Después de más de cien millones de contagios, no se ha podido probar que alguien se infectó tras tocar una superficie contaminada. “Tras un año de pandemia, las pruebas ahora son claras. El coronavirus SARS-CoV-2 se transmite predominantemente a través del aire, por personas que hablan y exhalan gotas grandes y pequeñas partículas llamadas aerosoles”, zanjaba en un editorial la revista Nature. Y lamentaba que algunas autoridades insistan en la desinfección permanente de superficies: “El resultado es un mensaje público confuso cuando se necesita una guía clara sobre cómo priorizar los esfuerzos para prevenir la propagación del virus”. Eso no quiere decir que dejemos de lavarnos las manos y usar gel en las tiendas, porque el contacto directo es una vía posible de contagio. No es necesario concentrar esfuerzos en desinfectar cartones de leche o paredes de edificios que nadie va a tocar.
Ya en sus recomendaciones de marzo de 2020, el ECDC solo aconsejaba limpiar puntos especialmente manoseados, como pomos, interruptores, pasamanos y botones de ascensor, mientras por las calles el ejército ya fumigaba bancos y aceras al aire libre. La científica Teresa Moreno, del IDAEA-CSIC, analizó la presencia del coronavirus en las barras y botones del metro y los autobuses de Barcelona en los meses de mayo y junio. “En aquel momento la gente pensaba que el contagio se daba más por superficies”, recuerda, pero también tomaron muestras de aire porque es su especialidad. Encontraron trazas del virus en ambos elementos, pero se trataba de fragmentos que no tenían capacidad de infectar. “En el aire encontramos niveles bajos, y era de cuando la gente no llevaba mascarilla, por lo que no parece un foco de infección; yo uso el transporte público y no siento que vaya en un sitio peligroso”, señala Moreno.
Una persona desinfecta el perímetro que rodea un colegio público gallego, en febrero de 2021 tras un brote en el centro
Las autoridades sanitarias son claras en ese aspecto. El ECDC señala que “la pulverización (también denominada fumigación) de desinfectantes al aire libre o en grandes superficies interiores (salas, aulas o edificios), o el uso de radiación de luz ultravioleta, no se recomienda para la población debido a la falta de efectividad, posibles daños al medio ambiente y la posible exposición de los seres humanos a productos químicos irritantes”. La Organización Mundial de la Salud (OMS) también se opone claramente al uso de esprays, por inútil y peligroso, en entornos y también en personas, en esos túneles de lavado que nebulizan productos al acceder a algunos entornos.
De nuevo, son decisiones teatrales que pueden dar una falsa sensación de seguridad, para quien entre a un edificio con alfombras para limpiar suelas, arcos pulverizadores y asistentes con termómetros. El epidemiólogo Miguel Hernán, de Harvard, critica otros “teatros pandémicos” que se siguen representando, como “el teatro de imponer distancia de seguridad, que no se controla, en bares mal ventilados como si no existiera contagio por aerosoles cuando se habla en voz alta porque la música impide oírse”. O el “teatro de recomendar teletrabajo en vez de regularlo por ley para todos los puestos en los que es posible”.
García apunta a otras cuestiones que también le parecen representaciones sin sustancia: “Hay medidas importantes que no se han querido tomar y se han inventado cosas a cambio, como los hospitales de pandemias, los cierres perimetrales cuando la incidencia está igual de disparada en todos los barrios, las discusiones por el toque de queda de locales que tendrían que cerrarse, vestir a operarios de astronautas para cualquier cosa”. “Son cosas intuitivas, aunque no tengan sentido”, asegura. Y apunta un último aspecto que visual y psicológicamente tiene una gran influencia: las olas de contagios. “Es una construcción que provoca que la gente esté predispuesta a que venga el virus. A los gobiernos les viene bien porque asumimos que es algo inevitable que sucede sin más. Cuando nos enfrentamos a una epidemia hay que meterse a fondo a acabar con ella, no usar ese lenguaje teatral de las olas”, critica.
Así se justifican las medidas del teatro pandémico
Desde radiaciones UVC, pasando por el ozono o los arcos de fumigación, hasta el uso de cualquier tipo de nanopartículas para ‘desinfectar’ mascarillas, superficies o espacios. Ninguna cuenta con aval científico y solo confunden a la población.
por Boticaria García
Hace unos días tuve que visitar por motivos de trabajo unas oficinas en el centro de Madrid. En la entrada un señor impecablemente uniformado me tomó la temperatura y me ofreció gel hidroalcohólico para las manos. Hasta aquí, todo ‘normal’ dentro del ritual anticoronavírico al que ya estamos acostumbrados.
Cuando pensaba que había superado la gincana y me dirigía hacia el interior del edificio, otro señor también impecablemente uniformado me echó el alto:
– Señora, ahora vamos a desinfectar su mascarilla, quítesela y póngala ‘aquí’.
– ¿Disculpe?
El señor uniformado dijo ‘aquí’ mientras señalaba con el dedo un maletín de color negro. Para que se hagan ustedes una idea, un maletín parecido a los que en las películas contienen bombas con muchos cablecitos dentro. Solo que, en lugar de cablecitos de colores, en la parte interna de la tapa había dispuestos unos tubos que, pretendidamente, emitirían radiación ultravioleta C (UVC). El maletín estaba abierto y el señor me invitaba firmemente a quitarme la mascarilla y a dejarla reposando en el interior, sobre la base. Lo hacía con la misma autoridad con la que los agentes del aeropuerto te instan a quitarte el cinturón o los zapatos antes de pasar por el detector de metales.
Y obedecí. A pesar de que llevo divulgando desde el mes de abril de 2020 (un año) sobre la falta de eficacia y seguridad que supone el uso de dispositivos caseros de radiación UVC, obedecí. Incomprensiblemente me quité la mascarilla como un corderito y la deposité sobre la base del maletín. Justo entonces me di cuenta de la soberana estupidez que acababa de cometer. Acababa de dejar reposando mi mascarilla sobre la misma superficie en la que habrían dejado reposar la suya todas las personas que por allí habían desfilado en la misma mañana. Fue en ese momento cuando mostré mi malestar hacia el señor uniformado:
– ¿Sabe usted que tanto la OMS como el Ministerio de Sanidad desaconsejan el uso de dispositivos domésticos de UVC como este?
El señor me miró como si viniera de Marte y activó indolentemente el botón del maletín para desinfectar mi mascarilla. Yo me vine arriba y continué mi argumentación:
El señor levantó la mirada desde el maletín y afirmó con contundencia:
– Señora, esto se usa en el metro de Tokio.
Mientras duraba el “proceso de desinfección” intenté explicarle que en el caso de que el dispositivo empleara radiación ultravioleta C sería peligroso su manejo a nivel de usuario y solo debía emplearse por personal cualificado. Además, incluso en el caso de que el cacharro fuera efectivo, en este maletín no había emisores de radiación en la parte inferior, que es precisamente donde apoya la mascarilla todo el mundo. Es decir, al igual que donde no te da el sol (UVA-UVB) no te pones moreno, donde no impacta la radiación (UVC) no hay posible desinfección. Intenté explicarle, por tanto, que aquello era un claro ejemplo de cómo podía ser peor el remedio que la enfermedad, ya que ahora yo podría estar llevándome a la cara una mascarilla contaminada con vaya usted a saber qué fauna hubiera en esa caja. Y además, mientras tanto, me había dejado sin mascarilla. Llegados a este punto, no sé si por no aguantarme más o porque ya había pasado el tiempo reglamentario, el señor abrió de nuevo el maletín invitándome a recoger mi mascarilla, ya supuestamente desinfectada, y a ponérmela de nuevo mientras comentó por segunda vez:
– Señora, esto se usa en el metro de Tokio.
Ante tal incontestable contraargumentación, y teniendo en cuenta que no hay dos sin tres, comprendí que debía coger mi mascarilla, buscar un plan B y largarme de allí cuanto antes. El plan B apareció en forma de gancho en la pared del que pendían una docena de mascarillas quirúrgicas disponibles para el público. Guardé mi mascarilla ‘desinfectada’, cogí una nueva de aquel colgador (una mascarilla que también podía haber manoseado previamente cualquiera, sí), me la puse y me dirigí por fin hacia el pasillo. La ironía del asunto es que, tras aquella gincana coronavírica de la que supuestamente uno salía Covid free, a ambos lados del pasillo podía observarse a través de mamparas transparentes el interior de muchas salas pequeñas, sin ninguna ventilación y con un aforo que en este caso sí era parecido al del metro de Tokio.
¿Qué sentido tiene montar un circo para tomar la temperatura con pistolas que además fallan más que una escopeta de feria, dispensar gel a cascoporro y desinfectar la mascarilla mediante un paripé de ciencia ficción, si en el mismo local se reúnen personas en salas sin posibilidad de ventilación para evitar la transmisión aérea?
Este es solo un ejemplo más del teatro pandémico que seguimos viviendo un año después. Nadie pone en duda que cuidar la limpieza sigue siendo clave para prevenir el coronavirus (al igual que lo es para prevenir las enfermedades infecciosas en general). Pero hay que diferenciar entre higiene y postureo. Por alguna extraña razón, algo tan sencillo y eficaz como ventilar o usar agua y jabón nos resulta menos atractivo que las radiaciones UVC, el ozono o los arcos de fumigación. No digamos si entra en juego cualquier tipo de nanopartícula. Psicológicamente, muchas personas se sienten más seguras si piensan que existe una tecnología sofisticada -y por supuesto carísima- que les protege. Aunque esa tecnología no se encuentre en ninguno de los protocolos que proponen las autoridades sanitarias.
El teatro pandémico beneficia a algunos, engaña a muchos y nos pone en riesgo a todos. Ojalá se acabe pronto la función. Lamentablemente tengo la impresión de que, por el interés de algunos y la falta de sanción de otros, show must go on.
Fuente: Noticiasayr.blogspot.com