May 7, 2022
De parte de Cultura Y Anarquismo
162 puntos de vista

 

Desde las fronteras a los espacios de encierro, pasando por el
sufrimiento social provocado sobre poblaciones excluidas, una
arquitectura violenta subyace a la cotidianidad pacificada que habitamos 

 

Pensar la violencia de estado exige comenzar a recorrer una madeja que
nos abre a múltiples ramificaciones, a una heterogeneidad abigarrada de
actores, de tiempos, de espacios. Y no hay un trazado evidente para
recorrer esa madeja, una guía ya establecida que habría de orientarnos.
Es necesario repensar continuamente el modo en que nos adentramos en
esa madeja, las formas en las que podemos dar cuenta de sus condiciones
de posibilidad, la manera en que nos acercamos a su ejercicio
indisimulado y a su opacidad encubierta. No es fácil. Pero no sólo por
esa heterogeneidad que la atraviesa, por los distintos grados de
(in)visibilidad o (in)acción que posee. No es fácil porque la violencia
estatal nos pone ante un espejo. Pensarla es pensarnos, sentir lo que
(nos) hace.

La violencia siempre tiene muchos rostros (la exclusión, el daño
corporal, la producción de muerte), muchas implementaciones (en la
decisión tomada, en el golpe que hiere, en la norma fría que se
aplica), muchas dimensiones (estructurales, cotidianas, simbólicas,
físicas). Podemos centrarnos en esos rostros, en esas implementaciones,
en esas dimensiones. Pero es preciso no olvidar algo que atraviesa
todo ello: que la violencia estatal rara vez se entienda como hecho
puntual.

Sí, hay hechos concretos, situaciones que nos impactan y
horrorizan. Pero eso que sucede siempre tiene su contexto de
posibilidad, su conexión con otros hechos, su propia forma de
propagarse a otras situaciones. Hay un espesor que subyace a cada
episodio de violencia estatal, un trasfondo que es preciso rastrear
para saber hasta dónde llega y desde dónde viene. La violencia, cuando
vuelve a emerger, porta ya una caja de resonancias en la que cabe oír
el eco de otras violencias.

Pensar la violencia estatal es pensar esa caja de resonancias
buscando hilos que conecten los distintos hechos puntuales que componen
la madeja, trenzando relaciones que imbrican lo que permanecía
escindido, mostrando, en definitiva, el espesor abigarrado de unas
violencias que siguen anidando en unas democracias que se vuelven contra sí mismas. Podemos sugerir, a modo de mínima muestra, un poco al azar, una serie de hechos.

Escenas de violencia estatal

A finales de 2021 el ministerio de Interior concede la Medalla de Plata al Mérito Policial
a un comisario que había sido condenado por torturas en 1994 (una de
esas tantas noticias inasumibles que no desatan ninguna polémica
relevante). En el último informe del Comité para la Prevención de la
Tortura (CPT) del Consejo de Europa, relativo a su visita a España en
septiembre de 2020 y publicado en noviembre de 2021, se vuelven a
recoger toda una serie de malos tratos y prácticas punitivas que
pudieran catalogarse de tortura y que se desprenden tanto de las
inspecciones realizadas en algunas actuaciones policiales (pidiendo,
una vez más, que se elimine la situación de incomunicación bajo
custodia policial), como de las visitas realizadas a algunos
establecimientos penitenciarios, a hospitales psiquiátricos
penitenciarios y a un centro de menores. A todo ello se podría sumar la denuncia, recurrente
aún mas en tiempos pandémicos, de un incumplimiento de medidas
sanitarias o de la imposición de situaciones de aislamiento en centros
penitenciarios.

A finales de 2021, la Unión Europea comunica
que se muestra favorable a la financiación de un reforzamiento
arquitectónico de la frontera entre Polonia y Bielorrusia
con el fin de contener un tránsito migratorio que, sumido en unas
condiciones de extrema precariedad vital, ya ha originado muertes.
Dicha postura, lógicamente, está en consonancia con una política de
largo alcance en la que se están externalizando, tecnologizando y
militarizando las fronteras con el fin de contener  (pero también de
filtrar) la llegada de migrantes. La importancia concedida a lo
securitario avala así el establecimiento de acuerdos de vigilancia
fronteriza con países como Libia
(en donde la situación de los migrantes está atravesada por la
deshumanización y la tortura), o el reforzamiento expansivo de la
agencia policial FRONTEX para la vigilancia de las fronteras
exteriores; una agencia, por cierto, acechada en los últimos tiempos
por acusaciones de irregularidades y opacidad en el ejercicio de sus funciones.

Todo ello, lo sabemos, no impide la llegada de migrantes, tan sólo
incrementa el riesgo, la exposición a la muerte. El colectivo Caminando Fronteras
ha comunicado recientemente que a lo largo de 2021, en las distintas
rutas para llegar hacia España han fallecido 4.404 personas. En la zona fronteriza del Bidasoa
que separa el estado francés del español, siete migrantes han muerto
en 2021 y una persona ha desaparecido en 2022. Y todo ello, lo sabemos
igualmente, queda revestido de una impunidad lacerante que se proyecta
incluso cuando la violencia policial
se despliega de un modo directo (como las muertes de los migrantes
abatidos en la playa de Tarajal hace ahora ocho años), siendo contadas
las ocasiones en las que podemos asistir a un reconocimiento judicial
del daño causado por los cuerpos de seguridad.

La madeja,
ciertamente, podría seguir tejiéndose apuntando al despliegue de otras
formas de violencia que, de un modo u otro, pasan por un aparato
estatal crecientemente hibridado con iniciativas privadas. Cabría
aludir, por ejemplo, y ya con una mirada más amplia, a las prácticas
económicas de impronta neocolonial que posibilitan expandir lo que
Saskia Sassen denominó las formaciones depredatorias de un
neoliberalismo que propaga la precarización de la vida y la
conformación de ecocidios corporativos que
actúan, no lo olvidemos, como sustratos más o menos silenciados de una
migración que no deja(rá) de llegar. Cabría mencionar las relaciones
de diverso signo que se establecen con dictaduras (como el reciente apoyo del Estado español a la propuesta de autonomía de Marruecos para los territorios ocupados del Sahara) en las que los derechos humanos habitan tan sólo en las demandas de quienes exponen su radical incumplimiento.

Y, ciertamente, cabría aludir a la profunda co-implicación de nuestras sociedades occidentales “pacificadas” con la guerra.
Esa guerra que es denunciada cuando emerge, como ahora en Ucrania, con
toda su virulencia (una denuncia, sobra decirlo, supeditada a
cuestiones de carácter geopolítico), pero que es asumida e impulsada,
por ejemplo, cuando adquiere la forma de esa otra guerra supuestamente
quirúrgica y limpia llevada a cabo por drones militares para hacer
frente a la difusa amenaza terrorista, silenciando de paso las miles de muertes de civiles que los ataques de drones dejan a su paso. El actual aumento del negocio del armamento militar
irrumpe como una muestra palmaria del modo en que lo bélico es una
suerte de pregnancia científico-económico-simbólica que atraviesa lo
social.

La arquitectura violenta que subyace a lo cotidiano

Cabría hablar de muchas cosas y seguir así, transitando por una
madeja que se ensancha, en un recuento arduo que va componiendo una
geografía dispersa del horror. Hacer un análisis pormenorizado de cada
una de las imágenes que aquí se sugieren y de tantas otras que se
podrían convocar. Ver los modos concretos en los que se posibilita la
violencia y eventualmente se ejerce. A veces a través de un modo directo
que impacta en el cuerpo, el rostro diverso de la violencia encarnada y
encarnizada; a veces, por el contrario, engrasando de un modo sutil y
silencioso unos engranajes normativos y penales que llegan progresivamente a los cuerpos que sufren.

 

En esas geografías nos encontramos ciertamente con los espacios de de
privación de libertad institucionalizados, tales como las cárceles,
comisarias o centros de internamiento de emigrantes. Pero también es
necesario poner la atención en toda una serie de espacios no
formalizados. En especial aquellos que tienen que ver tanto con las
geografías de la exclusión (¿hay que recordar, por ejemplo, una vez
más, la ausencia de electricidad en la Cañada Real o la ausencia de una
propuesta habitacional para quien es sometido a un desahucio que le
deja a la intemperie?), como con las geografías del hostigamiento
fronterizo por las que se vigilan los movimientos (¿es necesario decir
que antes de que una persona migrante se muera está el experimentar
cómo se expone a la muerte, el morirse mismo, en el que se vivencia en
el cuerpo propio la fría violencia de la norma que le niega el derecho a
huir de lo que no quiere ser vivido?).

Podría decirse que esta aproximación apresurada nos deja una
madeja deshilachada, con situaciones excesivamente diversas como para
entrar a formar parte de un mismo relato. Pero no se busca un relato
unificado que borre diferencias. Hay que reseñar lo específico, pero
también ubicarlo en el espesor de la madeja de vínculos y resonancias
desde la que emerge. Y en ese espesor, ciertamente heterogéneo, nos
encontramos con que esas resonancias se tejen al poner en relación el
neoliberalismo con lo securitario y lo neocolonial.

Es ahí,
subyaciendo a las formas concretas en las que esas resonancias pueden
emerger, donde encontramos una suerte de fondo común que impregna en
gran parte a cada hecho violento, pero es también ahí, y esto es
determinante, donde cabe dar cuenta de la existencia de una suerte de
arquitectura violenta que subyace y recorre la cotidianidad pacificada
que habitamos, ahí donde parece que no hay rastro de violencias. Eso es
lo que hay que pensar y sentir, la inquietante cercanía de la
violencia.

La madeja que apenas hemos esbozado nos abre a una trama
compleja de formas de pensar y hacer, a una geografía dispersa de
violencias que hay que montar.  Requiere una tarea de montaje y
desmontaje, de subrayar lo específico, pero también de barruntar
conexiones, vínculos que nos abran  a sus condiciones de posibilidad y,
con ello, a otras formas de exponer y criticar las violencias que se
despliegan.

Pensar la madeja de la violencia estatal, bucear por
su arquitectura dispersa, con sus distintos grados de (in)visibilidad e
(in)acción, nos permite acercarnos al horror que habita en el envés de
una cotidianidad normalizada y democrática, expone la crueldad con la
que convivimos. Nos interpela. O debería hacerlo. Activa la necesidad
ineludible de repensarnos críticamente sin asomo de autocomplacencias:
exponer el hacer y decir violento para intentar cortocircuitar su
despliegue.

Teniendo presente que en el espesor hiriente de
la madeja que trenza la violencia estatal no sólo hay conexiones entre
lo económico, lo político y lo jurídico. También hay algo más sutil,
una (in)sensibilidad, el modo en que las violencias se hibridan con
unas formas de sentir que posibilitan la producción de sufrimiento.

Ignacio Mendiola   

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Fuente: Culturayanarquismo.blogspot.com