
Pensar siquiera por un instante que el concepto de revolución es transparente y de un sentido unívoco es erróneo y está a la vista: por un lado vemos a los historiadores burgueses referirse a la “revolución americana” cuando una casta privilegiada de esclavistas se hizo con el poder de un futuro imperio; por el otro lado, vemos a otros historiadores, también burgueses pero de izquierda, llamarle “revolución” a la toma del poder político por parte de un partido político de vanguardia. En la medida de que es un concepto, el éxito al definir qué ha de entenderse por revolución debe medirse respecto de en qué medida él nos permite comprender nuestros objetivos y los medios para llevarlos a cabo. Es por eso que he querido proceder en este escrito. No sólo para describir un cambio de tendencias dentro del pensamiento anarcocomunista, sino también en el espíritu de renovar nuestra propia tradición, única forma de evitar el dogmatismo y la fosilización de las ideas.
La tesis del escrito es, en realidad, sencilla: progresivamente, con el transcurso del siglo XX e inicios del XXI, hemos observado el agote del concepto de revolución propio de nuestros clásicos para ser reemplazado por otro. Es decir, que el comunismo libertario, como pensamiento político, se renovó y ahora piensa las cosas de una manera diferente. Sin embargo, hay que entender esto con matices. No es que el concepto actual que presentaré haya sido inaudito a inicios del siglo XX ni que el viejo, en todas sus dimensiones, haya sido arrojado a la basura. Una historiografía que pueda sistematizar todas las concepciones de revolución habidas en el pasado y el presente en las distintas tendencias anarquistas es algo que requeriría las herramientas de una investigación académica y, por tanto, excede el interés de este escrito.
¿En qué consiste el concepto antiguo de revolución? Primero démosle un nombre, nada más para entendernos. Denomino al concepto antiguo de revolución el concepto insurreccional, cataclísmico o explosivo de revolución. De forma resumida, este modo de abordarla la piensa como una rebelión o insurrección de carácter general –más o menos extendida en el tiempo– donde las masas –a veces “el proletariado”, “los explotados”, etc.; y, en nuestro caso, sin líderes ni partidos– derrocan, destruyen y acaban con las estructura de dominación, permitiendo el asentamiento de formas de organización no jerárquicas basadas en la solidaridad, el apoyo mutuo y los acuerdos voluntarios. Este modo de ver el asunto lo hallamos en textos como “La anarquía” de Malatesta, “Concepción anarquista de la revolución” de Fabbri o “El espíritu revolucionario” de Kropotkin.
Sabemos que nuestros clásicos no eran unos ingenuos y tenían –a veces más, a veces menos– nociones acerca de cuál es el problema de pensar las cosas del modo anteriormente expuesto. Resulta, ciertamente, misterioso el cómo y el por qué se constituiría tal movimiento masivo que no sólo se rebela contra la sociedad jerárquica sino que además con la finalidad, no sólo de obtener reformas inmediatas, convertir a los dominados en dominadores o “derechos sociales”, sino para “instaurar” un orden completamente nuevo radicalmente horizontal y comunista. Malatesta y Fabbri nos hablan, por ejemplo, de la necesidad de proceder intensamente en propaganda. Kropotkin confía en el poder enaltecedor incluso de un cartel burlesco pegado en una ventana, etc. Otros en cambio, que asumieran un punto más determinista-económico (mal llamado “materialista), podrían haber asumido la teoría de la pauperización que se reproduce en textos como el Manifiesto comunista de Marx: el capitalismo acabaría por deteriorar tanto la vida de los individuos que ellos procederían a rebelarse contra sus asesinos explotadores, derrocando el capitalismo y el Estado (algunos textos de Fabbri coquetean con esta idea).
Es necesario abordar este optimismo con herramientas que nuestros clásicos no tenían; pero también con el conocimiento de que el capitalismo no se ha mantenido estático durante el paso del siglo XX. Si nuestros autores, sugiero, eran portadores de un optimismo tal, de creer la posibilidad de una revolución de esas características, se habría fundado sobre algo real en aquél momento, pero no real en el nuestro (es decir, como mostraré más adelante, la sociedad del capitalismo tardío en que vivimos, y en el que no vivían Kropotkin o Malatesta, nos ha arrebatado cualquier posibilidad de esa cándida esperanza).
El concepto de cultura de las ciencias sociales es clave para entender el fenómeno del optimismo de los clásicos. El optimismo del temprano movimiento anarquista se sostendría sobre un hecho antropológica e históricamente constatable: el capitalismo comenzó una expansión desenfrenada en el mundo desde Inglaterra en el siglo XVIII. Pero esa expansión ascelerada no significa que sus tentáculos hayan podido abrazar plácidamente cada región, cada país, cada pueblo. El proceso fue lento e irregular. Y he ahí lo importante: individuos de sociedades precapitalistas, con ciertos hábitos tradicionales solidarios en un respecto u otro, con estilos de vida donde la lógica del mercado no era universal, vieron ingresar, con el fin de asentarse, un modo de vivir ajeno y extraño para ellos[1], acompañado de nuevos códigos jurídicos que los respaldaban. La explosión de múltiples movimientos políticos a inicios del siglo XX que buscaban resistirse al capitalismo ha de ser vista como la resistencia de una cultura precapitalista que se rehusaba a morir. El cambio cultural, según sea el caso, toma muchísimo tiempo, y no siempre basta con cambios políticos y económicos; muchas veces se requiere el ejercicio de un sinnúmero de maniobras, desde la represión hasta el adoctrinamiento, continuado y por generaciones[2].
Es por esto que quizá nuestros clásicos al momento de interpelar a las masas para rebelarse contra las jerarquías que las explotan y humillan, exponiendo con bella prosa la situación de los oprimidos y de la tiranía, se esperaban más reacciones de ilusión y esperanza (por muy templadas que hayan sido) y no expresiones apáticas y ridículas del orden de “siempre ha sido así”, “el pobre es pobre porque quiere y no se esfuerza”, “¿para qué me meto en política si igualmente mañana tengo que salir a trabajar?”, etc., que son comunes como réplica a las propuestas que provienen de la política radical actualmente.
Este optimismo de los promotores tempranos del concepto insurreccional de revolución, a raíz de lo anterior, tenía un fundamento. Era, no obstante, digámoslo con la altura de mira de la historia, excesivamente optimista, pues deposita sus esperanzas en costumbres precapitalistas cuyo fundamento no jerárquico podría ser, de plano, falso (“comparto, porque de lo contrario dios me va a castigar”) o que tenían por contrapartida una serie de otros hábitos jerárquicos, desde patriarcales, capacitistas hasta gerontocráticos (el dominio de los ancianos sobre los jóvenes). Allí, donde una cultura tiene prácticas productivas no totalmente mercantilizadas, puede existir fuerte división sexual del trabajo, explotación doméstica, tiranía de los padres sobre los hijos, de las “autoridades tradicionales” sobre el resto de la población, etc.[3] Esta es la razón por la que Murray Bookchin enfatizará la necesidad de que nuestra política no esté orientada solo por un espíritu prejerárquico sino que no-jerárquico (o antijerárquico)[4].
Pero he dicho que el capitalismo tardío ha hecho su propio trabajo para desbaratar la posibilidad de seguir pensando el concepto insurreccional de revolución. Estas son observaciones hábilmente descritas por autores como Herbert Marcuse en El hombre unidimensional. Con el avance del capitalismo después de la segunda guerra mundial, presenciamos en los países occidentales la proliferación de múltiples bienes de consumo, cuyo público eran tanto las capas medias como la clase obrera. Con esto se generan dos fenómenos interrelacionados. Uno, que revela el carácter eminentemente totalitario del capitalismo, que tiene que ver con vincular nuestra supervivencia con un determinado estilo de vida basado en el consumo de ciertos bienes: si no tenemos un smartphone con internet, con correo electrónico, sino sabemos utilizar los programas de Microsoft Office más actuales, sino tenemos un traje con camisa y corbata, con tacones, si no tenemos el lenguaje que enseñan en las escuelas estandarizadas, si no poseemos los estándares de higiene y presentación, no es posible siquiera acceder a un trabajo. Lo que genera esto es que quien quiera trabajar deberá adaptar su forma de vida a lo que el mismo capitalismo proscribe, siendo lo más irónico que esos bienes que son exigidos por el sistema para trabajar son también bienes de consumo que el mismo capitalismo produce y nos obliga a comprar con el dinero que nos paga. El paso de las generaciones enfrentadas a este totalitarismo capitalista permanente genera el segundo fenómeno. La cultura es modificada por el capitalismo en un sentido profundo y fundamental. Los valores propios de la lógica del mercado y del trabajo, la competencia, el individualismo, la desconfianza en el otro, el arribismo, el narcisismo, etc., son tomados como valiosos por los individuos, y son reproducidos al interior del seno familiar, de la nación, de la escuela, de la universidad y la cultura popular. El mito (o más bien la mentira) del hombre que se hace a sí mismo (self-made man), que los sociólogos de los años 80’ denunciaron por su carácter ficticio[5], es lo que provoca que actualmente se sigan tomando a los millonarios extravagantes como ejemplos a seguir. Pero, en realidad, esto último está lejos de ser lo verdaderamente nocivo de generaciones y generaciones expuestas a la proliferación de bienes de consumo. Lo grave tiene que ver con cómo el estilo de vida que queremos tener, la vida que deseamos, la sociedad que buscamos, se sustenta sobre la posesión y consumo de determinados bienes, hasta el punto que no podemos concebir una forma de habitar que esté desconectada del consumo de esos bienes. En efecto, el tener tantos bienes a disposición que efectivamente deseamos nos provee un nuevo temor: el temor de ya no poder tener acceso a esas cosas tan deseables. Nos aterra la posibilidad de no poder tener acceso inmediato a cosas que hoy en día, si tenemos el dinero, podemos ir a comprar en el momento… ya nos enfada encontrar un restaurante cerrado cuando queríamos comer una hamburguesas a las 3 de la mañana. Si había vestigios de hábitos precapitalistas (parcialmente) no jerárquicos cuando el capitalismo comenzó a asentarse en nuestras sociedades, están reducidos casi completamente en cenizas hasta el punto que no falte mucho tiempo que nos preguntemos por qué no cobramos cuando nos preguntan qué hora es.
Esta dependencia entre pensar un estilo de vida “deseable” y los bienes de consumo ha generado una serie de efectos que son perjudiciales para el movimiento anarquista. Esto, que llamaré provocativamente un “bookchinismo vulgar” sostiene que no tenemos que pensar un estilo de vida demasiado distinto del que tenemos actualmente, solo tenemos que hacernos con los medios de producción para que produzcan de forma ética. En nuestra época razonar así se torna especialmente tentador por los efectos que la robotización, la automatización y las inteligencias artificiales podrían tener a la hora de hacer que los individuos dejemos de trabajar y nos dediquemos al ocio. El libro de Bastani[6] que habla de un “comunismo lujoso completamente automatizado” es la cúspide de esta idea, y es, en buena medida, una interpretación posible de los escritos de Bookchin en torno a la posescasez y la tecnología. Pero razonar de este modo es venenosamente ingenuo, incluso más ingenuo que cualquier defensor del concepto insurreccional de revolución. Un comunismo lujoso completamente automatizado presupone una especie de ficticia revolución mundial donde todos los medios productivos existentes pasan a manos de una sola entidad (ya sea una persona o una colectividad) que puede llevar a cabo un comunismo planificador con alto grado de racionalidad técnica y eficiencia (el mercado y la competencia generan, en efecto, ineficiencia). De esta forma podríamos seguir teniendo smartphones hechos con tierras raras del territorio chino, aluminio australiano y baterías de litio bolivianas, porque todo será cuidadosa y racionalmente planificado: seguiríamos teniendo nuestros queridos teléfonos móviles, pero ahora gratuitos y producidos “éticamente”.
Razonar así tiene una pseudoventaja adicional en la medida que pasa por encima de un problema vital cuando hay una economía de planifación colectiva, pero donde sí hay recursos escasos: tener que ponernos de acuerdo como comunidad sobre qué priorizar[7]. Es una pseudoventaja porque, a menos de que queramos ignorar que el mundo es mucho menos rosa de lo que realmente es, una colectivización mundial de los medios de producción que nos permita llegar a algo siquiera remotamente parecido a la posescasez o al comunismo lujoso completamente automatizado es un presupuesto absolutamente arbitrario y que cae quizá en las formas de utopismo más absurdas jamás pensadas. Es por esto, aunque solo lo tocaré tangencialmente más adelante, que la democracia (directa) sí que es un tema a la hora de pensar una salida del capitalismo.
El escenario en que nos encontramos, donde vemos emerger el concepto nuevo de revolución, nos obliga a plantarle cara a una pregunta que muchos no querrán esbozar: la pregunta radical sobre la viabilidad de nuestro estilo de vida o, lo que es lo mismo, la desnaturalización de aquellas prácticas de consumo que hoy damos por sentada. ¿Pero qué caracteriza a este novísimo concepto de revolución? Para decirlo de forma sintética, entendemos por revolución un proceso continuado en el tiempo, compuesto por acciones violentas y no-violentas, donde los individuos constituyen modos permanentes y semipermanentes de operar y que sean conducentes a provocar un cambio tanto a nivel individual, como a nivel social y cultural. Ya no se piensa que todas las acciones que harán quienes promueven una sociedad sin jerarquías serán meras preparaciones para una gran explosión destructora de las jerarquías, porque hoy las jerarquías viven en nuestras mentes y nuestros cuerpos; el capitalismo, el Estado, el patriarcado y todas las formas de dominación no tiene ya la forma de un dragón que está frente a nosotros, sino la de un parásito que extraer de nuestro interior y pisar en el exterior. Revisemos brevemente algunos conceptos fundamentales de este concepto de revolución.
Hay tres conceptos que me parecen centrales a la hora de pensar la dimensión social de nuestro concepto de revolución. El primero es el concepto de prefiguración (o políticas prefigurativas). Hay que decir, antes que todo, que la idea de prefiguración dentro de la tradición anarquista tiene antecedentes en autores como Landauer[8] (con la Sozialitischer Bund), quien enfatizó fuertemente la necesidad de no esperar a la destrucción espontánea del capitalismo por un movimiento insurreccional general, sino que comencemos a vivir de otra manera aquí y ahora. Con prefiguración se enfatiza la necesidad de no dejar nuestro anhelo en un futuro utópico infinitamente lejano, sino que hagamos lo que sea en cada caso posible para empujarlo en el tiempo y lugar presentes de forma progresiva: prefigurar ese futuro en la actualidad. En este sentido, el comunismo y la anarquía no sería algo que describe un determinado sistema acabado y delimitado a por implantar por parte de un conjunto de individuos en una extensa cantidad de terreno, sino diversas acciones donde se opera fuera de la lógica del mercado y el Estado. ¿Pero qué formas toman esas prácticas de prefiguración? Aquí aparece el segundo concepto, que está presente el pensamiento de autores como Murray Bookchin: las instituciones revolucionarias[9]. Por una institución se puede entender una serie de prácticas que tienen continuidad en el tiempo y cuyos miembros se orientan conscientemente a la realización de fines concretos. Una institución revolucionaria consiste en prácticas permanentes o semipermanentes donde se empujan prácticas prefigurativas de todo tipo, donde comienzan a constituirse pequeños islotes dentro de la sociedad jerárquica que ya están operando de otra manera, de formas basadas en la horizontalidad y la solidaridad, donde prime la lógica de la democracia directa y el regalo. Ejemplos de instituciones revolucionarias se condicen con un haz de prácticas que ya son patrimonio del movimiento anarquista y antifascista: equipos de fútbol[10], dojos y gimnasios antifascistas, ollas comunes, redes de mujeres y disidencias contra la violencia machista, grupos de estudio, sindicatos, talleres de artes y oficios, ateneos y escuelas libertarias, etc., etc., etc. El operar de estas instituciones revolucionarias tiene dos efectos: en primer lugar, comienzan a consolidarse dinámicas en la población ajenas a la lógica jerárquica y, por consiguiente, que permiten reeimaginar formas de vida distintas a las del totalitarismo capitalista. Estas dinámicas, si quieren seguir avanzando la causa de la anarquía y el comunismo deberían además tener una aspiración expansiva, tanto a través del enrolamiento de nuevos miembros a su operar, como a través de establecer redes entre ellas. En segundo lugar, comienza a hacer proliferar el tercer concepto con el que pensar la dinámica social de nuestro concepto de revolución: la idea de una cultura revolucionaria. La cultura revolucionaria fue también teorizada, aunque superficialmente, en escritos tardíos de Bookchin. De acuerdo a él, podemos pensarla como una cultura “que abrace nuevas formas de pensar y sentir, y nuevas interrelaciones humanas, incluyendo la manera en cómo experimentamos el mundo natural”[11]. Para él, sería la cultura revolucionaria la que puede llevar al “cambio revolucionario hasta llegar a una plena conformidad con los objetivos del anarcocomunismo”. Pero esto aún es demasiado vago. Creo que sólo puede entenderse adecuadamente la idea de una cultura revolucionaria si antes abordamos el ámbito individual del concepto de revolución que aquí estamos revisando.
Hay que decir que la tradición anarquista ha estado históricamente privada de una correcta teoría de la subjetividad. Pese a que en la tradición marxista esto es aún más grave, el comprender adecuadamente el devenir revolucionario del sujeto es algo que aún requiere de sus propias descripciones extensas. El concepto central de la idea de revolución que aquí se presenta es el concepto de autonomía. El concepto de autonomía, como tópico central de una teoría del sujeto, mérito de Bookchin enfatizarlo en textos como Anarquismo social o anarquismo personal, es el verdadero vínculo entre la tradición anarquista y el pensamiento racionalista-ilustrado-humanista que tiene como su primer antecedente a Sócrates. La idea es relativamente sencilla: los individuos no sólo podemos ser esclavos y estar coaccionados por agentes externos (como el Estado) sino que también de nosotros mismos. Las personas somos portadoras de una serie de fuerzas y tendencias innatas y adquiridas que movilizan nuestra acción y que, la mayoría del tiempo, actúan sin mediación de nuestra reflexión o voluntad. Los individuos no siempre somos autónomos; muchas veces somos heterónomos: nos mueve la tradición que hemos adquirido en la escuela, la televisión, de nuestras familias; ahí aprendemos normas patriarcales y jerárquicas que reproducimos sin cuestionarlas. Los valores nacionales que se enaltecen en el folclore y los mitos de nuestro territorio implican muchas veces concepciones supremacistas, racistas, clasistas que damos todo el tiempo por sentado. No es que estas fuerzas constantemente equivoquen su objetivo o que su contenido sea inmoral; el punto no es ese. El punto tiene que ver con que los individuos ejecutamos acciones muchas veces inconscientes de cómo ellas se alinean con la sociedad jerárquica. Y es ahí donde aparece la idea de un sujeto autónomo. Hay que enfatizar lo que precisamente es: una idea. Los seres humanos tenemos capacidades limitadas y como tales no podemos actuar con absoluta autonomía. Muchas veces sabremos qué es lo correcto, pero nuestra voluntad se doblega frente a los impulsos y las tentaciones. Otras veces aspiraremos a hacer un cuidadoso escrutinio de nuestros valores y aún quedarán vestigios de elementos jerárquicos e inmorales que escaparon a nuestro análisis. La autonomía es un ideal al que ha de aspirarse siempre en la vida diaria. No tiene que ver con comportarse como arcángeles habitantes de un mundo humano, sino como individuos críticos y reflexivos que, de acuerdo a lo que es posible en cada caso, intentan hacer lo mejor posible para que las consecuencias de sus acciones sean previsibles para ellos. En otras palabras, intentar todo el tiempo ser responsables de nuestra propia vida.
Esto último, evidentemente, no es fácil. La pedagogía libertaria desde Ferrer Guardia hasta Martín Luengo, en su vertiente sociopolítica y anarcocomunista, ha sido siempre una gran reflexión sobre cómo podemos generar espacios para que las personas, desde la infancia hasta la adultez, podamos hacernos críticas, reflexivas, racionales, en una palabra, autónomas. Josefa Martín Luengo enfatizaba la necesidad de que la actividad pedagógica en el aula (de una escuela libertaria preferentemente) se ocupe de “contramanipular”[12] a los jóvenes, a la luz de que la sociedad jerárquica está todo el tiempo intentando implantarse en ellos de la mano de valores, costumbres, hábitos, tradiciones e ideas jerárquicas. La sociedad jerárquica, y aquí sirvámonos de conceptos útiles que vienen del pensamiento poestructuralista, se expresa desde ideas erróneas y concepciones supremacistas del mundo, hasta en el dominio de los cuerpos, de sus pulsiones e impulsos, que se expresa sutilmente al moldear el comportamiento desde el aula de clases hasta la ciudad llena de cámaras de vigilancia. La sociedad jerárquica promueve permanentemente que los individuos no sean autónomos: no cuestionen, no critiquen, no piensen, no sueñen, no inventen. Estamos en una lucha: la lucha por arrebatar de los tentáculos de la sociedad jerárquica las conciencias de los seres humanos.
La idea de una cultura revolucionaria comienza a tomar forma, pero para describirla en toda su extensión debemos derribar un par de nociones bien asentadas en el pensamiento político anarquista. Observaremos, sugiero, que cultura revolucionaria, movimiento revolucionario y comunidad anarquista-comunista son, en verdad, la misma cosa. El modelo clásico es bien conocido: el movimiento político hace una revolución y, con ella, da origen a una comunidad donde se ha instaurado el comunismo y la anarquía. Pero comunismo y anarquía, como vimos antes, son, en verdad, acciones institucionalizadas, dinámicas, es decir, verbos. Con lo visto hasta ahora podemos reformular el asunto de la siguiente forma: los individuos autónomos, comprometidos con la expansión de un mundo de individuos autónomos, descubren que tienen poca efectividad al momento de hacer praxis cuando la hacen solos. En ello, se toma conciencia que si se uniesen, si actuasen en conjunto, es decir, si deviniesen movimiento, podrían aumentar su efectividad a la hora de expandir la lógica de la autonomía, precisamente de la mano de actividades permanentes y semipermanentes promotoras de la autonomía, en otras palabras, a través de instituciones. Y dado que ese movimiento de individuos autónomos comienza a generar instancias donde empieza a operarse de modos ajenos a la sociedad jerárquica, se constituye una cultura nueva, una cultura revolucionaria, que genera hábitos, costumbres, ideas y modos de vida nuevos, que son el resultado de la vida de individuos que han decidido ser, en cada momento, racionales, reflexivos, críticos, es decir, autónomos. Pero obsérvese más de cerca: esos individuos ya están vinculados entre sí de la mano de las actividades que ellos realizan, tanto entre sí como con otros individuos en camino a ser autónomos y, por consiguiente, esa red de individuos, unidos por el ideal de un mundo autónomo, son, propiamente, la comunidad anarquista. La comunidad anarquista es movimiento, y el movimiento anarquista es comunidad. Y como comunidad, con una cultura propia, puede aspirar a infiltrarse en cada uno de los recovecos de la sociedad jerárquica, apropiarse de todas las grietas (para usar la expresión de Holloway), de formas violentas y no violentas. Ser como termitas que derribarán la casa del capitalismo, el Estado, el patriarcado, etc., de la mano de pequeños mordiscos; ser como la placa bacteriana que, siendo invisible a los ojos del jerarca, corroe el diente con su ácido láctico hasta destruir su estructura[13]. La revolución es el gran proceso donde la lógica de la autonomía se impone sobre la lógica de la heteronomía, resultado de la acción del movimiento promotor de la autonomía en contra del cáncer promotor de la heteronomía.
El hecho de ser una comunidad que está compuesta por una serie de sujetos críticos hace posible poner sobre la mesa la cuestión de los estilos de vida. Al darse cuenta de los elementos totalmente insostenibles de nuestros hábitos de consumo, se comienzan a dar pasos en la modificación de éstos, junto con todas las demás prácticas[14]. Es aquí donde la cuestión de la democracia se torna relevante. En conjunto, los individuos ponemos sobre la mesa nuestras necesidades[15], nuestros recursos, saberes, limitaciones, etc., y colectivamente imaginamos y construimos el mundo que queremos. En esto, ante recursos escasos, tanto materiales como humanos, valdría la pena que cada voz sea escuchada, que cada argumento sea discutido, que cada sensibilidad sea tenida en cuenta, con el fin de poder generar decisiones, de asumir compromisos, de priorizar ciertos senderos sobre otros, etc.[16]. El hecho de que en el presente un movimiento tal no pueda permitir que todas las actividades en el tiempo de los sujetos que lo componen tengan un carácter horizontal y desmercantilizado es muestra de la necesidad de seguir en la lucha. En efecto, como nos recuerda Dominick en relación a la adopción del veganismo: “Aquellos de nosotros quienes hemos sido criados para ser consumidores ciegos, ciudadanos obedientes, esposos, esposas y demás, debemos de alterar radicalmente nuestras actividades diarias, o de otra forma seremos incapaces de dirigir una sociedad liberada en el futuro. En efecto, ni siquiera buscaremos cambiar radicalmente al mundo que nos rodea hasta que aprendamos a dejar de valorar los efectos y elementos superficiales y espectaculares del presente”[17].
Lo dicho hasta ahora es, en esencia, el fundamento conceptual del nuevo concepto de revolución que actualmente se promueve desde el anarcocomunismo. Hay, sin embargo, conexiones teóricas y empíricas que han de ser profundizadas en otros trabajos para que la imagen de esta sea, no solo completa, sino que convincente. Las formulo a modo de preguntas: ¿Por qué quien asuma la autonomía como ideal para su vida ha de concluir la necesidad de la eliminación de toda forma de jerarquía?, ¿de qué manera prácticas no jerárquicas –las que se promueven en las instituciones revolucionarias– son, además de promotoras de la anarquía y el comunismo, promotoras de la autonomía?
Madelyyna Zicqua
Notas:
[1] Véase Jappe, “¿Libres para la liberación?” en Jappe, Masio y Rojo, Criticar el valor, superar el capitalismo.
[2] Véase Lazzarato. El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución. Acerca de cómo el imperio español impuso la lógica del trabajo a las poblaciones indígenas en América, véase el caso de las mitas toledanas, Noejovich, y Salles, “La deconstrucción y reconstrucción de un discurso histórico: a propósito de la mita toledana”.
[3] Véase Azaryan y Piragibe, “Anarquismo, por la autonomía y contra las costumbres”, disponible en este portal: https://www.portaloaca.com/pensamientolibertario/textosanarquismo/anarquismopor-la-autonomia-y-contra-las-costumbres/.
[4] Bookchin “Las formas de la libertad” en Anarquismo en la sociedad de consumo.
[5] Por ejemplo, Bourdieu y Passeron en Los herederos o Coleman en “Social Capital in the creation of Human Capital”
[6] Véase Bastani, Fully Automated Luxury Communism.
[7] Cuando en Lenin en su panfleto El Estado y la revolución piensa el comunismo, recurriendo a esa concepción que bastardiza a Marx y lo hace sostener una falsa teoría que distingue socialismo de comunismo, se le piensa precisamente como un flujo ilimitado de bienes donde los individuos no deben operar con ninguna reserva respecto de su consumo personal.
[8] Véase, Landauer, Llamamiento al socialismo.
[9] Biehl, “Bookchin’s Revolutionary Program”, disponible en: https://roarmag.org/magazine/biehl-bookchins-revolutionary-program/.
[10] Sobre esto véase Kuhn, Soccer vs. State y Fernández Ubiría, Anarquismo y fútbol.
[11] Bookchin, “Las ciudades: el florecimiento de la razón en la historia” en La próxima revolución.
[12] Martín Luengo, La escuela de la anarquía.
[13] Pese a la creencia popular, no existen bacterias que consuman nuestros dientes. Lo que realmente ocurre es que la placa bacteriana metaboliza las azúcares de la comida que consumimos, y ello da por resultado la producción de ácido láctico, que es lo que genera la caries. Me tomo este espacio para recordar, enfáticamente, que el uso diario de hilo dental, como el cepillado, son parte de la higiene mínima de nuestros dientes; no es ni un capricho, ni un instrumento burgués.
[14] Por ejemplo, las prácticas que son conducentes a la abolición del patriarcado, véase mi texto “Praxis prefigurativa anarquista queer”, disponible en este portal: https://www.portaloaca.com/pensamientolibertario/textosanarquismo/praxis-prefigurativa-anarquista-queer/.
[15] El anarquismo, con sensatez, ha rechazo asumir con ligereza la idea de que haya “necesidades falsas”. Malatesta (en “Comunismo” en Páginas de lucha cotidiana) comentaba “¿Cómo sería posible, imaginable, una regla aplicable a todos? ¿Y quién sería el genio, el dios, que podría dictar esa regla?”. En efecto, sería absurdo decir que el hecho de que nuestras necesidades provengan de la cultura ello la falsifica. La idea de que hay “necesidades naturales, biológicas” carece de sentido, a la luz de que un individuo que come puede vivir 30 años si lo hace alimentándose con pan u 80 si lo hace con una dieta saludable, libre de carne, con nutrientes esenciales, etc. Las necesidades están vinculadas directamente con el tipo de vida que se quiera tener (y eso incluye una vida más corta o más larga). Sin embargo, para volver con Marcuse, hay necesidades que hemos recibido de la sociedad cuya satisfacción es insostenible para un mundo sin jerarquías. De este modo, no hemos de cuestionar el hecho de que los individuos tengamos necesidades tales o cuales, sino en qué medida estaríamos dispuestos a no satisfacerlas, a trabajar en “dejar de necesitarlas”, como quien siendo adicto deja el cigarrillo, precisamente por nuestra convicción en esa sociedad que queremos construir para todos. En este sentido, la actividad colectiva de pensar un mundo diferente tiene una dimensión terapéutica que no ha sido profundamente atendida por una psicología anarquista.
[16] Shantz comenta cómo prácticas como el bricolaje son una “alternativa a la valorización del mercado y la producción con fines de lucro incorporada en las empresas corporativas, los aficionados al bricolaje anarquistas recurren a la producción autovalorante enraizada en las necesidades, experiencias y deseos de comunidades específicas. En lugar de un espíritu consumista que fomenta el consumo de artículos prefabricados, los anarquistas adoptan un espíritu productivista que intenta una reintegración de la producción y el consumo”. Véase Shantz, “Futuros anarquistas en el presente”, disponible en este portal: https://www.portaloaca.com/pensamientolibertario/textosanarquismo/jeff-shantz-futuros-anarquistas-en-el-presente/.
[17] Dominick, “Liberación animal y revolución social. Una perspectiva vegan del anarquismo o una perspectiva anarquista del veganismo”
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Fuente: Portaloaca.com