September 18, 2021
De parte de Arrezafe
654 puntos de vista

La revolución es
magnífica… Todo lo demás es un disparate

Carta de Rosa
Luxemburg a Emmanuel y Matilde Wurm

(18 de julio de 1906)

El socialismo no es,
precisamente, un problema de cuchillo y tenedor, sino un movimiento de
cultura, una grande y poderosa concepción del mundo

Carta de Rosa
Luxemburg a Franz Mehring

(febrero de 1916)


¿Por qué nos
reencontramos con ella justo hoy?

Vivimos tiempos de
crisis, rupturas, quiebres, reacomodamientos. Lo que parecía estable
y eterno, tiembla, se resquebraja, se degrada, zozobra. El Estado de
bienestar, los derechos sociales, las instituciones económicas de
posguerra, el sistema político-partidario tradicional, los “pactos
sociales” entre las burocracias sindicales y las patronales. Todo
se pone en cuestión. Nadie queda al margen. No hay espacio para el
aislamiento. El mundo capitalista se unifica explosivamente. Crece en
extensión y en profundidad.

El capitalismo, desde su
mismo nacimiento, ha transitado por muchas crisis. Hasta ahora
siempre las ha resuelto de la única manera posible, la que única
que conoce: con genocidio, barbarie, guerras, matanzas, tortura,
explotación y saqueos. Los costos de las recomposiciones
capitalistas los han pagado invariablemente los trabajadores, las
clases subalternas, los pueblos sometidos y todos los oprimidos de la
historia. La violenta recomposición capitalista que en Europa y EEUU
siguió a las rebeliones de los ’60 y a la crisis de los ’70 y en
América Latina vino de la mano de las peores dictaduras militares de
la historia que aplastaron la insurgencia armada con más de 100.000
desaparecidos, cientos de miles de prisioneros torturados y varios
millones de exiliados, no es la excepción. Constituye tan sólo un
pequeño eslabón en la cadena oxidada con que el capital nos viene
oprimiendo desde hace ya demasiado tiempo.

La mundialización
capitalista, como proceso histórico social, y el neoliberalismo,
como su legitimación ideológica, son producto de ese avance
sangriento del capital por sobre los trabajadores y su intento por
disciplinar y someter a todos los sujetos potencialmente
contestatarios a escala global. La profundización de la explotación,
la marginación y la exclusión social no son “accidentes”, “errores” o “excesos” sino el alma viva de este sistema de
dominación.

La propia izquierda, en
sus diferentes vertientes, no ha quedado inmune a esas violentas
transformaciones sociales ocurridas durante el último cuarto de
siglo. La caída del muro de Berlín y el derrumbe ideológico que lo
acompañó han sido apenas la punta del iceberg de una serie de
cambios de época mucho más profundos.

La crisis terminal del
stalinismo, otrora reinante en los países del Este, no vino sola. La
socialdemocracia de los principales países capitalistas occidentales
navegó durante los últimos años entre la corrupción descarada y
la adaptación al discurso y la práctica neoliberal. Mientras tanto,
en la mayoría de los países del tercer mundo los proyectos
nacional-populistas de posguerra terminaban siendo fagocitados por
las reformas neoliberales, los ajustes permanentes, la
reestructuración de la deuda externa y la agresividad militarista
del imperialismo.

Ese panorama sombrío,
signado por la contrarrevolución económica, política, cultural y
militar que tiñó el ocaso del siglo XX ha comenzado a disiparse. No
por arte de magia ni por “mandato ineluctable de la historia” sino por las luchas sociales, las rebeliones populares y las
movilizaciones masivas. Hoy se respira otro aire. Vuelven a
discutirse los grandes problemas acerca de las alternativas al
capitalismo que habían quedado fuera de la agenda de la izquierda
durante demasiados años. En Venezuela y en Cuba enfrentadas cara a
cara con el imperialismo norteamericano; en las rebeliones populares
que derrocan gobiernos títeres en Ecuador y Bolivia; en Brasil,
Argentina y Uruguay ante las frustraciones crecientes por las
promesas incumplidas de los gobiernos “progresistas”; pero
también en el movimiento altermundista de las grandes capitales
europeas.

No es casual, entonces,
que en ese horizonte de rebeldía y esperanza reaparezca el interés
por Rosa Luxemburg [1871-1919] en todos aquellos y aquellas que se
sienten parte del abanico de la izquierda radical, anticapitalista y
antiimperialista.

Cuando ya nadie se
acuerda de los viejos pusilánimes de la socialdemocracia, de los
jerarcas cínicos del stalinismo, ni de los grandes retóricos
tramposos del nacional-populismo, el pensamiento de Rosa Luxemburg
continúa generando polémicas teóricas y enamorando a las nuevas
generaciones de militantes. Su espíritu insumiso y rebelde asoma la
cabeza —cubierta por un elegante sombrero, por supuesto— en cada
manifestación juvenil contra la mundialización de los mercados, las
guerras imperialistas y la dominación capitalista de las grandes
firmas multinacionales sobre todo el planeta.

Nadie que tenga sangre en
las venas y un mínimo de independencia de criterio frente a los
discursos del poder puede quedar indiferente frente a ella. Amada y
admirada por las y los jóvenes más radicales y combativos de todas
partes del mundo, Rosa sigue siendo en el siglo XXI sinónimo de
rebelión y revolución. Esos dos fantasmas traviesos que “el nuevo
orden mundial” no ha podido domesticar. Ni con tanques e invasiones
militares ni con la dictadura de la TV. Actualmente, su memoria
descoloca y desafía la triste mansedumbre que propagandizan los
mediocres con poder.

El simple recuerdo de su
figura provoca una incomodidad insoportable en aquellos que intentan
emparchar y remendar los “excesos” del capitalismo… para que
funcione mejor
. Los que reciclan y maquillan las viejas utopías
reaccionarias intentando “convencer” pacíficamente y con buenos
modales al capital para que nos explote —un poquito— menos y a
sus instituciones para que sean —un poquito— democráticas.
Cuando los desinflados y arrepentidos de la revolución entonan
antiguos cantos de sirena, disfrazados hoy con el ropaje de la “tercera vía” o el “capitalismo con rostro humano”, la
herencia insepulta de Rosa resulta un antídoto formidable. Sus
demoledoras críticas al reformismo —que ella estigmatizó sin
piedad en Reforma o revolución y en La crisis de la
socialdemocracia— no dejan títere con cabeza. Constituyen,
seguramente, uno de los elementos más perdurables de sus reflexiones
teóricas.

Volver a respirar el aire
fresco de sus escritos permite admirar la inmensa estatura ética con
que ella entendió, pregonó, militó y vivió la causa mundial del
socialismo. Una ética incorruptible, que no se deja comprar ni poner
precio alguno. Una ética que levanta su dedo acusador contra la
corrupción mediante la cual el neoliberalismo del Tío Sam asfixió
al mundo durante el último cuarto de siglo, acompañado por su
obediente y servil sobrina, la socialdemocracia europea y
latinoamericana.

Además de refutar y
combatir apasionadamente al reformismo en todas sus vertientes, Rosa
también fue una dura impugnadora del socialismo autoritario. En un
folleto sobre la naciente revolución rusa que ella escribió en
prisión, durante 1918, hundió el escalpelo en los potenciales
peligros que entrañaba cualquier tipo de tentación de separar el
ejercicio del poder soviético de la democracia obrera y socialista.

Ante el bochornoso
derrumbe de la burocracia soviética —que dilapidó el inmenso
océano de energías revolucionarias generosamente brindado por el
pueblo soviético, tanto en asalto al cielo de 1917 y en la guerra
civil como en su heroica victoria sobre el nazismo— aquellas
premonitorias advertencias de Rosa merecen ser repensadas seriamente.

Texto completo aquí:
https://rebelion.org/docs/17281.pdf




Fuente: Arrezafe.blogspot.com