November 1, 2022
De parte de Nodo50
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August Landmesser se muestra con los brazos cruzados mientras decenas de personas hacen el saludo nazi a Hitler, en 1936.

Este artículo pertenece a la serie de José Ovejero #UnAñoFeliz, cada dos semanas en La Marea.

«No puedo comer tanto como lo que querría vomitar». Eso dijo al parecer el pintor impresionista Max Liebermann al ver pasar un desfile de las SA por delante de su casa. Semanas más tarde, renunció a todos sus cargos en la Academia Prusiana de las Artes tras constatar la discriminación y los ataques hacia sus colegas de origen judío. Aunque Liebermann era un conservador y patriota, no quiso ser cómplice de la brutalidad del nazismo.

Su postura no fue habitual. En la universidad, en las academias, en los institutos científicos, la mayoría calló ante la discriminación, los malos tratos, las deportaciones, los asesinatos de sus compañeros y, ocasionalmente, se beneficiaron ascendiendo más deprisa de lo que les hubiera correspondido.

En momentos en los que parece que el mundo se ha embrutecido hasta niveles insostenibles, siempre hay quien hace un esfuerzo, por inútil que sea a veces, de mantener la dignidad y la solidaridad.

Lo pienso en Berlín, en el espacio pedagógico llamado Topografías del terror, ante una foto en la que se ve a centenares de personas con el brazo alzado y, en medio de ellas, un hombre con los brazos cruzados y gesto de enfado. La fotografía es famosa, quizá por lo poco habitual en un mundo en el que lo frecuente es la sumisión. No es fácil ser ese hombre que se niega a levantar el brazo; sabe que muchos de quienes lo rodean, en realidad, no son nazis, pero tienen miedo, un miedo que podría llevarlos a denunciarlo. Y es posible que también él lo tenga. Pero sabe que hay un nivel de indignidad a partir del cual es imposible mirarse al espejo. Todos claudicamos en algo, todos cedemos a veces por temor; pero también queremos creer que hay líneas que no cruzaríamos nunca, esas líneas que nos pondrían irremediablemente del lado de lo inaceptable.

Estar en Alemania significa darse de bruces con la Historia, en su versión más terrible; en todas partes, monumentos conmemorativos, adoquines dorados en el suelo que recuerdan los nombres de judíos secuestrados y asesinados; museos en los que se explican los horrores cometidos allí mismo o en el vecindario; carteles, fotografías. Pasear por cualquier ciudad alemana, y muy particularmente por Berlín, te convierte en testigo de la ferocidad extrema a la que pueden llegar personas que, en la mayoría de los casos, se considerarían y los considerarían normales sus familiares y amigos.

Pero también hay momentos de luz, de consuelo. En Fráncfort, me contaba Rosa Ribas sobre Valentin Senger, escritor y periodista judío alemán. Él y parte de su familia sobrevivieron a los doce años de dictadura nazi gracias a la complicidad de numerosas personas. Sus vecinos no los denunciaron, aunque sabían que eran judíos: los compañeros de juegos infantiles de Valentin, que se habían reído de él por estar circuncidado, callaron de adultos; también el médico que lo examinó para decidir si era apto para el servicio militar silenció esa «anomalía»; el comisario del barrio falsificó sus papeles para que no apareciese en ellos referencia alguna a la religión mosaica.

Si se hubiese descubierto que protegían a esa familia, la mayoría habría sufrido represalias. Imaginen a ese policía que, al parecer en más de una ocasión, tuvo que intervenir para retocar los documentos de los Senger; lo veo sentado al escritorio, delante los papeles, sintiendo el miedo frente a lo que le puede suceder a él y a su familia; es fácil pensar que le asaltarían fantasías de degradación, cárcel, quizá torturas. Familiares y amigos le darían la espalda, evitarían cualquier roce con él.

Sin embargo, tomó la pluma y retocó los documentos que tenía ante sí. Sin duda por piedad, quizá también porque no podía afrontar una vida en la que tendría que avergonzarse ante sí mismo.

¿Sería yo ese policía, me atrevería a serlo? ¿Te atreverías tú? La respuesta es importante, pero lo importante es que siempre hay alguien que, independientemente del temor, se atreve. No voy a comparar estos tiempos con aquellos, pero cuando la degradación de la vida política –y por tanto de los ciudadanos y ciudadanas que la deciden– llega a ciertos niveles de bajeza, cuando personas que se decían demócratas no tienen el menor reparo en acudir a la mentira, la calumnia y a todo tipo de maniobras antidemocráticas mientras se codean con quienes defienden dictaduras, tranquiliza saber que siempre queda quien resiste, quien se niega, quien no alza el brazo ni firma donde no debe. Ayuda a mantener la puerta abierta, no de par en par, pero sí entornada, a la esperanza.




Fuente: Lamarea.com