Pablo San José Alonso
El cabo para tirar del hilo
Salvo el propio tiempo que, según algunos dicen, tal vez sea un círculo —¡y eso quién lo comprende!—, las cosas que suceden tienen su principio. Y el principio del relato que tratamos de contar aquí, que es el de cómo y porqué son las cosas que vivimos hoy, también lo tiene. De hecho su comienzo es triple.
No es que pretenda simplificar la realidad. Claro que los hechos —los hechos sociales— son complejos, dialécticos, en continua evolución, plenos de matices. Pero por algún lugar hay que empezar a cortar el paño. Y el momento social actual, siendo heredero de la historia de la humanidad toda, tiene tres hitos relativamente recientes de gran significación. Decía Rosa Luxemburgo en un texto sobre el que volveremos más de una vez en esta obra, que cada momento histórico se desarrolla bajo el impulso de la revolución inmediatamente anterior. Que por muchos cambios de muchos órdenes que se puedan ir sucediendo, todo ocurre dentro de ese marco, el cual no puede ser desbordado en tanto no suceda una nueva revolución. Pues bien, nuestro tiempo se desarrolla bajo la égida de un triple acontecimiento de carácter revolucionario que sucedió hace al menos un par —o tres— de centurias.
En primer lugar, por serlo en orden cronológico, y acaso por ser la ruptura de la presa que permitió que las aguas desbordaran en todo su antiguo cauce, hemos de hablar de una revolución del pensamiento, de la comprensión de la realidad, que se inicia en Occidente a partir de la Ilustración. No es cuestión de resumir en cuatro líneas el movimiento ilustrado, base teórica inmediata de tantas cosas: la democracia parlamentaria, el materialismo racionalista, el cientificismo, el secularismo, incluso el anarquismo. En otros capítulos volveremos con más detenimiento a estas cuestiones. Baste adelantar aquí algunas pinceladas. La Ilustración no solo aportó la munición de pensamiento para que —como dicen los marxistas— la antigua sociedad estamental fuese superada por la nueva burguesía industrial, dando lugar a la sociedad de las clases y sus luchas, sino que afectó a formas generales de entender la realidad que venían siendo hegemónicas desde muchos siglos, incluso algún que otro milenio, atrás. Por ejemplo, los efectos de la crítica ilustrada a los referentes religiosos no fueron ni mucho menos anecdóticos. Las sociedades pre-ilustradas eran fuertemente creyentes. Más allá de los aspectos políticos de tal cosa —la influencia de las autoridades de las iglesias en las instituciones, verbigracia— la conciencia religiosa cristiana, tanto católica como protestante (1), se traducía en un tipo de persona que vivía una vida de certezas espirituales, fuera cual fuese su situación material. Una persona con pocas o ninguna duda, que confiaba en la explicación de la realidad que había recibido de sus mayores. Una persona profundamente moral, hipervinculada a los valores de referencia de su comunidad. El cuestionamiento del hecho religioso en sí y de la explicación trascendente de la realidad que los ilustrados ponen en marcha, irá poco a poco calando en la sociedad y tendrá un simbólico punto de inflexión en el momento en que Nietzsche proclama la muerte de Dios, inaugurando así el reinado de la subjetividad. Ya no es Dios el centro de la existencia, sino el hombre. Y tal hombre concebido como un individuo que tiene ante sí un libro en blanco para escribir su propia vida, y no como el miembro de una colectividad que le define y diseña identitaria y vitalmente. El ser humano, así, irá perdiendo gradualmente las seguridades en que se afirmaba y habrá de enfrentarse a su destino solo y con sus solas armas. Tal cambio ideológico tendrá importantes consecuencias —por ejemplo— a la hora de rediseñar el espacio de la ciudad o de implantar el salariado como forma de vida mayoritaria. Hablaremos de ello.
En relación a esta cuestión, los ilustrados denunciarán como liberticida, e incluso oscurantista, la influencia que, no solo la religiosidad, sino la propia comunidad ejerce sobre sus miembros. Recordemos la famosa teoría de Rousseau de que es la sociedad quien pervierte al individuo. Y no olvidemos que tal cosa no está dicha en el contexto de la actual cibersociedad panóptica y de pensamiento único, sino en una época en la que la inmensa mayoría de las personas vivían en la ruralidad, en un sistema político poco centralizado y bien lejos de focos de adoctrinamiento, excepción hecha de los púlpitos.
La sociedad pre-ilustrada, como se dice, se apoyaba en vínculos comunitarios de entidad. Distinguiendo lugares y épocas, era determinante la pertenencia a la familia extensa, al clan o al municipio. Sin llegar a los niveles de interdependencia que suceden, incluso hoy, en otras sociedades no europeas que desconocen prácticamente la propiedad privada y en las que ningún individuo entiende ningún tipo de realización personal al margen del proyecto colectivo, el sentimiento de ligazón con la propia comunidad —y no con constructos posteriores como, por ejemplo, la nación— era muy importante. El movimiento ilustrado será crítico con ese estado de cosas, el cual comprenderá como obstáculo para el libre y correcto desarrollo de las facultades del individuo y, por ende, para el progreso social. Al comunalismo se le opondrá, por ejemplo, el cosmopolitismo (2). Creo que no es difícil adivinar el desarrollo que tuvo la plasmación en la realidad de estas ideas y cómo se llegó a su epígono actual: el american way of life y «el hombre hecho a sí mismo».
En segundo lugar, esas nuevas ideas se plasmaron sobre el terreno y transformaron, también de forma radical, las instituciones políticas. El pistoletazo de salida de ese cambio, un acontecimiento de tanta resonancia que mereció ser reconocido como cambio de edad por la historiografía, fue la Revolución Francesa. 1789 es el año en que comienza la Edad Contemporánea, así como también el principio del fin del denominado «antiguo régimen». La francesa será la primera de las llamadas «revoluciones burguesas», un rosario de revueltas ciudadanas (3) periódicas que jalonan el siglo XIX y que suceden —a menudo por imitación o contagio de unas hacia otras capitales— en gran parte de la geografía europea. El principal motivo de la protesta es el deseo de acabar con los sistemas gubernamentales autoritarios, principalmente monarquías absolutas y colocar en su lugar regímenes constitucionales basados en el sufragio. Aunque también se dan, subsidiariamente, reivindicaciones sociales, nacionalistas etc. La referencia de estas revueltas es precisamente el ideal de la libertad individual incubado por los antiguos ilustrados. Éste se plasma en textos que la burguesía redacta en aquellos países en los que ha logrado desalojar del poder a la antigua clase nobiliaria: el corpus jurídico parlamentarista británico, la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos de América y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, redactada durante la propia Revolución Francesa.
Una vez el ciclo se haya completado, las gobernaciones de los estados respectivos seguirán siendo tan autoritarias como lo eran antes. La minoría plutócrata que las gestiona ahora, y que es también dueña de la gran economía, consolidará su dominio con ayuda de ejércitos y cuerpos policiales de nueva implantación. Amén de otros mecanismos de control social que asimismo eclosionan en este momento y que estudiaremos más adelante. Eso sí, y es un buen botón de muestra de esos novedosos medios de control, el nuevo poder detentado por la minoría que ha logrado concentrar la propiedad económica en sus manos, obtendrá legitimidad para su monopolio del poder con ayuda de un simulacro de participación popular denominado «gobierno de representación» y, más tarde, «democracia».
La consecuencia principal, que no la única, de esta nueva realidad política es el desmesurado crecimiento que experimenta la institución del estado (4). Ello supone un gran cambio en la vida de la gente por cuanto las pequeñas comunidades rurales van a ir perdiendo paulatinamente su independencia e identidad para pasar a ser invadidas e intervenidas por el poder central. El moderno estado liberal, en nombre del progreso y la civilización, al tiempo que dedica grandes recursos a extender y profundizar su control colonial en los ámbitos periféricos «de ultramar” que parasita, en su propio territorio extenderá carreteras y vías férreas, llevará escuelas a cada pueblo, juzgados y cuarteles de la guardia civil a cada cabecera de comarca, y desarrollará una, cada vez más, ingente burocracia administrativa capaz de controlar hasta el último rincón del territorio. Del mismo modo, generará un asfixiante cuerpo legal con el fin de normativizar las relaciones sociales y económicas. La guinda del pastel serán las políticas encaminadas a despojar a las comunidades rurales de su base territorial mediante expropiaciones (5).
En tercer y último lugar, pero no menos importante y, según el análisis marxista, el verdadero motor de todo lo demás, sucedió un cambio profundo en las relaciones económicas a partir de las nuevas circunstancias productivas y tecnológicas que propició la Revolución Industrial.
Seguramente Watt y el resto de ingenieros británicos que en la segunda mitad del siglo XVIII andaban experimentando con las posibilidades de la máquina de vapor nunca hubieran imaginado las tremendas transformaciones que su ingenio iba a provocar en las siguientes décadas y, mucho menos, los desarrollos tecnológicos de dos siglos después.
La Revolución Industrial es un episodio histórico de gran discontinuidad geográfica. Iniciada a finales del XVIII en Inglaterra, pronto se extiende al otro lado del Canal de la Mancha, a Bélgica en primer lugar. No tarda mucho en llegar a Francia y Alemania para, desde allí, replicarse a otros lugares de Europa y la costa Este de Norteamérica. La nueva tecnología industrial no se implanta de forma generalizada, sino localmente en zonas determinadas, llegando a algunas áreas, e incluso a países de Occidente, tardíamente, en pleno siglo XX.
La evolución de la economía artesanal a la producción industrial maquinizada supondrá profundas transformaciones sociales en todos los órdenes. Por ejemplo, la nueva forma de fabricar en serie y al por mayor requerirá de grandes contingentes de mano de obra. Ésta será principalmente arrebatada del ámbito rural, tanto del minifundista de pequeños propietarios, ampliamente predominante en el viejo mundo, como del latifundista de jornaleros. Todos ellos abandonarán el agro para instalarse hacinados en ciudades y acabarán trabajando para el empresariado reportándole plusvalías. Tal hecho generará colosales fortunas y una nueva clase social sujeto de las acciones reseñadas en el apartado anterior: la burguesía liberal. La economía sufre una transformación de gran calado. Ya no es la propiedad de la tierra y de las rentas la fuente de la riqueza, sino el emprendimiento industrial, comercial y financiero. Hay un cambio de protagonistas en el ranking de las principales fortunas. La riqueza ahora será generada fundamentalmente por medios de producción de nuevo cuño que, precisamente por su novedad, podrán ser concentrados en pocas manos con mayor facilidad.
Por su parte la nueva y desmesurada capacidad de producir bienes industriales requerirá una masa poblacional susceptible de adquirirlos; es decir, un mercado. La necesidad de mercados es la raíz y el motor de la evolución en los hábitos de la población occidental, de la generación y masiva implantación de la sociedad de consumo y, colateralmente, de no pocas guerras.
Aparejado a lo dicho y en relación con todo lo que veníamos hablando, se hace necesario fortalecer los aparatos represivos al servicio del nuevo orden, para mantener encauzados los ánimos de la gente en tiempos de profundos cambios y procesos difíciles de asimilar por parte de grandes masas de población. Éstas ven como su cosmovisión se hace añicos ante las nuevas circunstancias. Sin saber bien cómo y sin haber tenido demasiado tiempo para asimilarlo, se encuentran, no solo despojadas de sus medios de vida tradicionales, sino también obligadas a integrarse en un sistema productivo desigual que les condena a entregar abusivamente su fuerza de trabajo a cambio de lo mínimo para garantizar a duras penas su subsistencia.
Ilustración, Revolución Francesa y Revolución Industrial. Estos acontecimientos no son exactamente coetáneos pero sí suceden en fechas aproximadas y, como se ha explicado, los podemos comprender como las tres manifestaciones de un mismo cambio general. De hecho, ninguno de ellos consiste en un suceso que pueda ser datable en una fecha concreta; más bien tenemos que hablar de procesos que se extienden dilatadamente en el tiempo y que se interrelacionan entre sí. Lo que sí me parece claro es que hemos de comprender este triple cambio como la fuente inmediata de la cual emana la configuración política, social, económica e ideológica de la sociedad que vivimos hoy.
El objetivo del ensayo que justamente estamos comenzando es estudiar la secuencia de acontecimientos que nos han ido conduciendo de uno a otro paradigma. De la sociedad del siglo XVIII a la del XXI. Conocer el cómo las cosas han llegado a ser lo que son ayuda a comprenderlas y quizá a poderlas cambiar si tal es la intención. Así, trataré de arrojar luz sobre algunas de las dinámicas contemporáneas, especialmente las que tienen que ver con ideologías y acciones que pretenden algún tipo de transformación. Sin haber llegado a ser, en cualquier caso, un «revolucionario», lo cual exige un grado de coherencia que no considero haber alcanzado nunca, sí es cierto que el activismo sociopolítico ha marcado mi vida y ha mantenido permanentemente alimentada mi inquietud y mi reflexión. Es por ello que el esfuerzo de análisis y recopilación que emprendo en este escrito lo dirijo en primer lugar hacia mí mismo, como una forma de ordenar pensamientos y clarificar mis propias ideas. Espero que también pueda ser de provecho a alguien más.
Notas
1- Viene bien repasar a Max Weber y sus teorías acerca de cómo las diferencias ideológicas entre protestantismo y catolicismo están en la base de la ventaja del desarrollo industrial capitalista en los países anglosajones frente a los del sur de Europa.
2- El pensador que mejor representó esta opinión fue Kant. En su obra «Idea para una historia universal en clave cosmopolita» expone su visión pesimista sobre el individuo de la especie humana, al que ve incapaz de autogestionar su relación social en libertad. Esa crítica la extiende a cada realidad institucional de su época y sólo encuentra la solución en la futura implantación de un estado universal —por ello llamado cosmopolita— que, mediante el ejercicio del derecho, arbitre las relaciones entre los individuos y eduque moralmente a la sociedad. Kant cree que existe un determinismo de «la naturaleza» que empuja inexorablemente a la especie humana hacia esa meta, la cual, en caso de ser alcanzada, supondría el fin de la historia.
3- Estas revueltas suceden fundamentalmente en ciudades, a pesar de que en ese tiempo la población europea vive de forma mayoritaria en el ámbito rural. La ciudad, lugar preeminente de residencia de la burguesía, a partir de ahora, acaparará todo el protagonismo y monopolizará la actividad política.
4- Es ahora, y no antes, cuando surge el sentimiento nacionalista y se diseñan la mayoría de «señas de identidad» (himnos, banderas, recuperación o creación ad hoc de tradiciones y de folklore…) de los diferentes «países». Emoción sentida y compartida, en principio, entre los círculos culturales de la burguesía de cada lugar, y pronto exportada, con ayuda de los nuevos sistemas propagandísticos, al resto de la población. No conviene olvidar tampoco el importante papel que esta ideología juega a la hora de implementar los modernos ejércitos de recluta obligada. Quizá ésta última sea la principal razón del nacimiento y éxito de este discurso.
5- Recordemos la desamortización de Madoz (1854). Conocida y controvertida, al igual que la de Mendizábal, por la incautación que la hacienda española hizo de bienes eclesiásticos. Sin embargo, esta operación estatal de expolio más bien se cebó con los bienes rústicos de propiedad comunal de los municipios rurales. La economía de los pequeños propietarios de dichos lugares sufrió un gran quebranto, al pasar a manos privadas gran parte de sus pastizales y montes comunales. Una consecuencia indeseada de esta operación fue la fuerte desforestación que sufrieron los bosques recién expropiados y vendidos. Muchos de los nuevos propietarios trataron de amortizar —nunca mejor dicho— su inversión convirtiendo en carbón vegetal sus masas forestales.
Tomado del libro: “El ladrillo de cristal. Estudio crítico de la sociedad occidental y de los esfuerzos para transformarla”. Pablo San José Alonso. Ed. Revolussia, diciembre 2019.
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Fuente: Grupotortuga.com