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LIBERTARIO OACA – 05/03/2021
En
unas semanas seré enjuiciado y también, indudablemente, condenado.
Se me acusa de un delito de «atentado a la autoridad» (poético,
para un anarquista) y se me pide un mínimo de 1 año y 6 meses de
prisión y 770 pavos de multa. Todo esto por supuestamente haber dado
en 2015 una patada a un guardia civil en el cuartelillo donde se me
retenía y torturaba con la finalidad de intimidarme y desestabilizar
el proyecto autogestionario de vivienda de la Comunidad «La
Esperanza», ubicada en el municipio grancanario de Guía.
No
gastaré el tiempo en clamar por mi inocencia ni chorradas similares,
y menos aun cuando hay compañeras y compañeros que en estos
momentos, mientras escribo, ya están en la cárcel. Además, sería
inútil. Que seré condenado es tan seguro como que mañana saldrá
el sol. Se intentará con ello (si quiero evitar, según parece, que
se ejecute la sentencia) tenerme «tranquilo» y sin alborotar
durante algunos años y, si es posible, escarmentar en mi espalda a
un anarquismo canario y a un movimiento insular por el derecho a la
vivienda que lleva demasiado tiempo incordiando por encima de sus
posibilidades.
Y
luego dicen que los anarquistas somos ingenuos… Si piensan que la
convicción de los militantes y la necesidad de los desahuciados
pueden sofocarse con leyes, juicios y condenas es que no han
comprendido nada. Hasta los propios fundadores del Derecho Romano lo
asumían: necessitas caret lege («la necesidad carece de
ley»). Ningún papel ni barrote han podido aplastar nunca el
instinto de supervivencia y la urgencia de conseguir comida, techo y
abrigo. Mi condena tampoco lo logrará.
Dicho
esto, me gustaría usar este episodio como pretexto para compartir
algunas reflexiones sobre el entramado judicial y sus mecanismos.
Lo
primero es el propio acto del juicio. Entrar por primera vez en una
sala donde se te va a procesar es como tomar parte en una suerte de
ritual sobrecogedor. La liturgia recargada, el lenguaje arcaico, la
atmósfera deshumanizada, las vestimentas ridículas, todo lo
necesario para fabricar un ambiente solemne que apabulle a la víctima
y la haga presa de la angustia y la culpabilidad. La sensación es
como la de acercarse a un altar de sacrificios donde un sumo
sacerdote puede decidir, a su antojo, tu destino. Aunque todo ello
esté adornado con la parafernalia burocrática de la era moderna, el
evento es tremendamente similar al que podría celebrar un chamán
consultando a los espíritus sobre la culpabilidad del infractor
o un inquisidor exigiéndole que confiese la verdad ante Dios: gente
con disfraces absurdos asume un rol de autoridad suprema y decide
sobre el destino ajeno en base a una fórmula, escrita o no, que para
el enjuiciado adquiere cierto carácter sobrenatural.
La
experiencia o la formación política pueden ir resquebrajando el
aspecto mágico del chiringuito. Ver a los protagonistas momentos
después del juicio con las togas en la mano, riéndose de lo
sucedido en la sala, hablando de fútbol mientras mean en los baños
del juzgado o apurándose un carajillo mientras fuman en una terraza
cercana, le quita un poco de rigor al asunto. Igual que pasa con las
detenciones en comisaría, con el tiempo llegas a comprender que todo
es un teatrillo, una farsa enorme, patética, cómica y a la vez
dramática. Gente adulta, orgullosa de símbolos y uniformes,
amparada en un rango, convencidos más o menos del papel que
interpretan y que han convertido una ópera bufa, un trágico
carnaval, en un oficio respetable del que sus hijos pueden presumir
en el colegio. Si no tuvieran el poder de destrozar la vida de otros,
serían dignos de lástima.
Pero
todo este circo se fundamenta sobre el texto sagrado de la sociedad
civil desde el Código de Hammurabi: la ley.
Si
las sociedades necesitan o no un código escrito para regularse puede
ser tema de debate. Que ese código sea elegido por una minoría en
base a sus intereses, impuesto a la mayoría y de obligado
cumplimiento a través de la compulsión o la violencia, me parece
algo mucho menos debatible. Siempre que los anarquistas planteamos la
ridiculez que supone que un código verticalmente impuesto rija
nuestras vidas se nos pregunta que haríamos con los crímenes, la
violencia, etcétera (si nos dieran un céntimo cada vez que nos
interrogan sobre esta cuestión tendríamos un PIB muy superior al de
cualquier Estado). La realidad es que los códigos penales llevan
existiendo siglos y nunca han conseguido mitigar o suprimir la
violencia humana; con suerte la han refinado.
El
Código Penal español, como todos los códigos punitivos del resto
del mundo, sólo se fundamenta en la defensa de dos principios
elementales: proteger la propiedad privada (todos los artículos
sobre robo, allanamiento, usurpación, etc., derivan de ahí[1]) y
garantizar que sea el Estado, y no ningún particular, el detentador
único del monopolio de la violencia (usando la expresión de Max
Weber). El Estado no tiene ningún interés en suprimir la violencia;
sólo pretende controlarla y asegurarse de que nadie le disputa el
privilegio de su aplicación. Ese, por encima de cuestiones morales,
es el fundamento del que emanan todos los artículos que penalizan el
uso de la violencia entre terceros.
Aun
cuando esto se admita, se nos seguirá insistiendo sobre cuál es la
alternativa anarquista a leyes, cárceles, policías y judicatura.
Muchas compañeras y compañeros, antes y mejor que yo, nos han
legado elaboradas respuestas al respecto[2]. Yo, con menos tiempo y
luces, sólo puedo decir que no conozco la solución perfecta y
definitiva, porque quizás no la haya. Sólo sé que el Estado
español tiene casi la mayor población penitenciaria de la UE con
una de las ratios más bajas de criminalidad[3]. Sólo sé que los
delitos relacionados con la violación de la propiedad privada
perderían su razón de ser si tuviéramos una sociedad donde la
riqueza fuera compartida por todos y no estuviera retenida en manos
de un porcentaje mínimo de la población. Sólo sé que gran parte
de los presos y presas de las cárceles españolas están recluidos
por delitos morales que quizás mañana no lo sean, como por ejemplo
los vinculados con las drogas (tal y como en su día dejó de ser
punible el adulterio). Sólo sé que fenómenos humanos naturales
como la migración son considerados ilegales y que encerrar con ese
pretexto a miles de personas en condiciones infrahumanas, como ocurre
ahora mismo en Canarias, parece ser algo perfectamente legal. Sólo
sé que en el Estado español es delito blasfemar contra Dios,
ultrajar a la bandera, al rey o a las comunidades autónomas, hacer
comentarios de mal gusto sobre terrorismo (quedan excluidos, por
supuesto, el terrorismo de extrema-derecha o el de Estado) y que hay
gente procesada o encarcelada por chistes, canciones, obras de
teatro, performances o por quemar símbolos. Sólo sé que los
cuerpos policiales profesionales existen desde hace siglos y sólo
han servido para mantener los privilegios de la clase dirigente,
salvaguardar la desigualdad, perseguir la pobreza, reprimir la
disidencia política e imponer una violencia vertical muy superior a
cualquier violencia horizontal. Sólo sé que las cárceles
evidencian un grave estado de inmadurez social, donde el Estado,
convertido en padre ignorante y cruel, soluciona los problemas de su
hijo, el individuo disruptivo, encerrándolo en un cuarto oscuro
hasta que aprenda la lección. Sólo sé que después de milenios con
todo tipo de condenas, de cadenas perpetuas o penas de muerte, la
violencia no se ha reducido un ápice. Sólo sé que quizás nunca
haya una cura para la violencia humana, pero que tal vez no estaría
mal analizar qué porcentaje de actos atroces son un reflejo de la
sociedad donde se producen; probar con otros modelos de sociedad y
aprendizaje donde a lo mejor no se nos inculque a los hombres que
violentar a las mujeres forma parte de nuestra naturaleza y de
nuestros privilegios; experimentar, quizás, con otras fórmulas de
resolución de conflictos que no pasen por sumar más violencia a la
violencia o por enterrar los problemas, también cuando esos
problemas son seres humanos, bajo la alfombra.
Como
humanos sufrimos una disociación cognitiva que nos desgarra por
dentro. Se nos ha injertado dos morales: una superficial (la que
públicamente define lo que es bueno o malo) y otra profunda (la que
íntimamente define lo que es bueno o malo), las mismas que nos
permiten repetir que «matar es malo» mientras somos capaces de
racionalizar como aceptable que un soldado o policía pueda disparar
a alguien. Nos han educado para interiorizar la violencia individual
como un fenómeno desconectado de la violencia social, económica y
gubernamental. Nos han adoctrinado para que las guerras, el
heteropatriarcado, los desahucios, los despidos, la explotación
laboral, el racismo institucional, las torturas y cargas policiales,
nos parezcan violencias de una naturaleza más aceptable, lógica,
racional, que la violencia espontánea de los individuos. Nos han
enseñado que hay leyes de sangre –como las que atañen a la
propiedad y a la obediencia– de obligado cumplimiento, y leyes de
papel –como las que hablan de la responsabilidad social de los
Estados– que pueden ignorarse sin consecuencias. Nos han
acostumbrado a que las empresas, instituciones y partidos puedan
romper sus propias leyes, como pájaros que atraviesan una telaraña,
mientras nosotros, simples moscas, quedamos enredados en los delitos
más ridículos, tal y como decía el viejo Calicles.
A
pesar de esta cierta y dura conclusión, el mundo real, sensitivo,
lejos de artificios y medidas de control mental, se puede abrir paso
aunque te arrojen al más infecto agujero. Lo único que necesitamos
es aprender a reducir el mundo oficial a su justa dimensión,
poderoso en lo relativo a la fuerza bruta, pero impostado, ficticio y
penoso en su expresión más pura. Todo se limita a que un grupo de
gente, creyentes en el principio de autoridad que establece que unas
personas son superiores a otras, se disfraza de jueces y policías
para obligarnos a hacer lo que otro grupo de gente, que se disfraza
de políticos, escribe periódicamente en un libro que dictamina qué
es delito y qué no, y todo ello para salvaguardar el patrimonio de
otro reducido grupo de gente que lleva siglos disfrazándose de
propietarios, acaparando lo que es de todos y dictando lo que hace el
resto de gente disfrazada. No te puedes tomar en serio algo así,
aunque desgraciadamente por esa broma pesada la gente pierda su
libertad, su salud, física y mental, años de vida o incluso la vida
misma.
Pero
por mucho daño que nos hagan no podrán borrar nunca una evidencia
cruda: sus leyes, incluso las de sangre, están escritas en papel y
hay que tener la certeza de que algún día, más tarde o más
temprano, lloverá.
Desde
aquí, y a modo de conclusión, sólo quiero ofrecer mi
agradecimiento a todas las compañeras y compañeros y a todos los
colectivos que de una u otra forma se han solidarizado con mi
situación personal. Nunca podré agradecerles lo suficiente. Ustedes
han hecho posible que pudiera seguir activo en un frente de lucha tan
desgraciada pero necesariamente público y visible como el que
afrontan la Federación Anarquista de Gran Canaria y el Sindicato de
Inquilinas de Gran Canaria. También a mis compañeras y compañeros
de ambas organizaciones, a mis compis de fatiga diaria, por estar ahí
cuando lo más fácil era no estar, por ayudarme a recoger los
pedazos. Gracias a todos.
Sólo
recuerden que si estos cabrones nos prohíben respirar sólo
obtendrán una cosa: una desobediencia, como mínimo, de doce veces
por minuto. Respiren fuerte, mis compas.
Ruymán
Rodríguez
Norte
de África, a finales del año 1 de la distopía pandémica
Fuente:
https://anarquistasgc.noblogs.org/
Notas:
1
Incluso los delitos contra la salud pública y todos los relacionados
con el tráfico de drogas no tienen otro pilar que la defensa de la
propiedad privada: la ilegalización del alcohol entre 1920-1933 en
EE. UU (la llamada «Ley Seca») provocó el auge del crimen
organizado haciendo que un producto como el alcohol alcanzara un
precio desorbitado y arrojara, por tanto, unos beneficios
descomunales para los contrabandistas. Hoy, es evidente, la
legalización de las drogas abarataría su precio y haría que el
narcotráfico a gran escala perdiera enormes dividendos. Mientras las
drogas sean ilegales su precio no bajará y el margen de beneficios
de los grandes traficantes, que también tienen derecho a que se
proteja su propiedad privada, se mantendrá.
2
El listado de obras convertiría esta humilde reflexión en una
bibliografía académica. Baste para los interesados con el clásico
de Piotr Kropotkin Las prisiones (1887).
3
Violeta Aguado, «España
tiene menos delitos que la media europea pero más personas
encarceladas» (elDiario.es), 21 de abril de 2016.
Fuente: Arrezafe.blogspot.com