invocaba Dante se
debía a que esos sitios les resultaban peligrosos y los incultos que
los habitaban no se diferenciaban de las fieras del bosque. El temor
una y otra vez aparece asociado a lo salvaje, aplicado tanto al
ambiente como a sus habitantes, indiferenciados unos de otros, y esa
fue la sensibilidad que instalaron los colonizadores en nuestro
continente.

Los
nuevos paisajes que encontraron en las Américas, no sólo les
resultaban desconocidos, sino que les atemorizaban. Podían morir al
intentar cruzar un río, llegaban a padecer hambre por no saber qué
comer, los diezmaban nuevas enfermedades y todo tipo de parásitos,
y, además, podían ser atacados. No sólo temían morir, sino que
incluso después de muertos podían ser canibalizados.

Al
inicio de la colonización, Hernán Cortés ya dejaba en claro en sus
cartas al rey, que todo lo que le rodeaba era inmenso y exuberante,
una Naturaleza que describe como espantosa, a la que teme porque le
resulta hostil e inentendible (4). Lo colonizadores repetidamente
están al borde de morir de hambre o sed o de extraviarse en la
espesura, retratando sitios con montañas desmesuradas, ciénagas
inabarcables, ríos furiosos y lluvias interminables.

Ese
temor nunca se apagaría. Siglos después, Thomas Whiffen, en su
exploración en la Amazonía, en 1915, admitía que la selva era un
“despiadado enemigo”, “innatamente malévolo”, una oscura
“barbarie”, porque no hay nada “más cruel en la naturaleza que
la vegetación inconquistada de la selva”. Viajar por la Amazonía
era el “horror de lo no visto” (5).

No
se le ha dado suficiente atención a este temor fundacional que fluía
entre los recién llegados. Esa emoción obligaba a dominar cuanto
antes a la Naturaleza y sus habitantes. Todo esto alimenta la
obsesión europea en dominar a la geografía y a los originarios ya
que en primer lugar querían sobrevivir, y una vez que lo conseguían,
sólo en ese momento, podrían lanzarse a saciar la ambición de
apropiarse del oro, la plata y cualquier otro recurso valioso. La
compulsión por la dominación se alimentaba del temor. La codicia
los llevaba a adentrarse en esos nuevos territorios, pero de todos
modos podría decirse que el colonizador, en el fondo, era un
miedoso, lo sabía, y por ello detestaba todavía más a lo salvaje.

Los
pueblos originarios, que hoy genéricamente denominamos como
indígenas, y que los colonizadores observaban como salvajes e
infieles, tenían que ser maniatados y sojuzgados.

El
ambiente que les rodeaba, que genéricamente denominaban como selva,
desierto o montaña, también tenía que ser dominado. Lo que no
estaba nominado era descubierto para ser etiquetado, y la etiqueta de
salvaje justificaba la conquista, la explotación y la
cristianización. El colonizador no dudaba en usar la violencia para
lograrlo. Su violencia es la contracara de su miedo. Cuanto más se
les temía, más crueles se volvieron, y la idea de salvaje también
se convirtió en una justificación de su deshumanización. Al
animalizarlos se sentían liberados de reparos morales en someterlos
o incluso matarlos.

Civilizar
a los salvajes

El
miedo primordial ante la condición salvaje nunca se superó. Se lo
enfrentó con una sucesión de ideas, acciones y pretensiones, como
las de civilizar, cristianizar, educar, ilustrar, y muchas otras.
Todas ellas desembocaron en la dominación y el control; cada una
alimentaba la esperanza de servir como antídoto ante el temor
permanente.

Se
insistió en que la colonización superaría el mundo salvaje: se
podía cultivar tanto las tierras como las mentes y corazones de los
originarios para liberarlos de su supuesto atraso, y era posible
catequizarlos para salvarlos. Pero sabemos que las sierras y las
selvas americanas no eran incultas, sino que en ellas se aplicaba
otra agricultura, otra ganadería, otros usos de los bosques, otro
manejo de las aguas, etc., presentes antes de la llegada de los
europeos. En varias regiones ni siquiera existía una Naturaleza
intocada, sino que eran paisajes moldeados por sembradíos, pastoreo
y manejo de aguas. Del mismo modo, tampoco eran incultos sus
habitantes, ya que atesoraban sus propias expresiones artísticas, su
política, sus guerras y sus religiones.

Toda
esa diversidad en vez de calmar al colonizador reforzaba su temor. El
ambiente es sentido como hostil por ser excesivo y exuberante, y por
el “extrañamiento que despierta, por desconocimiento, en el hombre
europeo que intenta dominarlo”, tal como advierte B. Pastor (6).
Percibe todo eso como agresión y convierte al entorno en su
principal enemigo. Todo eso los llevo a imponer aún más su
religiosidad, su moral y su política. Se requería obediencia, lo
que no puede sorprender porque la tradición europea que podría
rastrearse hasta los clásicos europeos, la vida en la polis
implicaba el acatamiento a sus normas y mandatos. Ese es el tipo de
civilidad es necesaria para dejar atrás la condición salvaje, para
asegurar el orden en el caos de lo incomprendido, para liberarse del
miedo. No están en juego en esto las intenciones sino una dinámica
histórica, ya que aún donde existieran los mejores propósitos y la
mayor compasión, siempre se caía en imponer obediencia y control.
Llegado el caso no dudaban en librar “guerras contra los
naturales”, como en su momento lo justificó la corona española, o
en castigar violentamente a los desobedientes.

Esa
dominación seguía una racionalidad y afectividad que repetidamente
se dejó en claro. Era simultáneamente social y ecológica, ya que,
así como las fieras «se amansan y se sujetan al imperio del
hombre», del mismo modo «el varón impera sobre la mujer, el hombre
adulto sobre el niño, el padre sobre sus hijos, es decir, los más
poderosos y perfectos sobre lo más débiles e imperfectos», tal
como lo dejó muy en claro Juan Ginés de Sepúlveda hacia 1550.

Siguiendo
esa postura, los españoles tenían un “perfecto derecho” de
“imperar sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo”, porque son tan
“inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las
mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la
que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas…, y estoy
por decir que de monos a hombres” (7). Esas ideas resumen, con toda
cristalinidad, la dominación sobre la Naturaleza, el patriarcado y
el colonialismo que se desplegó en los siglos siguientes.

Como
contracara, los pueblos indígenas rápidamente comenzaron a
entender, según algunos de los pocos testimonios disponibles, que
los españoles estaban únicamente interesados en robar,
especialmente alimentos y oro, esclavizar a los varones o violar a
mujeres. Los retrataban como ladrones y asesinos, y eso rápidamente
llevó al rechazo, el resentimiento y el odio (8).

Es
cierto que se intercalaron algunas polémicas que, por ejemplo,
presentaban al salvaje como verdaderamente bueno y noble. Montaigne
proclamaba que el salvajismo anidaba en Europa, y más tarde,
Rousseau afirmaba que no había nada más dulce que el hombre en su
estado primitivo (9).

Del
otro lado, seguían en sus trincheras los que insistían en pintar al
salvajismo como negativo, atrasado o inmaduro. Hegel con toda su
petulancia enseñaba desde la cátedra prusiana que los pueblos de
las Américas tenían una “débil cultura” que “perecen cuando
entran en contacto con los pueblos de cultura superior”, la que,
por supuesto, era europea. De todos modos, quedaba en claro su temor
a que esos inmaduros, esas culturas infantiles, finalmente podrían
vencer la batalla de la historia (10).

No
hay que confundirse porque esas oposiciones, los Rousseau contra los
Hegel, nunca dejaron de ser enfrentamientos entre los modernos
europeos. Cada bando moldeaba a su modo una idea de la condición
salvaje para atacar a sus contrincantes, pero sin que participaran
esos indios expresándose en sus propias lenguas y modos. No se
encontrarán defensas ni reivindicaciones dichas o escritas en
náhuatl, aymara o mapudungún. Aquellos eran debates de salón del
otro lado del Atlántico que no lograron más que alguna incomodidad
en la marcha de la Modernidad, donde cada uno defendía su propia
versión del progreso universal (11).

Las
etiquetas podían cambiar, haciendo que los salvajes se volvieran
naturales, infieles, impuros, indios, y se los catalogaba según su
sangre, su casta, raza o religión, siempre bajo modos que
legitimaran la dominación colonial (12). Con el paso del tiempo,
aquello no era suficiente se agregaron nuevos rótulos como mestizos,
cimarrones, marginales, desclasados, informales, locos, y más.

Bajo
esos vaivenes la Modernidad se construyó a sí misma como una
superación de la condición salvaje. Su propósito era que
desaparecieran aquellos naturales o indios y sólo serán aceptados
los que se civilizaban o se purificaban. Sin embargo, a pesar de su
supuesto triunfo, nunca superó su miedo ante la condición salvaje.

Ese
temor disparaba la violencia de los colonizadores y continúo con los
criollos. Proyectaban hacia afuera, sobre los indígenas, la
violencia que ellos mismos practicaban, siguiendo una clásica
observación de Michael Taussig. El recuento de las atrocidades que
ocurrieron en tiempos del caucho en la región de Putumayo le sirve a
Taussig para mostrar que los colonizadores torturaban, despedazaban y
mataban a los indígenas porque eso era lo que hacían entre ellos
(13).

Todo
eso no se trata de algo del pasado, ya que con tristeza debemos
reconocer que se repite en la actualidad. En Colombia, se asesinan
líderes locales, casi siempre indígenas, campesinos o afro, para
acallar sus voces o controlar sus tierras, lo que es un reflejo del
barbarismo de buena parte de la sociedad en ese país. Los sicarios
que en la amazonia brasileña son enviados a matar, reflejan el
barbarismo de policías, militares, guerrilleros, políticos locales,
y muchos sectores e instituciones del país. En Chile, los
carabineros arremeten contra los mapuches, llegando a asesinar a un
joven por la espalda y lo encubren con fabulaciones y mentiras – el
miedo hace que sean asesinos, cobardes y mentirosos (14). Todos estos
hechos no son esencialmente diferentes de lo que ocurría en el
Putumayo poco más de un siglo atrás.

Obediencia
y educación

Cada
vez que esa modernización tenía que enfrentar a los seres y mundos
salvajes recurría a una idealización de Europa. Cuando eran
superados por el miedo buscaban refugio en aquel origen. Algunos
tenían momentos de sinceridad que permitían conocer sus
pensamientos más íntimos, confesando que era la memoria europea la
que les nutría de la energía para enfrentar el temor y seguir
ordenando, a su manera, el desorden salvaje de las Américas.

El
explorador alemán, Carl Freidrich von Martius en el punto más
extremo de su viaje dentro de la Amazonia brasileña, escribía a
inicios del siglo XIX:


Profundamente
emocionado por el escalofrío de esta salvaje soledad, me senté para
dibujarlo; pero no intentaré describirle al lector los sentimientos
que durante este trabajo conmovió mi alma. Este era el punto más
occidental al que podría llegar el viaje. Entretanto me oprimían
todos los terrores de una soledad desprovista de seres humanos,
sentía una nostalgia indescriptible de la compañía de los hombres
de la querida Europa civilizada. Pensé cómo toda la cultura y la
salvación de la humanidad habían venido desde el Oriente.
Dolorosamente comparé aquellos países venturosos con este yermo
pavoroso, pero, aun así, me congratulé de estar aquí. Levanté la
mirada más al cielo y con coraje orienté el espíritu y el corazón
al Oriente amigo” (15).

Es
una confesión impactante porque, por un lado, von Martius realmente
nunca estaba solo ya que viajaba acompañado por brasileños que le
servían de guías, traductores y ayudantes. A pesar de estar rodeado
se sentía invadido por la soledad, y lo era por no estar junto a
otros europeos, los únicos que eran realmente “humanos”.

Por
otro lado, una vez más aparece el miedo ante lo que le rodea, ya que
a sus ojos de explorador la Amazonia era un desierto pavoroso, y lo
reconocía de un modo que recuerda al Dante antes de encaminarse al
Purgatorio.

Su
antídoto fue mirar al cielo en la dirección de Europa, confiado en
que desde allí llegaría la civilización redentora. El mandato era
claro y se repetía en todo el continente: se debía educar a los
salvajes, lo que implicaba imponerles otro idioma, cristianizarlos,
vestirlos, y comportarse del mismo modo que sus maestros.

En
juego está la necesidad de asegurar la obediencia, en aquellos
tiempos de los indígenas y campesinos, pero eso mismo luego se
continuó años después con obreros, empleados, y con cualquiera que
debiera ser miembro de la civilidad. El propósito ya está claro en
el significado de la palabra obedecer, que impone cumplir con la
voluntad de un superior o un mandante; es ejecutar las órdenes de
otros, y se aplicaba tanto a humanos como a animales. Es, como
explica un diccionario de 1609, el reconocimiento al mayor y
superior, y cumplir con los mandamientos de la fe (16), y como agrega
otro diccionario, pero en el siglo XIX, al indicar que es la
imposición de docilidad por la cual los “brutos”, uno de los
sinónimos de los salvajes, se “sujetan” a la enseñanza o al
arte(17).

Todo
eso se desplegó no solamente por medios simples y violentos sino
también por una construcción de la idea de normalidad que se
ajustaba a aquellos modelos eurocéntricos. Se puso en marcha un
disciplinamiento que abarcaba el espacio, el cuerpo, el pensar y el
sentir de las personas, tal como advierte Michael Foucault (18). La
pretendida normalidad no significa uniformidad, pero sí una
sobredeterminación de los modos por los cuales se producen los
discursos y prácticas que resultan en aceptar esas condicionantes.
De ese modo pueden coexistir diversas singularizaciones de las
personas o grupos, pero todos deben acatar los límites propios de la
modernidad ya que, siguiendo el razonamiento de von Martius, sólo
así serían humanos.

Esa
tensión fue muy evidente sobre todo para los pueblos indígenas
forzándolos a ser cada vez menos salvajes para ser más civilizados.
Era la única vía para ser reconocidos como “seres racionales y
dignos de disfrutar de la condición humana”, claro que ello es
según las escalas occidentales. Quedaban atrapados en una terrible
imposición, nos aclara la boliviana Silvia Rivera Cusicanqui,
debiendo “negarse a sí mismos y aprender los modos de ser y de
pensar de la minoría dominante” para no ser marginados y excluidos
(19).

Esos
mecanismos no sólo no han desaparecido en la actualidad, sino que se
ampliaron a las instituciones de enseñanza, la intelectualidad
académica y los medios de comunicación. En esos y otros ámbitos
han jugado roles decisivos en delimitar a lo normal como contracara
de una anormalidad que es inaceptable, y en la que justamente residen
los salvajes.

En
tanto obedecer es cumplir con la voluntad de otro, inmediatamente se
establece una jerarquía, donde encaje perfectamente aquellos
propósitos de la imposición de los varones sobre mujeres, padres
sobre hijos, maestros sobre alumnos, colonizadores sobre colonizados,
y de los humanos sobre la Naturaleza.


Orden
y progreso

En
el siglo XIX los mecanismos de control se reforzaron todavía más
bajo el llamado al progreso. Se volvió en el antídoto para superar
lo que se describía como sociedades retrasadas, inmaduras, frágiles
o salvajes. Así como en México, José María Luis Mora reclamaba
pasar del retroceso al progreso, del otro lado del ecuador, en
Argentina, Domingo Faustino Sarmiento exigía abandonar una condición
que calificaba como bárbara por ser americana y casi indígena, para
reemplazarla por europeos para ser civilizados (21).

El
salvaje seguía siendo el indígena, pero ahora se sumaba el criollo
o cholo, o a las razas, o incluso las clases, ya que todas
expresarían un atraso que se quería superar.

Al
mismo tiempo, las movilizaciones de cualquier de esos distintos tipos
de salvajes, como horda, manada, malón, o multitud, alimentaba
todavía más los temores que obligaban a controlarlos. Fue en ese
contexto que cristalizó el capitalismo en América Latina.

Pero
en esta situación, aquellos que se proclamaban como superiores a los
salvajes al mismo tiempo se confesaban incapaces de sacar a sus
países del supuesto atraso, y sumisamente admitían que necesitaba
de maestros europeos, especialmente franceses e ingleses. El
patriciado y la oligarquía latinoamericana que en aquellos años se
declaraba superior, a la vez construían su propia subordinación a
Europa.

De
ese modo, el imaginario del progreso en nuestro continente estuvo
anclado en sentir una inferioridad propia. En esas ideas descansan
los llamados a una recolonización, como sostenían de distinto modo
los argentinos Juan B. Alberdi y Domingo F. Sarmiento. Europa era el
modelo a seguir en aquel tiempo, y más tarde sería reemplazado por
Estados Unidos.

Esa
recolonización también era espacial y ecológica, para ordenar y
transformar paisajes que seguían siendo considerados como salvajes.
No se abandonó la avaricia por el oro y la plata, solo que se
sumaron otros minerales, y enseguida la conquista por la tierra para
la explotación agropecuaria. Caña de azúcar, tabaco, cacao, cueros
y tasajo, caucho y banano, se sumaron rápidamente. Los sitios que no
podían ser manejados, por la incapacidad colonial de entender otras
ecologías, eran calificados como desiertos, como ocurrió con la
Pampa, el Chaco o la Patagonia, a pesar de estar repletos de vida.

No
puede sorprender que, en aquel contexto, en el siglo XIX, el
positivismo de A. Comte se difundiera en todo el continente,
reclamando progreso, orden y obediencia. Uno de sus mayores éxitos
se logró en Brasil tal como se expresa en la bandera diseñada en
1889, bajo el impulso de la autodenominada “Iglesia Positivista”
y el apoyo de la Escuela Militar de Rio de Janeiro. “Orden y
Progreso” se lee en ella, un mandato que deriva directamente de la
sentencia de Comte «El amor por principio, el orden por base, el
progreso por fin». Compromisos de ese tipo también fueron abrazados
en el largo gobierno de Porfirio Díaz en México o en las
presidencias de Rafael Núñez en Colombia (22).

Pero
por detrás de esas ideas persistía el temor al salvaje. Por
ejemplo, Rafael Uribe Uribe, un político colombiano liberal que en
su momento se opuso al conservador Rafael Núñez, advertía en 1929
que casi todo el territorio del país estaba en “poder del
salvaje”, por lo que no podían asentarse las familias colombianas
o extranjeras sin exponerse a sus ataques. Concluía que si no eran
“amansados” no tardaría el día que se deberá “derramar su
sangre y la nuestra para contenerlos” (23). De uno y otro modo,
todas esas generaciones y en todos los países, se sentían como
“europeos exilados” en estas “salvajes pampas”, como decía
José Luis de Imaz en la década de 1960 (24).

Bajo
esas condiciones, ideas como las del progreso expresaban el avance de
una civilidad y una razón que, como advertían ya en el siglo XX,
Horkheimer y Adorno, tenían el objetivo de “liberar a los hombres
del miedo y construirlos en señores” (25). La invocación del
progreso primero, y la del desarrollo más recientemente, se
volvieron una huida hacia adelante para dejar atrás el temor y
renovar las formas de dominación. Junto a otras concepciones y
sensibilidades cristalizaron en la Modernidad. En esos cimientos se
encuentran la disociación de la sociedad de la Naturaleza, el
antropocentrismo en entender y asignar valores, epistemologías de
talantes cartesianos, el convencimiento de la linealidad en una
historia que a su vez era la historia occidental, o el eurocentrismo
en concebir a la política o la justicia.

Sin
embargo, el miedo nunca desapareció porque siempre había un salvaje
más a controlar. Desde que se izó la bandera del orden y el
progreso a fines del siglo XIX en Rio de Janeiro, a las celebraciones
del presidente Jair Bolsonaro, en la Brasilia del siglo XXI, lo que
se ha visto es cómo la idea de progreso fue reemplazada por la de
desarrollo, travistiendo la ambición filosófica por formulaciones
económicas, mientras se endureció más y más el disciplinamiento.
Los maestros franceses y alemanes del siglo XIX fueron reemplazados
en el siglo siguiente por manuales y consultores enviados desde
Washington. La obsesión con el crecimiento económico no se abandonó
en todo lo ancho del espectro político, ya que la irrupción de la
nueva izquierda, a inicios del siglo XXI, terminó en un progresismo
que no ocultaba que José “Pepe” Mujica tomara mate con David
Rockefeller o Evo Morales disertara para el periódico empresarial
Financial Times. La obsesión con el progreso hacía que se
subordinaran al capital.

Aquellos
temores fundacionales se continuaron embebidos en los actuales. Los
siglos han pasado, “¿cuánto? ¿dos siglos?”, interconectados
por una “sensación indestructible de la angustia”, como cuenta
Diamela Eltit en su narración de una hija que en un hospital cuida a
su madre, la que se transfigura en el país o nación chilena. Una
madre-patria que está rota, operada y sangra (26). El miedo al que
me refiero es análogo a esa imagen, ya que está siempre allí,
desde el inicio de la colonia, muchas veces disimulado, no siempre
evidente, pero permanente.

La
antropofagia del civilizado

Ante
esos avances de la Modernidad no faltaron los que propusieron una
antropofagia por la cual los primitivos, sean amerindios como
africanos, deglutieran a los modernos. “Sólo la antropofagia nos
une” dirá Oswald de Andrade, apelando a la imagen de aquellos
salvajes que al ser caníbales aterrorizaban a los primeros
colonizadores (27). Pero en ese intento se contrapone al indio como
natural, contra humanos que serían civilizados, entremezclando un
mundo colonial con una modernización que estima como positiva.
Apunta a una síntesis que sería matriarcal pero tecnológica, sin
clases, pero enfocada en el progreso, y por ello no logra romper el
cerco de la Modernidad (28). El punto de partida de Andrade, en el
siglo XVI, donde supuestamente los indios devoran al primer obispo
portugués, termina en el siglo XX en un brasileño modernizado que a
su manera también es un creyente en el progreso.

Pero
de Andrade expresa una intencionalidad que debe ser valorada, ya que
el propósito de ser antropófago es un acto contundente de
desobediencia ante los mandatos de la Modernidad. Los modernos no
pueden ser caníbales porque son civilizados, y si lo hicieran,
inmediatamente caerían en el espacio de la anormalidad que debe ser
castigada.

Sin
embargo, la construcción de la Modernidad discurrió de algún modo
en un canibalismo inverso. Es que, aunque desde un comienzo, los
europeos y criollos deseaban las riquezas en recursos naturales y
territorios de los indígenas, “los indios no desearon jamás el
espíritu de los blancos”, y sólo “se sometieron cuando los
blancos los obligaron a creer que deseaban el espíritu de los
blancos”, tal como sentenciaba tiempo atrás el argentino David
Viñas (29).

Los
modernos que están en la cúspide del poder, como los políticos,
empresarios, e incluso académicos, está tan compenetrados en
dominar y controlar que no dudan en travestirse de tanto en tanto
como indígenas. No tienen vergüenza en ritualizar la estética de
aquellos, sabiendo que gozan de impunidad, y que al hacerlo refuerzan
el disciplinamiento sobre otros. Se adornan como si fueran indios,
como si eso bastara para entender sus demandas y respetar sus
identidades. Pero ni siquiera esas actuaciones, como si se ingirieran
partes de distintas culturas, logra solucionar los problemas. Nada de
eso resuelve el miedo primigenio de los modernos, ya que cada vez que
el temor se presenta será necesaria una a nueva antropofagia.

Una
modernidad permanentemente inacabada

Estamos
ante una generalizada adhesión a la “santísima trinidad” de la
Modernidad, con el Estado como el padre, el mercado como el hijo, y
la razón como espíritu santo, según recuerda Eduardo Viveiros de
Castro (30). Es un acto de fe para calmar el miedo fundacional. Ha
sido tan efectivo que sin dejar de reconocer algunas crisis que
ocurren en su seno, prevalece el convencimiento de que todos los
problemas se solucionarán siendo más modernos.

Termina
aceptándose a la Modernidad como un proyecto inacabado, tal como
apuntaba Jürgen Habermas, para que de ese modo muchos se entretengan
buscando una nueva versión que resolvería los problemas actuales
(31). Esas buenas intenciones se repiten permanentemente en América
Latina, muchas veces formuladas como planes multiculturales e incluso
interculturales, que apuestan por una nueva Modernidad que respetará
y reelaborara los saberes e identidades indígenas, algo así como
andinos que repiensan al Platón helénico como cándidamente celebra
Fernando Calderón para Bolivia (32).

Ante
advertencias de este tipo, hay muchos que reaccionan insistiendo en
que se basan en visiones simplistas y monolíticas, casi
caricaturescas, de la Modernidad.

La
respuesta es que la Modernidad es plural; a su interior es
heterogénea, tanto en sus concepciones y sus sensibilidades, como en
los modos en que se entremezclan con las historias locales y
regionales.

Pero
toda esa diversidad mantiene saberes y sensibilidades comunes,
compartidas por las grandes corrientes liberales, conservadoras y
socialistas, que sirven como cimientos sobre los que descansa esa
heterogeneidad.

Se
toleran discusiones, disputas que pueden ser muy intensas o incluso
revoluciones, pero no se pone en discusión esa esencia en los modos
de pensar y sentir. Se puede discutir cómo progresar, pero no se
acepta abandonar esa idea; es posible debatir sobre la gestión de la
Naturaleza, pero la dualidad que la separa de la sociedad no está en
duda.

Somos
subdesarrollados porque queremos ser desarrollados a imagen de ellos.
Entonces no puede sorprender escuchar a los que sostienen que las
críticas deben apuntar al capitalismo y no a la Modernidad,
asumiendo que habría una Modernidad no-capitalista que sería
beneficiosa y positiva.

Seguir
ese camino implica que otra vez se intente transitar de una variedad
a otra de la Modernidad, convirtiéndose en una alternativa que
refuerza aquellos cimientos porque no puede llegar a cuestionarlos.

Es
de ese modo que continuamente son reproducidos disciplinamientos que
determinan lo aceptable e inaceptable, lo cuestionable e
incuestionales, lo sensible y lo insensible (33).

Esto
es muy claro en América Latina porque estamos rodeados de ejemplos
de esos vaivenes dentro de la Modernidad. Hemos presenciado
frenéticas defensas y ataques entre distintos tipos de desarrollo,
pero todos ellos desarrollos al fin, ensimismados en la modernización
y el crecimiento. Hemos escuchado proclamaciones partidarias por
derecha y por izquierda, viejos conservadores contra socialistas del
siglo XXI, y así sucesivamente, aunque todos terminan encerrados en
los mismos preceptos de la política moderna.

Se
ha subestimado que la Modernidad alimenta su vigor al permitir esa
diversidad, y si bien se sacude con episodios de crítica y locura,
no todos son tolerables. El disciplinamiento determina qué se puede
discutir y qué no, cuáles cambios son imaginables y cuales
inconcebibles. No necesariamente prohíbe algunas alternativas, sino
que las ha hecho impensables. Esto tampoco resulta de una simple
imposición del norte, especialmente europeo, sobre un sur, sino que
unos y otros participaron a su modo. La subordinación se forjó,
como se indicó arriba, porque muchos aquí en el sur buscaban y
deseaban el magisterio que venía desde el norte, y entre todos
organizaron este entremado.

Pero
ya no hay más tiempo para seguir intentando rescatar a la
Modernidad. Se han aplicado todo tipo de reformas, ajustes,
modificaciones y hasta revoluciones en su seno, pero ninguna de ellas
ha alterado esas esencias. Casi todos siguen convencidos que la
Naturaleza está separada de los humanos, que el logos cartesiano
brindará soluciones científico-tecnológicas, y que debemos marchar
hacia el progreso.

Sin
embargo, los impactos sociales y ambientales se siguen acumulando a
un ritmo cada vez más veloz, y los intentos de reparación no logran
resolverlos.

Quienes
se consideran civilizados y observan con desprecio a aquellos que
tildan como salvajes, terminan aceptando la desigualdad, la pobreza y
la violencia. Repiten los mismos esfuerzos para resolver los
problemas sin asumir su repetido fracaso. No es posible seguir con
esos intentos, porque se han sumado nuevas crisis, de una gravedad
inusitada y en una escala planetaria. Estamos sufriendo una debacle
ecológica que pone en riesgo a toda la vida en el planeta, y la
Modernidad es incapaz de resolverla precisamente porque es su causa.

La
organización, la sensibilidad y el pensar moderno reviste una
petulancia total al concebirse como universal y único, sin límites,
y por lo tanto sin alternativas más allá de éste. Como sólo se
conciben y comprenden disputas a su interior no se sueña con una
escapatoria. Los tránsitos entre distintas modernidades alimentan la
ilusión de cambios que en realidad son siempre regresos. Y en esos
retornos siempre está presente aquel miedo básico.

Tal
vez, como hace decir Diamela Eltit a esa hija que es todas las hijas
de una madre patria, ya es tarde para curar esa angustia de siglos
porque está “en marcha un operativo para decretar la demolición y
la expatriación” de todos los cuerpos.

En
las minas, donde los “huesos cupríferos serán demolidos en la
infernal máquina chancadora”, el “polvo cobre del último
estadio de nuestros huesos terminará fertilizando el subsuelo de un
remoto cementerio chino” (34).

Esos
operativos de demolición de personas, culturas y ecologías resultan
de la capacidad de la Modernidad en extender y reforzar continuamente
el control y la dominación para asegurar el orden normalizado. Si
algunos dudaban de ello, la pandemia de 2020 por el coronavirus lo ha
dejado en claro, y, además, el miedo volvió a la superficie. La
gente teme por su salud, por su trabajo, sus ingresos económicos,
por la suerte de sus familiares y amigos. El enemigo a dominar es un
virus incontrolable, indomable y peligroso.

Se
redobló el disciplinamiento y la dominación, con toda una
proliferación de controles sociales como toques de queda, clausura
de barrios o ciudades, cuarentenas vigiladas por policías y
militares, o limitar la movilización ciudadana. Esas acciones se
sumaron a otras que ya estaban entre nosotros, como las cámaras de
vigilancia en las calles, o los algoritmos que hurgan en nuestro uso
de internet, espiando los chismes y fotos que compartimos en las
redes sociales. La irrupción del Covid19 ha hecho que distintos
sectores ciudadanos no sólo acepten esa vigilancia, sino que
reclaman reforzarla; quieren ser obedientes para dormir en calma.

Ladridos
salvajes en los sótanos

Hemos
llegada a la situación donde el propósito de sobrevivir a la
Modernidad exige abandonarla. Ante esa misión, tal vez Nietzsche
tuviese razón al decir que aquellos que desearan volverse sabios, en
primer lugar, deberían escuchar a los perros salvajes que ladran en
sus sótanos (35).

Desafiaba
a entender a un animal y no a otras personas; eran perros, no
aquellos domesticados que juegan en el jardín o dentro del hogar,
sino los que son tan salvajes que están recluidos en la penumbra del
sótano. Allí todavía están los restos de la condición salvaje
que la Modernidad debe mantener aprisionada, y que cuando alguno se
libera, rápidamente lo persigue y captura, festejan el éxito de
volver a recluirlo (36).

Si
actualmente se banaliza lo salvaje como un perfume o se lo arrincona
en las crónicas rojas de los informativos televisivos, su liberación
posiblemente tendrá pocos apoyos. Tampoco será posible mientras
siga operando esa obediencia esencial que una y otra vez es
alimentada por el miedo.

Pero
la escucha de esos ladridos, el empuje de lo que ocultamos en
nuestros sótanos, es indispensable para pensar e imaginar
alternativas, para sentir de otras maneras, más allá de los límites
del orden y el progreso.

Es
una desobediencia radical que tiene que remontar barreras muy
vigorosas, como la constituida por la mutua vinculación entre miedo
y dominación. Si se puede quebrar el temor fundacional se dejará de
alimentar la pulsión de dominación.

Indígenas
y salvajes

Como
la Modernidad es heterogénea, no puede sorprender que albergara
múltiples críticos a esa condición, y que algunos de ellos
tuvieran la agudeza de llegar hasta sus límites. Los Horkheimer y
Adorno en el norte, los Dussel en el sur, juegan papeles clave en
deconstruir el mundo moderno alentando a imaginar otros futuros.

Pero
sin dejar de reconocer esos aportes, la desobediencia radical es
imposible sin los aportes y la participación de ese conjunto que
llamamos indígenas. Pero no debería caerse en simplificaciones, ya
que el salvaje del siglo XXI no puede ser confundido con un indígena
idealizado, resucitado desde el pasado, lo que es obviamente
imposible, ni con la intención de crear un nuevo “indio”, lo que
es tonto y también irrespetuoso.

Indígena
sigue siendo una etiqueta colonial aplicada a una enorme diversidad
de pueblos y culturas que quedaban de ese modo homogeneizados. Es una
designación que sirvió para la dominación.

Hoy
en día, incluso allí donde en la superficie se intentan aplicar
respetuosos planes multiculturales, de todos modos, son los modernos
quienes deciden cuáles atributos de los mundos indígenas son
positivos y merecerían sumarse a la reconstrucción de la
Modernidad.

A
su vez, casi todos esos pueblos han sido afectados de distintas
maneras por la Modernidad, y eso explica que existan múltiples
situaciones, desde quienes defienden haber sido civilizados y
modernizados, deseosos de participar del crecimiento económico, a
los que aún dentro de esa civilidad, se resisten, a veces
calladamente, otras veces activamente.

Pero
aun reconociendo todas esas condiciones, al interior de esos mundos
persisten ideas, actitudes, saberes y afectividades que están en los
bordes de la Modernidad, muestran sus límites, e incluso se ubican
más allá de ellas. Muchos siguen siendo desobedientes, y es por eso
que son salvajes.

Recordemos
que lo que era visto por los colonizadores como salvajismo respondía
a esa desobediencia. Los jesuitas que en el siglo XVII celebraban el
“amansamiento” de muchos guaraníes, a la vez criticaban a los
achés o guayaquís como salvajes por vivir en “absoluta libertad”,
y por ello les temían al verlos como indolentes e irracionales.

La
vieja pregunta de algunos colonizadores sobre si los salvajes tenían
alma, para esos jesuitas fue desplazada por la interrogante sobre si
podían usar la razón (37). Los salvajes “no adoran nada, al fin
de cuentas, porque no obedecen a nadie”, tal como advierte Viveiros
de Castro (38). Es precisamente ese tipo de desobediencia radical,
que no está atada a las normas y creencias, o por lo menos a
aquellas que son propias de la Modernidad, la que necesitamos en la
actualidad.

En
efecto, sin esos aportes difícilmente se podrán construir
alternativas más allá de la Modernidad. Los intentos desde las
cosmovisiones occidentales sin duda pueden ser muy importantes, pero
no lograrán romper por sí solos los acuerdos sobre la normalidad
moderna.

Necesitamos
ayuda que provenga y se inspire en esos mundos indígenas, sean de
quienes resisten como de quienes recuerdan. A su vez, en las
condiciones actuales de los pueblos indígenas, sus alternativas
requerirán el aporte de la crítica que hacen los modernos
desconformes y desobedientes.

Esa
mutua necesidad permite advertir sobre otra simplificación: no es
posible que todos nos convirtamos en indígenas, ni tampoco se pueden
clonar las identidades, culturas o historias. Pero cualquiera de
nosotros puede volverse un salvaje.

Podemos
ser salvajes

En
efecto, no todos podemos ser indígenas, pero es posible plantarnos
como salvajes. Cualquiera puede intentarlo, ya que no depende del
color de la piel, el origen del nombre y del apellido, el lugar de
nacimiento o la cultura aprendida desde la familia y la escuela. Lo
que se requiere es una desobediencia radical a la normalidad de la
Modernidad.

Esa
desobediencia es radical en el sentido que debe dejar atrás tanto el
miedo como la dominación, dos condiciones que están profundamente
arraigadas. Es una condición tan antigua que en el origen de la
palabra obedecer está la sumisión del esclavo al amo, una
obediencia que respondía al miedo que éste le tenía.

Si
todos los que adhieren a los magisterios de la “santísima
trinidad” moderna, piensan y sienten en “modérnico”, los que
se vuelven salvajes comienzan a pensar, sentir y expresarse en otros
lenguajes.

Por
lo tanto, su radicalidad está en que rompe con las raíces
compartidas por la Modernidad. Lo es no solamente en un sentido
epistémico, sino incluso ontológico. Esto la hace muy distinta a la
desobediencia del delincuente que quebranta una ley, la del objetor
de conciencia, e incluso de los que corrientemente se concibe como
desobediencia civil.

Lo
es porque éstas siguen estando enmarcadas dentro de la Modernidad,
mientras que la desobediencia salvaje se siente libre para poner en
entredicho todos esos conceptos, tanto en quienes los acatan como en
sus infractores. Eso no impide que la desobediencia salvaje pueda
servirse, por ejemplo, de la desobediencia civil en algunas
circunstancias. Pero no es sólo eso, es mucho más.

La
desobediencia radical, pongamos por caso, no acepta las formas
modernas de entender y asignar valores, pone en entredicho incluso
qué es un valor, y de allí puede repensar las distinciones entre lo
correcto e incorrecto, lo justo o lo injusto. No acepta el canon de
una historia única, universal, que nos predestina a seguir
progresando, y en cambio se admira ante multiplicidad de historias
locales y regionales. Es una desobediencia socioambiental porque
tampoco cree en la dualidad que separa la Naturaleza de la sociedad.

La
condición salvaje no se refiere a personas o actores sociales, no
debe pensarse en un rebelde en la ciudad o un indígena en la sierra.
Es un modo de pensar y sentir que desafía la normalidad, es una
actitud, es una praxis. No es posible ser salvaje en forma aislada,
no es una reflexión personal ni una desconexión individual. La
desobediencia sólo se puede constituir en colectivos, siempre es una
pluralidad. En las movilizaciones o prácticas colectivas es cuando
se ejerce estas desobediencias.

Del
mismo modo, los salvajes construyen su propia espacialidad, creando
espacios desobedientes que no siguen los órdenes de la modernidad,
habitados tanto por humanos como por otros existentes. Así como en
el pasado los salvajes ocupaban las selvas, los nuevos salvajes deben
crear sus nuevas “selvas” contemporáneas.

Nada
de esto es sencillo, y aun reconociendo las dificultades, a pesar de
todas las trabas y condicionantes, de todos modos, estamos rodeados
de intentos salvajes, manifestaciones de desobediencia radical que a
su vez generan espacios autónomos ante la dominación. Están, por
ejemplo, en una comunidad vecinal en un barrio, en una iniciativa
colectiva rural enfocada en la agroecología, en prácticas
artísticas de cualquier tipo, en otras religiosidades y, porque no,
también en la magia. No solamente son reacciones a escala local,
sino que pueden generalizarse, y un ejemplo reciente y contundente ha
sido el estallido social que ocurrió en Chile en octubre de 2019.

A
lo largo de las siguientes semanas se encadenaron rebeliones y
desobediencias, sumando a todo tipo de actores ciudadanos. Así como
Albert Camus decía que en la rebelión nace la conciencia, podría
sostenerse que en estallidos como el chileno alumbraron el retorno de
los salvajes.

Ciertamente
no todos los que estaban en las calles eran nuevos salvajes, pero
algunos sí, y entre los que no lo eran había varios que comenzaban
a dudar del orden y el progreso. La desobediencia a la que aquí se
alude no estaba en tirar piedras o en incendiar comercios, sin que se
refiere a su sentido más profundo donde todo podía ser discutido,
todo podía ocurrir en las calles, y cualquiera podía hacerlo a su
modo.

Mucha
gente mostraba que había dejado de creer en la normalidad chilena y
su éxito económico, tal como se les había machacado por décadas.
Se abrieron espacios de reconocimiento y debate sobre la situación
de los pueblos indígenas, en un país donde se los había marginado
y ocultado desde tiempos coloniales. Había tantos salvajes
desobedientes en las calles que desde la derecha política chilena no
dejaban de denunciarlos exigiendo repetidamente la imposición de más
orden y más castigos. Esa movilización carecía de líderes
visibles, y en ello se desvaneció el vínculo entre el mandante y el
obediente que es típica en el disciplinamiento moderno. El miedo
quedó atrás.

No
es posible predecir el devenir futuro del estallido social chileno, y
es necesario tener precaución porque en el pasado, otras
desobediencias ciudadanas fueron disciplinadas con el paso de los
meses, y finalmente engullidas otra vez por la Modernidad. Están
allí los casos del “que se vayan todos” en Argentina en 2001,
diferentes sublevaciones indígenas y populares, como la “guerra
del gas” de 2003 en Bolivia, y antes, por ejemplo, las distintas
versiones del “mayo francés” en 1968.

Otros,
en cambio, siguen resistiendo, como parece ocurrir con el zapatismo
mexicano. Más allá de esto, el caso chileno como aquellos otros,
son válidos para dejar en claro que existen esas posibilidades y que
ellas ocurren continuamente, y que no son simplemente pequeñas
manifestaciones locales, sino que pueden desencadenar cataclismos
políticos y sociales.

Esos
y otros casos muestran que la desobediencia salvaje puede perforar
las imágenes y los significados de la Modernidad. Recordando a
Taussig, una vez más, el salvajismo “desafía la unidad del
símbolo, la totalización trascendente que ata la imagen a lo que
representa», es la “muerte de la significación» (39).

Debe
serlo además en ese sentido radical de acabar con la inevitable
necesidad que tiene el orden moderno de crear nuevos salvajes para
inmediatamente disciplinarlos, legitimando su dominación y control.
Es, entonces, un salvajismo que nos puede liberar de las oposiciones
entre caos y orden, inculto y culto, incivilizado y civilizado.

Desobedientes
para sobrevivir, salvajes para desobedecer

Al
iniciarse la segunda década del siglo XXI, enfrentamos múltiples
crisis en los más diversos frentes. La búsqueda de alternativas no
es un lujo ni una manía de académicos o inconformistas, sino que
debería ser la tarea más urgente a enfrentar por nuestras
sociedades. Los más severos problemas sociales no se han
solucionado, y sobre ellos se agrega una debacle ecológica que pone
en riesgo a la vida misma en un futuro inmediato. Todas las
soluciones modernas que se han intentado han fracasado, y por esa
razón no hay otra opción que buscar cambios más allá de ella.

Esos
pasos sólo son posibles si se logra superar el miedo fundacional que
alimenta el disciplinamiento. Se ha dicho muchas veces que la
condición colonial se caracterizó sobre todo por la dominación,
con lo cual no siempre se asume que ésta deriva directamente del
temor –son inseparables.

Desde
el inicio colonial se ha sucedido el miedo a la selva, a la
inmensidad, al desierto y a las montañas. El miedo al indio, al
negro, al mestizo, al cholo. El miedo al pirata, al invasor, al
extranjero. El miedo al campesino, al pobre y al enfermo. El miedo al
guerrillero, al soldado, al policía, al ladrón y al narco. El miedo
al patrón, al político o al empresario. El miedo al desempleo, la
lluvia, el hambre o la enfermedad. El miedo al día de mañana. El
miedo al miedo. Son estos temores y pavores los que alimentan la
dominación y el disciplinamiento. Pensar, imaginar y desear otros
futuros sólo es posible si los dejan atrás.

Así
se vuelve posible desobedecer las reglas y normas que imponen la
normalidad y el orden que hacen a la esencia de la Modernidad. Es
dejar de asumirlas como mandatos inescapables. Es imaginar que pueden
existir otras normas, otros órdenes; es poder tener la oportunidad
de escoger. Esa es la postura que corresponde a lo que inicialmente
se denominaba como salvaje. Diciéndolo de otro modo: debemos ser
salvajes para poder construir alternativas.

Esta
condición salvaje no se refiere a una desobediencia en sus sentidos
banales, sino que anida en aquellos sótanos y cimientos. Son actos
de ruptura radical con las raíces afectivas y racionales que
sostienen en pie a la Modernidad, es recuperar la capacidad para
encontrar sus límites, y asumir que pueden ser cruzados. Es
recuperar la posibilidad de imaginar y pensar lo inimaginable, lo
inconcebible, lo prohibido.

Es
desobedecer para no aceptar que la Naturaleza y la sociedad están
separadas, para no obsesionarnos con el crecimiento y la posesión.
Desobedecer para no estar obligado a ser capitalistas o socialistas.
Desobedecer para dejar de desear el espíritu de los “blancos” y
respetar a los indígenas. Desobedecer para no repetir una historia
que creemos universal. Desobedecer para comenzar a escuchar a la
Naturaleza. Desobedecer para acompasarnos a tiempos lentos, pausados,
ecológicos. Desobedecer para reconocer que hay valores en otros
seres y objetos. Desobedecer para no tener más miedo. Desobedecer
para volver a ser salvajes.

Notas

(1)
Infierno, Divina Comedia, escrito por Dante Alighieri, posiblemente
entre 1304 y 1307.

(2)
Esa reformulación de la idea de salvaje la analiza Roger Bartra en
El mito del salvaje, Fondo Cultura Económica, México, 2011.

(3)
Así se los describe por ejemplo en el Tesoro de la Lengua
Castellana, Sebastián Covarrubias Orozco, L. Sánchez impresor,
Madrid, 1609.

(4)
Cartas de relación de la conquista de México, H. Cortés, Espasa
Calpe, México, 1961 (1519-1526).

(5)
The North-West Amazons. Notes on some months spent among cannibal
tribes, T. Whiffen, Constable, Londres, 1915.

(6)
Discurso narrativo de la conquista de América, B. Pastor, Casa de
las Américas, La Habana, 1983.

(7)
Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, J.
Ginés de Sepúlveda. Fondo Cultura Económica, México, 1996 (1550),
págs. 85 y 101.

(8)
Véase, por ejemplo, La gestación del odio indígena hacia el
conquistador en el siglo XVI, L. Fossa, en El odio y el perdón en el
Perú. Siglos XVI al XXI (C. Rosas Lauro, ed). Fondo Editorial
Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 2009.

(9)
Ensayos, M.E. de Montaigne, edición de M. de Gournay. Acantilado,
Barcelona, 2007 (1595).

Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los
hombres, J.J. Rousseau, Biblioteca Nueva y Siglo XXI, Madrid, 2014
(1755).

(10)
Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, G.W.F. Hegel,
Altaya, Barcelona, 1994 (1837).

(11)
Véase, por ejemplo, Nosotros y los otros, T. Todorov, Siglo XXI,
México, 1991.

(12)
¿Qué tal raza?, A. Quijano, Ecuador Debate, Quito, 48: 141-152,
1999. Otros textos en la antología Aníbal Quijano. Cuestiones y
horizontes, seleccionada por D. Assis Clímaco, Clacso, Buenos Aires,
2014. Además, La invención del racismo. Nacimiento de la
biopolítica en España, 1600-1940, Francisco Vázquez García, Akal,
Madrid, 2009.

(13)
Chamanismo, colonialismo y el hombre salvaje. Un estudio sobre el
terror y la curación, M. Taussig, Editorial Universidad Cauca,
Popayán, 2012, pág. 179.

(14)
Véase, por ejemplo, A un año de la muerte de Camilo Catrillanca: la
cronología del caso a la espera del juicio, El Mercurio, Santiago,
14 noviembre 2019,
https://www.emol.com/noticias/Nacional/2019/11/14/967128/Cronologia-Caso…

(15)
Viagem pelo Brasil (1817-1820), J.B. von Spix y C.F.P. von Martius,
Senado Federal, Brasilia, 2017, Vol III, pág. 344; traducción de EG
desde la versión en portugués.

(16)
Tesoro de la lengua castellana … op. cit.

(17)
Diccionario general etimológico de la lengua española, E. de
Echegaray, J.M. Paquineto Editor, Madrid, 1889, tomo 4.

(18)
Véase por ejemplo Defender la sociedad, M. Foucault, Fondo Cultura
Económica, Buenos Aires, 2000.

(19)
Violencias (re)encubiertas en Bolivia, S. Rivera Cusicanqui, La
Mirada Salvaje, La Paz, 2010.

(20)
Las fotografías están tomadas de: (izquierda) Los escándalos del
Putumayo, C. Rey de Castro, Barcelona, 1913, reproducido en La
defensa de los caucheros, Monumenta Amazónica, Lima, 2005; (derecha)
En el Putumayo y sus afluentes, E. Robuchon, La Industria, Lima,
1907.

(21)
Revista política de diversas administraciones que ha tenido la
República hasta 1837, J.M.L. Mora, en Pensamiento positivista
Latinoamericano, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980 (1838).

Facundo
o civilización y barbarie en las pampas Argentinas, D.F. Sarmiento,
Planeta Agostini, Buenos Aires, 2000 (1845).

(22)
El impacto de esas ideas en América Latina se revisa en: El
positivismo, L. Zea, en Pensamiento positivista Latinoamericano,
Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980.

(23)
La cita en Indios, negros y otros indeseables, P. Gómez Nadal,
AbyaYala, Quito, 2017. Muchos otros ejemplos de la condición del
salvaje se encuentran en esta obra.

(24)
Nosotros, mañana, J.L. de Imaz, Eudeba, Buenos Aires, 1968.

(25)
Dialéctica de la ilustración. Fragmentos filosóficos, M.
Horkheimer y T.W. Adorno. Trotta, Madrid, 1998 (1944), p 59.

(26)
Impuesto a la carne, D. Eltit, Eterna Cadenacia, Buenos Aires, 2010,
p 116.

(27)
Manifesto antropófago, Oswaldo de Andrade, Revista de antropofagia,
No 1, São Paulo, 1928.

(28)
Véase, por ejemplo: A crise da filosofia messiânica, su tesis de
1950, en: Obras completas, Oswald de Andrade, Vol 6, Civilização
Brasileira, Rio de Janeiro, 1972.

(29)
Indios, ejército y frontera, D. Viñas, Siglo XXI, México, 1982.

(30)
En: A revolução faz o bom tempo, E. Viveiros de Castro, video en:
Os Mil Nomes de Gaia, 2015,
https://www.youtube.com/watch?v=CjbU1jO6rmE&feature=youtu.be

(31)
La modernidad, un proyecto incompleto, J. Habermas, en: La
posmodernidad, H. Foster, ed., Kairós, 1988.

(32)
América Latina y el Caribe: tiempos de cambio. Nuevas
consideraciones sociológicas sobre la democracia y el desarrollo, F.
Calderón. FLACSO y Teseo, Buenos Aires, 2012, p 228.

(33)
Sólo a modo de ejemplo sobre la condición Moderna puede verse El
lado más oscuro del renacimiento, W.D. Mignolo, Editorial
Universidad del Cauca, Popayán, 2016, y especialmente el nuevo
epílogo.

(34)
Impuesto a la carne, op. cit., p. 185.

(35)
Así habló Zaratustra, F. Neitzche, Alianza Editorial, Madrid, 1972
(1883-1885).

(36)
Esa era una de las preocupaciones de Nietzsche; ver también La
genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1972 (1887).

(37)
Ratones y jaguares. Reconstrucción de un genocidio a la manera de
los Axe-Guayakí del Paraguay Oriental, B. Melía y C. Münzel, en:
“Las culturas condenadas” (A, Roa Bastos, ed.).Siglo XXI, México,
1978.

(38)
La inconsistencia del alma salvaje, E. Viveiros de Castro, UNGS,
Polvorines, 2018.

(39)
Chamanismo, colonialismo …, citado arriba, pág. 271.




Fuente: Arrezafe.blogspot.com