March 2, 2021
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La
Tiza
(Cuba) – 19/02/2021

La
familia revolucionaria

Nuestra
América vive un tiempo nuevo. El régimen chileno, mitad neoliberal,
mitad pinochetista, cruje. La resistencia crece. Y toda resistencia
se fortalece y consolida en la medida en que aprende de su propia
historia. Nada mejor, entonces, que recuperar enseñanzas para los
tiempos porvenir.

Miguel
Enríquez
[1944–1974], como tantos otros militantes de
Nuestra América, constituye una de las principales fuentes de
inspiración para las nuevas rebeldías. Hijo político del Che
Guevara y, por eso mismo, hermano de nuestros Mario Roberto Santucho,
John William Cooke, Alicia Eguren y Daniel Hopen; Miguel pertenece a
esa gloriosa familia continental que también integran Luis Emilio
Recabarren, José Carlos Mariátegui, Julio Antonio Mella, Farabundo
Martí, Fidel Castro, Carlos Fonseca, Roque Dalton, Carlos
Marighella, Fabricio Ojeda, Silvio Frondizi, Rodolfo Walsh, Turcios
Lima, Inti Peredo, Tamara Bunke, Raúl Sendic, Camilo Torres, Raúl
Pellegrín y Cecilia Magni, entre muchísimos más.

Que
el recuerdo de su caída sirva no sólo para rememorarlo con cariño
y orgullo en su querido país —hoy en plena ebullición popular,
tras medio siglo de neoliberalismo— sino también para aprender de
él, de su pensamiento, de su ejemplo y de su lucha en toda Nuestra
América y el mundo.

Un
joven rebelde que interviene sin pedir permiso

Miguel
vivió la lucha revolucionaria de su pueblo como un joven rebelde. No
solamente por su corta edad sino además por su mente abierta, su
antiimperialismo visceral y su desafío de las jerarquías
establecidas.

Su
vida política juvenil fue meteórica. Vivió joven y,
lamentablemente, murió joven. Apenas había cumplido los 30
(treinta) años cuando la muerte en combate lo encontró dignamente
donde tenía que estar. Del lado del pueblo, de cara al enemigo,
enfrentando la dictadura contrainsurgente del general Pinochet, quien
inauguró —Milton Friedmann mediante— el neoliberalismo a escala
mundial. Incluso antes que la Inglaterra de Margaret Thatcher y los
Estados Unidos de Ronald Reagan.

¡Sí,
Miguel tenía apenas treinta años! Parece mentira. —No olvidemos
que Julio Antonio Mella, el fundador del primer partido comunista
cubano, fue asesinado en su exilio mexicano cuando apenas tenía 25
años… —. Y pensar que ya a esa edad había desarrollado todo un
pensamiento teórico propio y una acción política encaminada a
concretarlo.

Deberían
tenerlo en cuenta algunos ex-revolucionarios, arrepentidos o
quebrados, cansados de luchar y de confrontar, que apelando a su
prestigio del pasado hoy se pliegan al poder subestimando con
soberbia a las nuevas generaciones de militantes rebeldes que en el
Cono Sur de Nuestra América y en otras latitudes se están formando
con el objetivo de sembrar la simiente de una nueva y futura oleada
revolucionaria. Esos mismos que, tan lejanos de la humildad de Miguel
Enríquez y de Robi Santucho, de Fidel y el Che, de Sendic y
Marighella, en lugar de acompañar a las nuevas generaciones en la
recuperación de la tradición revolucionaria “olvidada”, de
alentarlas en la rebelión contra el sistema imperialista y en el
rechazo de sus múltiples estrategias contrainsurgentes —las
“duras” y las “blandas”— , de transmitirles la experiencia
del pasado —incluso si fue derrotada— , están más preocupados
por lustrar su propio ego y exaltar su propio ombligo.

La
tarea urgente de nuestros días presupone revertir lo que el
genocidio de las dictaduras militares —y las metafísicas “post”
que las sucedieron durante las décadas subsiguientes en el campo de
las formaciones ideológico-políticas— intentaron implementar: el
olvido sistemático de las insurgencias y la “deconstrucción” de
identidades antimperialistas y anticapitalistas en los movimientos
juveniles del continente. Si a comienzos del siglo XX ser de
vanguardia implicaba romper con todo pasado y toda tradición,
actualmente, en el siglo XXI, después del genocidio y las
metafísicas “post” —postestructuralismo, posmodernismo,
posmarxismo, estudios postcoloniales, etc.— , no hay nada que sea
políticamente más urgente y radical que recuperar la tradición
revolucionaria olvidada y superar el vacío artificialmente inducido
entre aquella generación de Miguel Enríquez y la actual.

En
el año en que se funda el Movimiento de Izquierda Revolucionaria-MIR
de Chile, Miguel Enríquez tenía 21 años. Cuando se convierte en su
secretario general contaba con 23. Su hermano argentino, Mario
Roberto [“Robi”, “el negro”] Santucho, tenía 29 años cuando
se funda el Partido Revolucionario de los Trabajadores-PRT y apenas
llegaba a 40 cuando muere a manos del Ejército argentino. Ernesto
Guevara ni siquiera había cumplido los 40 cuando fue asesinado,
desarmado y a sangre fría, por el Ejército boliviano bajo órdenes
de la CIA en La Higuera, Bolivia.

El
doble desafío —de Lenin y Gramsci en clave latinoamericana—

La
práctica política del MIR y de Miguel Enríquez ubicaron en el
centro del debate la doble tarea que los movimientos revolucionarios
tienen por delante si pretenden lograr eficacia en su accionar contra
el imperialismo capitalista como sistema mundial: crear, construir y
desarrollar la independencia política de clase y, al mismo tiempo,
la hegemonía socialista.

Una
de las grandes enseñanzas políticas de Miguel Enríquez y de todos
aquellos y aquellas que entregaron su vida por el sueño más noble
de todos los que podamos imaginar, la creación del socialismo, es
que hay que combinar ambas tareas. No excluirlas sino articularlas en
forma complementaria y hacerlo de modo dialéctico, si se nos permite
el término —que ha sido vituperado y denostado a rabiar por las
metafísicas “post” e incluso por los neokantianos que en nombre
de la Ilustración nos invitan a resucitar el reformismo oxidado del
abuelo Eduard Bernstein y su nieto vergonzante, el eurocomunismo— .

Es
decir, que nuestro mayor desafío consiste en ser lo suficientemente
claros, intransigentes y precisos como para no dejarnos arrastrar por
los distintos proyectos imperialistas y mercantiles en danza —sean
neofascistas o se disfracen de “tolerantes” y “progresistas”—
pero, al mismo tiempo, tener la suficiente elasticidad de reflejos
como para ir quebrando el bloque geopolítico de poder del capital y
sus alianzas, mientras vamos construyendo nuestro propio espacio de
poder, antimperialista y anticapitalista. Al interior de cada
sociedad y cada país pero apuntando hacia una perspectiva
integradora, de escala y alcance continental. Y eso no se logra sin
construir alianzas contrahegemónicas con las diversas fracciones de
clases explotadas, pueblos oprimidos y movimientos antisistémicos,
articulando en un horizonte común el arcoíris multicolor junto a la
bandera roja, símbolo del proyecto más radical que la humanidad ha
podido crear hasta el momento.

No
confiar en el imperialismo «pero… ni un tantito así»

Miguel
Enríquez y sus compañeros y compañeras también contribuyeron a
esclarecer la necesaria e íntima imbricación entre las luchas
populares de los movimientos sociales latinoamericanos —desde las
reivindicaciones más elementales que laten en las poblaciones,
villas miseria, favelas y cantegriles hasta las más elevadas como la
lucha continental por el socialismo—con la cuestión del
antiimperialismo.

Ese
pensamiento tan característico de Miguel Enríquez también resulta
aleccionador y goza de abrumadora actualidad para los debates
teóricos y políticos contemporáneos. Tanto frente a quienes
reducen las luchas latinoamericanas actuales únicamente a la
contradicción entre imperialismo y nación —negando cualquier otro
tipo de contradicciones en el medio— como frente a quienes, en el
polo opuesto, pretenden enterrar por decreto filosófico posmoderno
la existencia de la dependencia, del imperialismo y de su dominación
guerrerista y genocida.

Un
buen ejemplo de la primera posición lo constituyen aquellas
corrientes que apoyan el actual proceso de lucha y resistencia
antiimperialista de Venezuela bolivariana, pero tratando por todos
los medios de frenar y moderar hasta el límite dicho proceso, de “aconsejar”, primero a Hugo Chávez y luego al presidente Nicolás
Maduro, que lo mejor sería de aquí en más optar por la estrategia
de una supuesta “tercera vía” —ni capitalismo neoliberal ni
tampoco socialismo— . Como el término específico “tercera vía”,
popularizado por el sociólogo británico Anthony Giddens en su libro
de 1999 La tercera vía. La renovación de la socialdemocracia
cayó ya en descrédito, se utilizan otras denominaciones y rótulos,
pero con idéntico contenido. —Cabe aclarar que Giddens no inventó
nada, sólo un nombre, pero el contenido de su propuesta y su
“programa” tiene como mínimo un siglo de existencia— .

Un
ejemplo sumamente expresivo del otro polo de la ecuación lo
constituyen aquellos que, seducidos por la promoción mediática de
libros como Imperio (2000) de Negri y Hardt —y otros autores menos
difundidos como los anglosajones Bill Warren, Nigel Harris y John
Weeks, etc.—, creen ilusoriamente que hoy las identidades
nacionales, las banderas históricas y las tareas antimperialistas se
encuentran caducas, se han tornado inservibles y están démodé pues
pertenecerían al museo arqueológico de los dinosaurios de la
izquierda tercermundista. Supuestamente hoy habitaríamos un mundo “poscolonial”, plano y homogéneo, donde todos los
estados-naciones serían equivalentes, en tanto “narrativas” ficcionales basadas en el “mito del origen”. —Curiosamente
ninguna bandera nacional tendría vigencia, con excepción de la
estadounidense de las barras y las estrellas, que en las películas
de Hollywood— consumidas, según Fredric Jameson, por el 90% del
público mundial —aparecen hasta en la sopa—.

Lejos
de haber quedado aprisionado en las páginas amarillentas de una
antigua enciclopedia o un libro viejo de historia, el pensamiento
político de Miguel Enríquez nos enseña —no sólo a las hermanas
y hermanos chilenos sino a todas y todos los latinoamericanos— que
no habrá “democracia radical” ni democracia sustantiva, ni
socialismo ni autodeterminación nacional duradera sino se lucha y
confronta al mismo tiempo contra el imperialismo en sus mútiples
caras y caretas. Este último sigue existiendo, está vivito y
coleando a pesar de su crisis sistémica multidimensional y su ocaso
crepuscular, y cada día, más allá de la frivolidad de la
literatura posmoderna y posestructuralista a la moda, se vuelve más
agresivo y guerrerista que nunca antes en la historia. —El reciente
ataque al Capitolio en Washington y las escandalosas elecciones
estadounidenses no son una simple anécdota “color” de una novela
de las tres de la tarde sino el síntoma de una crisis medular
extremadamente profunda— .

¿Burguesías
progresistas? ¿Capitalismos nacionales?

Miguel
Enríquez, siguiendo fielmente las enseñanzas del Che, siempre
descreyó del “progresismo” discursivo de las burguesías
vernáculas y de su supuesta capacidad para enfrentar realmente al
imperialismo. Él había llegado a la conclusión, como muchos de los
compañeros y compañeras de su generación, que las burguesías
autóctonas de Nuestra América son parte funcional del engranaje
mundial de dominación, aun cuando utilicen los fuegos de artificio
verbales, seudo nacionalistas y seudo democráticos, para
institucionalizar las protestas y neutralizar toda rebelión radical.

Enfrentando
ideológicamente a quienes se proponían tejer alianzas con la
burguesía “nacional” y sus expresiones institucionales, Miguel
creía que los sujetos de las transformaciones sociales
latinoamericanas pendientes no podían ni debían ser los “empresarios buenos”, aquellos que producen, por oposición a los “empresarios malos”, los que especulan. No hay capitalismo bueno
y capitalismo malo, capitalismo con rostro humano y capitalismo con
cara monstruosa. Hay capitalismo. Hay imperialismo. Ambos son partes
de un sistema mundial, plagado de asimetrías y dependencias,
superexplotación, desarrollo e intercambio desigual, geopolíticas
de guerra y opresión de la gran mayoría de la humanidad por un
puñado restringido de firmas y empresas, protegidos por estados
imperialistas —para quien crea que las líneas precedentes
constituyen una descripción “romántica” de nostalgia
izquierdista, completamente desactualizada, sugerimos consultar el
libro de 2016 del marxista británico John Smith: Imperialism
in the Twenty-First Century. Globalization, Super-Exploitation, and
Capitalism’s Final Crisis
[El imperialismo en el
siglo XXI: globalización, superexplotación y crisis final del
capitalismo
. 2016, New York, Monthly Review Press. Se puede
descargar gratis en inglés de la web].




Fuente: Arrezafe.blogspot.com