April 14, 2021
De parte de Fundacion Aurora Intermitente
982 puntos de vista

¿Transición o transacción? No, no se trata de un mero juego de palabras, porque hablando con propiedad, la llamada transición española a la democracia ha sido una operación transaccional entre los gestores de la oposición antifranquista y los administradores del franquismo tardío. Secreteos, intrigas de palacio, compadreos de reservado en restaurantes de lujo, chalaneos de sobremesa en los ágapes gentilmente ofrecidos por la embajada norteamericana a los jóvenes opositores y franquistas reformadores, movimientos en las sombras del viejo Borbón para salvar los muebles de la monarquía en la persona de su hijo, formado y designado por el general Franco para sucederle, blanqueo de camisas azules y decoloración de enseñas rojas, confidencias y exabruptos mezclados con abundantes golpes de mano en uno y otro bando, fueron urdiendo lo que se ha denominado un poco enfáticamente la Transición. El garito de las negociaciones se había abierto años antes, pero la voladura del delfín (Carrero Blanco) y la flebitis del Dictador en el verano de 1974 aceleraron el juego que en tantos rasgos y episodios se ha asemejado a una partida de tahúres de la política.

Frecuentemente, se presenta la Transición como una operación política amañada en las cancillerías de Washington, Bonn, París, etc., y en los foros de decisión de las firmas transna- cionales (Trilateral). Por otro lado, como variante de esa interpretación, la transición democrática toma el aire de un pacto entre caballeros del antiguo régimen y los administradores de los aparatos políticos y sindicales de la Oposición, que se limitaron a ejecutar las órdenes emana- das desde los centros de decisión del capital transnacional. En ambos casos, los acontecimientos internos, la evolución de la inestabilidad social interior, la escala huelguística, etc., aparecen como aspectos meramente secundarios, sin influencia en la marcha de los pactos y negociaciones. Porque creemos que no fue exactamente así, y que la dinámica de las luchas obre- ras y las movilizaciones populares fue el sobredeterminante de las decisiones adoptadas por quienes pasan por ser los artífices de la Transacción, es por lo que creemos justificadas estas páginas.

Sin embargo, la Transacción ha comportado una profunda transformación de la socie- dad, de la estructura del Estado y del aparato productivo que viene a consumar y culminar el proceso de modernización y la plena integración del Estado Español en el orden económico europeo y mundial. No ha habido una transición, sino muchas transiciones que conciernen a todos los aspectos de la vida social, económica, ideológica, etc., de los súbditos de la monar- quía democrática. Ha habido, pues, muchas transacciones, aunque la visión periodística del Pacto de la Transacción nos tienda a presentar ésta como el resultado de un pacto entre las personalidades de la Oposición y los franquistas reformistas, en la que las movilizaciones populares son sólo una referencia anecdótica que para nada interviene en la marcha de la ne- gociación. En el desarrollo de los acontecimientos reales de la Transacción priman, por con- tra, los intereses de la cúpula militar, la neutralización del búnker de los franquistas irreducti- bles y la salvaguarda de la corona reinstaurada por Franco. Por supuesto, algo de verdad hay en ello, a juzgar por la facilidad con que los negociantes de la Transacción se pusieron de acuerdo y su capacidad para atajar el clima de agitación social e imponer la monarquía constitucional.
¿Cómo fue posible que la Transacción se llevara a cabo en la forma y con los resultados que conocemos, si parecía que el movimiento popular antifranquista apuntaba hacia otros de- rroteros? ¿Cómo se explica que de la noche a la mañana se cambiaran las consignas desde la ruptura democrática por medio de la huelga general, como venía propugnando el PCE desde que acabara la guerra, hacia el Pacto con los franquistas y la aceptación de la monarquía sin que, por ello, las fuerzas hegemónicas de la Oposición perdieran legitimidad entre las filas del antifranquismo y se vieran abandonadas de sus propias bases? ¿Por qué todo resultó tan mo- délicamente fácil para los administradores del Pacto Transaccional?

Estos y otros porqués son los que intentaremos abordar en las páginas que siguen. Y lo haremos, precisamente, tomando como referencia lo que en las abundantes –y redundantes– memorias, informes y análisis suele pasar desapercibido: el movimiento obrero y, en un sentido más amplio, las movilizaciones espontáneas y autoorganizadas de la contestación social antifranquista que no presentaban planteamientos de negociación inteligibles para el reformismo franquista y sus colaboradores de la Oposición (desde el PCE, PSOE, maoístas, etc., hasta los demócrata cristianos).

Si la Transición fue posible, no se debió a la habilidad de las personalidades sino a la debilidad real del movimiento obrero (MO) y a la escasa relevancia de las tendencias anticapi- talistas de las que se reclamaba una parte del MO que, sin embargo, se confundían con un antifranquismo cuya única aspiración se colmaba con el reconocimiento de las libertades formales. En este sentido, no hubo traición alguna de los aparatos administrativos de la Oposi- ción antifranquista a cualquier aspiración popular que fuera más allá de lo que fue finalmente concedido en la transacción. Los cuadros gestores de la Oposición negociaron, como es natural, en función de sus intereses profesionales específicos –a saber, garantizar su supervivencia como grupo social de representación política y sindical en el marco del Estado monárquico constitucional– y su legitimación vino de la inhibición generalizada de las masas populares que aceptó las razones esgrimidas por los administradores de los aparatos políticos y las hizo suyas. Fue esa base de consenso sobre la que se urdió la Transacción a la medida de los gesto- res políticos del nuevo Estado democrático.

Afirmar que el MO, como expresión específica de unos intereses de clase, o sea, las tendencias rupturistas o anticapitalistas del mismo, no fue capaz de hegemonizar, ni siquiera de mediatizar el proceso político-social de los últimos años del franquismo fue por su propia debilidad estructural. Una debilidad que hay que entender dentro del proceso de proletarización de la población, de su evolución. Ahora bien, el justo dimensionamiento de las tendencias autónomas existentes desde unos años antes de la muerte del dictador y que persistieron hasta el inicio de la década de los ochenta, permite alcanzar algunas de las claves que en las crónicas y testimonios de la transacción son sistemáticamente marginadas. Que las movilizaciones autónomas de masas no hayan sido suficientemente relevantes como para evitar la transacción en los términos que se ha realizado, no quiere decir que su importancia haya sido nula. Al contrario, fue el elemento coadyuvante que precipitó el Pacto.

Se trata, pues, de elucidar en qué medida el trasfondo de ingobernabilidad que propiciaban los movimientos autónomos actuaba como catalizador en las maniobras de negociación de los aparatos político-sindicales en el sentido de forzar el pacto ante la cada vez más evidente y creciente amenaza de perder hegemonía y legitimidad de los aparatos de la Oposición frente a una tendencia ascendente de la indisciplina laboral y social.

No es aventurado afirmar, en este sentido, que fueron esas tendencias autónomas, aún en su fragmentariedad y escasa consistencia, las que determinaron el acercamiento entre la oposición y los franquistas reformistas, una vez que el clima de ingobernabilidad que propiciaban las movilizaciones autónomas constituía una amenaza tendencial para una oposición que, encabezada por el PCE-CCOO, veía progresivamente como perdía capacidad para recon- ducir las movilizaciones, cuando tenía precisamente en su capacidad de control y gestión del movimiento obrero su baza para exigir su reconocimiento en la mesa de negociación. Los cambios tácticos de CCOO y del PCE en los años inmediatos a la muerte de Franco, que coinciden con los principales hitos de las tendencias autónomas dentro del movimiento obrero, son bien ilustrativos de lo que se acaba de decir.

Tampoco hay que sobrevalorar, la importancia de unas movilizaciones virulentas y proliferantes, pero que no se consolidaron en un movimiento propiamente dicho. Fue a causa de esta debilidad que la transacción fue posible. La paradoja consistía en que a medida que los movimientos autónomos se extendían, el desplazamiento hacia posiciones pactistas por parte del PCE eran más ostensibles. La autonomía obrera expresada en las dinámicas asamblearias confrontaba al PCE –y, por extensión, al conjunto de la Oposición– con sus propias limitacio- nes y posibilidades de articular el MO en torno a las CCOO. Pero curiosamente, esas fuerzas centrífugas de la autonomía obrera en lugar de provocar una desviación del PCE hacia la izquierda con el fin de recuperar una cierta legitimidad entre la clase trabajadora y reforzar su propia posición negociadora, tuvo unos efectos contrarios.

El PCE, ante la presencia de las tendencias autónomas y otras expresiones comunistas que ponían en entredicho su hegemonía formal sobre el movimiento antifranquista, optó por combatirlas al tiempo que basculaba sus posiciones hacia el Pacto con los franquistas. En este sentido, el PCE, con su descarada lección de oportunismo, no hacía nada nuevo. Tradicional- mente, los partidos comunistas, cuando los términos de la lucha de clases generaba una pre- sión desde la izquierda, siempre han tenido mayores facilidades para entenderse con la derecha que con las tendencias proletarias de izquierda. En toda Europa no han hecho otra cosa a lo largo de este siglo; y en España, durante la II República, también hicieron lo mismo.

Ni siquiera fue posible que se entablara un verdadero debate en el seno de la izquierda antifranquista a la luz de las tendencias autónomas. A ellas se respondió con los clichés y anatemas heredados de los años veinte, y la autonomía en su propia debilidad e inmadurez fue incapaz de imponer sus tesis, ni siquiera en el terreno de las ideas políticas circulantes entonces. En fin, lo que hubiera podido ser un debate político quedó en polémica estéril por la esca- sa consistencia de unos (movimiento autónomo) y la excesiva madurez de otros (izquierda antifranquista), aunque en este caso cabría hablar más bien de obsolescencia política de unos aparatos anclados en la ideología del estalinismo tardío travestido en eurocomunismo. Lo mismo puede imputarse a los grupos a la izquierda del PCE que mimetizaron el oportunismo de los estalinistas y renunciaron a la ruptura, una vez que aquél había hecho al salto hacia la reforma. No obstante, todos ellos, en la medida de sus posibilidades contribuyeron a aislar y silenciar las tendencias del MO.

Claro que tampoco hay que magnificar la amplitud y profundidad de la oposición a la Dictadura. La actividad antifranquista se concentraba en torno a algunos núcleos de las áreas de nueva industrialización (producto de la política desarrollista de los sesenta) y en las zonas tradicionales que, sin embargo, fueron duramente castigadas por la represión de postguerra.

La tradición de clase había quedado interrumpida en 1939. La guerra supuso el exterminio físico de una base proletaria activa que sufrió en las durísimas condiciones de postguerra una sistemática labor de desgaste. La oposición antifranquista se nutría fundamentalmente de una nueva generación de proletariado surgida al calor del desarrollismo y de ciertos sectores universitarios. La precariedad del movimiento obrero tenía su reflejo en todos los órdenes cuanti- tativos y cualitativos.

Un MO escasamente desarrollado y con una subjetividad de reciente formación (una clase trabajadora joven, salida del desarraigo agrícola), es fácilmente permeable a las corrientes del marxismo ideológico también menos evolucionadas. No es extraño que, en ese pano- rama y con una base proletaria desconectada por treinta años de vacío de la experiencia de la lucha de clases, el estalinismo tardío del PCE y los “ismos” derivados de la lectura de Lenin se erijan en horizonte teórico del MO.

También hay que tomar en consideración el hecho de que el desarrollismo franquista, gracias a la favorable coyuntura internacional, había conseguido una mejora de las condiciones de vida del proletariado. Los años sesenta son la era de la especulación inmobiliaria galopante, pero también de la oferta de las viviendas de pacotilla en propiedad, de las horas extra- ordinarias (mal pagadas, pero abundantes), de la exportación de la mano de obra excedente (que revertía en afluencia de los ahorros de los emigrantes), del seiscientos, los electrodomésticos y del despegue del consumo. Eso creó una base social fiel al régimen franquista. No ac- tivamente fiel, no fascista, pero que tampoco presentaba problemas de tensión política.

“Vivir sin meterse en política” era la consigna del franquismo que penetró profunda- mente en la conciencia de los españoles. Esa inhibición generalizada, ese dejar hacer, fue la base real que mantuvo la Dictadura franquista. Y esa fue la rémora que no pudo vencer el sacrificado activismo de los militantes contra la Dictadura. Solo cuando se hacía evidente el cambio (por la inminencia de la muerte del dictador y, sobre todo, después del atentado que acabó con su delfín, Carrero Blanco) se extendió entre la población una expectativa de cambio que, en una relativa proporción, se tradujo en un engrosamiento de las filas activas del anti- franquismo. Pero, si miramos hacia atrás críticamente, una vez disipado el optimismo activista en que nos veíamos envueltos durante esos años, podremos darnos cuenta de la justa di- mensión de las movilizaciones de la oposición antifranquista (pactista, como de la rupturista y autónoma).

La despolitización de la mayor parte de la población española está en la raíz de su mantenimiento en un segundo plano durante la Transacción. Acostumbrada a no meterse en políti- ca, también en esa ocasión dejaron hacer. O, dicho de otro modo, fue la politización inducida desde los aparatos ideológicos de la izquierda la que generó esa nueva forma de inhibicionis- mo generalizado respecto a los asuntos públicos que caracteriza los sistemas democráticos. Que la mayor parte de la población asalariada votara socialista en 1982 no quería decir que de repente se había despertado una conciencia de izquierda, sino que respondía más bien al acoso ideológico que asociaba la idea de modernidad a la democracia y a la integración en Europa.

La penetración de inversiones extranjeras ya operaba en cierta medida la integración en la cadena fordista que era necesario complementar con la adecuación político-ideológica. Eu- ropa era la garantía de futuro, modernidad y progreso. El PSOE encarnaba la promesa de que los españoles se sacudirían definitivamente el pelo de la dehesa y tendrían la oportunidad de ser europeos. Para entonces, Europa ya no era en el imaginario de los españoles la fuerza de- moníaca del liberalismo que denostara el Caudillo reiteradamente en sus discursos, sino el sugerente escaparate del supermercado.

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Fuente: Aurorafundacion.org